Este 10 de octubre es el Día de la Salud Mental. Un breve repaso sobre la ansiedad, la angustia, la desesperación, el agobio, la depresión y la violencia ilustran de manera sumaria el deterioro del bienestar psíquico en nuestra nación. La finitud que distingue a la existencia humana hace que el dolor constituya un dato de entrada en la experiencia del ser hablante. Esta marca traumática constitutiva del sujeto bien puede dar lugar al sufrimiento neurótico o abrir la vía del deseo, de la creación y del encuentro con el Otro. Años de práctica analítica enseñaron que el primero crece cuando las palabras adquieren un sentido unívoco, pesado, inconmovible que encierra a las personas en el cerrado reducto de los reproches, la conmiseración, la queja, el desprecio, el odio o la certeza. Pasiones tristes cuyo último destinatario no es más que el propio sujeto. El denominado superyó --esa sádica instancia psíquica que cual Voz maliciosa denigra a la persona--, se alimenta de vocablos, tonos y enunciaciones registradas en los más tempranos tiempos del sujeto. Cuando estas heridas no encuentran un cauce para ser tramitadas en el discurso, es decir en el diálogo con el semejante, el horizonte se oscurece, la esperanza se transforma en mera procastinación y la frustración en melancolía o violencia. Resulta paradójico que este escenario se haga compatible con el embelesamiento de Narciso ante el espejo donde se termina ahogando. Artera trampa que el dispositivo neoliberal implementa para --exacerbación del ego mediante-- hacer creer que la obtención de un logro se reduce a la exclusiva órbita personal. Luego, esta misma omnipotencia traduce todo fracaso en culpa, desazón, abatimiento. Todos síntomas cuyo malavenido desenlace suele traducirse en que: el Otro me roba. Llave predilecta de la batería libertaria para hacer del Estado el enemigo a suprimir. ¿Cuál es el espejo en que nuestra sociedad hoy se está mirando? ¿Qué imagen nos revela la trampa narcisista en la que estamos siendo atrapados?

Cuando ya no hay ninguna demencia para fingir

Del espectáculo que el presidente de la Nación protagonizó en el Movistar Arena el lunes pasado se pueden decir muchas cosas. Pero quizás convenga empezar por ubicar el efecto que ese show generó en nuestro terruño criollo. Mezcla de desasosiego, vergüenza ajena, incomodidad, bochorno, embarazo, pena. Pero una pena infinita. Como un túnel que se quedó sin puertas de salida y para el cual solo resta dar marcha atrás. La dura tarea de asumir que estamos siendo gobernados por un sujeto encerrado en sí mismo y cuyo solo propósito es arrastrarnos al desastre definitivo. Esto es: nuestro país se encuentra en un estado desesperante y el responsable de la conducción política se muestra triunfador, exultante, eufórico, blandiendo un texto que lleva como nombre “El milagro argentino”. Es lastimoso, por no decir aterrador. El avión pierde altura y el piloto como si nada. Claro, siempre queda el expediente de mirar para otro lado con el fin de evitar el dolor. ¿Qué oscura satisfacción media entre asumir lo insostenible de nuestra actual situación y el “fingir demencia” hasta el choque final?

Por lo pronto, se suele asimilar el fingir demencia con el recurso freudiano de la negación. La negación es un recurso indispensable de la psique que va más allá de nuestro pobre dominio consciente. Poco podríamos hacer de operativo si al mismo tiempo el aparato anímico no pusiera a un lado detalles acuciantes que amenazan paralizarnos o sumirnos en el desconcierto.

Esto es: nos hacemos un poco los distraídos para atravesar una situación insoportable, por lo menos hasta que aclare. Por ejemplo: “Finjamos demencia para atravesar estos días de mudanza, de gripe o de arreglos en casa”. Pero ojalá se tratara solo de eso. La apelación a un término propio del vocabulario psiquiátrico nos alerta quizás sobre la necesidad de poner en palabras un oscuro desvarío. Desde este punto de vista, más allá de la función operativa de la negación o del fingir que nos ayuda a sortear o sobrellevar una desgracia, en esta trágica coyuntura parece palpitar la velada y encubierta maniobra del “ya sé, pero no me importa” propio de la locura renegatoria. Si algún lector se siente tentado de conectar esta acuciante alternativa con nuestra actual escena política no lo desanimamos. En otros términos: preguntarse ¿quién finge demencia, el gobernante o los gobernados? Es una buena manera de interrogar la oscura satisfacción de millones de personas dispuestas a aceptar la archisabida mentira según la cual hay que sufrir para estar mejor. Salud Mental en Argentina 2025. Vaya como ejemplo el creerle a un tipo que dice: “Es la última vez” al anunciar un nuevo e infinito ajuste. Aquí ya somos Uno con el piloto. ¿Cuál es la oculta satisfacción implicada en este empuje a sostener el derrape hacia el desastre?

Por lo pronto, todo parece sugerir que se nos invita a una masificación suicida compatible con la oscura atracción ejercida por una mortífera seducción, la cual --dice Freud-- “aun donde emerge sin propósito sexual, incluso en la más ciega furia destructiva, es imposible desconocer que su satisfacción se enlaza con un goce narcisista extraordinariamente elevado, en la medida en que enseña al yo el cumplimiento de sus antiguos deseos de omnipotencia”[1]. Desde nuestra perspectiva es precisamente esto lo que encarna el presidente de la Nación en el escenario del Movistar Arena: un enfermo deseo de omnipotencia. Lo que resta es ver qué hacemos con eso. La ciudadanía tiene la palabra.

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.

[1]Sigmund Freud (1930[1929]) , “ El Malestar en la Cultura”, en Obras Completas, A. E. Tomo XXI, p. 117.