―Yo volaba en calzoncillos.

―¿En calzoncillos…?

―Sí, eran esos calzoncillos blancos o celestes que se usaban antes, ya no se ven, los que tenían bragueta para sacarla por ahí. Con esos yo volaba, pero cerquita del suelo y me acordaba de que mi nombre era, bueno, es Vladimir. Iba volando a diez centímetros del suelo. No, a treinta, a lo mejor. Y volaba lentamente, como un dirigible, tranquilo. Me alcanzaba pensar en la dirección y para allí enfilaba. Podía esquivar objetos, no sé, sillas, patas de mesas, muebles, porque casi siempre estaba volando en ambientes internos. Una vez salí a la calle, volando también. Era la calle que conocía perfectamente, la avenida Lüzern, y controlaba que no pasara ningún auto porque volaba bajito. Enfrente había una plaza y también había gente, poca. Había niebla y la gente estaba callada como sucedía en esa época. Yo era consciente de que volaba en cueros, casi a ras del piso y de que solamente llevaba los calzoncillos blancos. Quería que fueran celestes para que se notara menos y me sentía muy desnudo porque con los movimientos se me abría la bragueta y se me podía escapar el pirulo. Yo me hacía el tonto, el boludo como dicen aquí. Intentaba que todo se viera normal y, como nadie hablaba en ese tiempo, me parecía que la poca gente lo aceptaba sin hacerse muchas preguntas. Pero en general, como le decía, yo volaba adentro de alguna casa, una habitación, varias, con muebles que me molestaban bastante y que tenía que esquivar. A veces me parecía que el timón que era el pensamiento podía fallar y chocaría con alguna silla haciendo ruido y rompiendo la armonía silenciosa que reinaba, porque adentro de esa casa no aparecía nadie. Sabía que tenía que salir y encontrar a alguien y no estaba seguro de cómo reaccionaría. Pero quería encontrar a alguien, no para hablar, yo no tenía intención de hablar. A lo sumo diría que me llamaba Vladimir y saludaría con un buen tono, casi cantarín, como disimulando, como que no pasaba nada. Y, de verdad, no pasaba nada, yo volaba tranquilo y despacio. No tenía ninguna intención de pararme: era suficiente con volar así, a ras de suelo, y de ir llevándome donde se me ocurría y de acuerdo a lo que iba viendo en mi camino.

Esas veces, porque me sucedía seguido, yo me sentía bien, en general. Lo único que me preocupaba era cómo lo verían los otros y, sobre todo, qué explicación daría ante sus preguntas. Pero me sentía bien, me gustaba volar, descubrir que el cuerpo puede flotar en el aire, puede levitar. Me estaba prohibido volar alto. Volar alto, qué sé yo, arriba de un árbol estaba fuera de lo seguro, era como escapar y no tener las garantías que tenía a treinta centímetros del suelo. Muy arriba me podía tomar un viento fuerte y arrancarme a la velocidad de ese viento. Yo no tenía ninguna capacidad de modificarla. Arriba el viento me podía llevar a dónde quisiera y seguro que podría perderme.

El hombre tendría unos setenta años y hablaba bajo una casuarina plantada sobre la tierra tan arenosa contigua a los médanos. A todo, a casi todo, lo traspasaba una melancolía lenta como cuando al tiempo hay que dejarlo hacer, en especial sobre uno mismo. Y la casuarina, las casuarinas, porque había varias, ayudaban con su empaque distante. Las casuarinas eran, allí, tan extranjeras como Vladimir, en short oscuro y desidioso, con sus rudos pies descalzos, cortos y anchos como sus brazos, con su vientre redondo descansando sobre las piernas cortas y tapado parcialmente por la camiseta negra.

Ahí nomás se escuchaba el fragor del mar. Las Toninas era un nombre que había prometido lo que no estaba cumpliendo. La habitación que había alquilado el hombre, rojo como un irlandés, servía para dormir y nada más. Semejaba una celda.

El hombre rojo había salido de una mujer y de su ciudad sin destino fijo y, estudiando el mapa, pensó que tenía que ir donde el país se abría, donde hubiera espacio y aire, es decir la costa. Creyó que necesitaba respirar, más con el alma que con los pulmones, aunque sería bueno llenarse los pulmones del aire marino hasta las lágrimas y sentir todo lo que estaba por fuera para meterse el cielo adentro.

Vio el nombre y le gustó porque se mentaba poco, porque parecía fuera del circuito playero y porque había muy poca gente. Después lo entristeció el silencio, la indiferencia, el divorcio del pueblo con su mar que había decidido, más que acariciarla, ensuciar la costa con el agua detrítica cuyo destino debía haber sido un albañal oculto a la grandeza atlántica.

Y ahora el hombre rojo hablaba con Vladimir bajo la casuarina, confirmando que su lugar en el pueblo desanimado era provisorio, y escuchando, del rostro inescrutable y ruso, la historia. Vladimir le había alquilado la habitación por una noche o dos. El hombre rojo apenas hubo dejado el bolso en su cuarto, salió al patio de la casona raída transformada en hospedaje y se acercó a su dueño para salir de la frialdad con que lo recibía el pueblo.

Vladimir lo había observado varias veces mientras hablaba, como si él, el hombre rojo, fuera quien debería adecuar una expresión de sus facciones a los sucesos relatados. Vladimir parecía seguro de lo que estaba haciendo o, por lo menos, tranquilo.

―Yo me sentía bien, no había más que eso, que volar mansito cerca del suelo.

―Se sentía bien, entonces…

―Creo que volar así fue como conocer el cielo. Ése era mi cielo, en ese momento.

―¿Ése era su cielo? ¿Y ahora?

―No estoy tan seguro de cuál es mi cielo, ahora, y si hay cielo. Hace bastante que no vuelo así. Pero es fácil, me parece fácil. Me gustaría volar de nuevo.

―¿Se acuerda de cuando fue la primera vez que voló?

―Si, claro.

Vladimir comenzó a sacarse la camiseta negra que dejaba ver el pliegue de grasa debajo del ombligo. El hombre rojo lo contemplaba inmóvil.

―Fue cuando me cosieron a balazos en la batalla de Berlín. Ahí empecé a volar a ras del piso. Era mi cielo y traté de no dejarlo. Volví a volar así muchas veces. Fue largo.

Vladimir se quedó finalmente en cueros y exhibió frente al hombre rojo las cicatrices que le cruzaban el torso desde el hombro izquierdo hasta el vientre por encima de la cadera derecha.

―Siete balazos ―dijo y quizás los ojos realzaban la frase. ―Y entonces a volar bien bajo.

 

El hombre rojo recordó que en su lugar de Las Toninas no estaba cómodo, que era triste saber que no llegaría a entablar una amistad con Vladimir y sintió la necesidad de irse.