No soy progresista. Pero me crié en la idea de que las cosas avanzan, y avanzan hacia adelante. Habría etapas, inexorables, y, al final del camino, el paraíso en la tierra de la que habla la Internacional. La esperanza, esa insistencia en ver en el futuro cómo se redimen todos nuestros dolores, tira de mí, me sostiene a mi pesar. No estoy de acuerdo con la esperanza. Ojo, no soy pesimista, nunca logré amargarme por la realidad. No estoy de acuerdo con la esperanza porque supone esa estación final del tren de la victoria, hagamos lo que hagamos, pase lo que pase. Sin embargo, lo que pienso y lo que siento se encuentra en franca contradicción: siento un deseo furioso de futuro, pero pienso que el futuro es una entelequia y que hay que producir la victoria en el presente. Con lo que hay. Con lo que somos.

Flannery O'Connor escribió sus cuentos malvados en los años cincuenta. Los amantes de los anaqueles de las librerías la encuadran en el "gótico sureño" de los Estados Unidos. Sus personajes son gente fea, a la que le falta un brazo o una pierna, que cree que forma parte de una pirámide humana, que en su base tiene a los negros, un poco más arriba a los blancos pobres, encima a los blancos que tienen algo, y en la cima, a los blancos que tienen mucho. Escribe un mundo en el que no hay más esclavos, hay que pagarles a los que antes se les daba un barracón para dormir, comida para que no se murieran y latigazos si se distraían en la cosecha de algodón. Los blancos pobres compiten en el mercado laboral con esos que antes eran esclavos y la lucha de pobres contra pobres es a vida o muerte. Los asesinos, como el "Inadaptado" de su cuento Un hombre bueno es difícil de encontrar, matan porque no pueden hacer otra cosa. Pero no sienten placer, aunque tampoco arrepentimiento. Todo se percibe como un peso grasiento, desagradable, inexorable.

En ese mundo feo y malo, Flannery encuentra el modo de traficar belleza. Un caballo de Troya deforme, en cuya panza, armadas hasta los dientes, las imágenes nos atacan a traición.

¿Qué pasaría si pudiéramos hacer, construir, pensar, con el vértigo de lo que hay? Porque certezas no hay. Gente linda que se toma de las manos y corre hacia el porvenir, tampoco. Hay seres humanos rotos, quebrados, que son capaces de decir barbaridades, de repetir sin pensar eslogans de derecha que aúllan por la muerte de esos mismos seres que los repiten. Hay colectivos que se juntan y no saben qué hacer con la juntada. Quieren romper todo, la indignación es abrumadora, pero no logran salir a la calle. Hay una calle llena de gente que, cuando va presa, se excusa diciendo que no pertenece a ninguna organización. Hay sindicatos que no pasan de las radios abiertas y las ollas populares frente a los tsunamis de despidos. Hay candidatos que dicen querer un país humano, pero enarbolan con desparpajo la teoría de los dos demonios para hablar de Palestina. Hay organismos de derechos humanos a los que el genocidio en Gaza les queda lejos. Hay una orfandad que se agranda cada vez que una Madre se muere. Hay una convivencia inexplicable con el grotesco y la vergüenza ajena. Estamos rotos, quebrados, magullados, desperdigados. Si había un tren que nos iba a llevar a la victoria, descarriló hace cincuenta años. ¿Cómo traficar belleza en un mundo horrible? ¿Cómo resistir la crueldad cuando la crueldad nos araña el cuerpo en cada uno de los frentes de nuestras vidas?

Flannery O'Connor, además de gótica, era cristiana. Una cristiana con una relación difícil con su dios. Le pedía todos los días, de rodillas, en la iglesia, pero también desde su cuaderno de oraciones, escribir bien. Escribir por razones buenas. No para alimentar su ego, escribir para ser buena escritora, escribir bien para escribir bien. Le rogaba no ser susceptible a los halagos, soportar los rechazos, mantenerse firme en su idea de la literatura. Flannery era una cristiana que no creía en la bondad como condición, sino como trabajo, como esfuerzo, como acto continuo de voluntad.

Leerla es un placer ácido, complicado, más cerca del presente que de la esperanza.

«—No tienes que comportarte como si esto fuera el fin del mundo, porque no lo es —prosiguió Julian—. De ahora en adelante tendrás que vivir en un mundo nuevo y enfrentarte por primera vez a algunas cosas», dice Flannery en su cuento Todo lo que asciende tiene que converger. A lo mejor esto sí es el fin del mundo, y tal vez sea más apocalíptico de lo que tengamos la capacidad de comprender. Pero eso no quita que tengamos que "vivir en un mundo nuevo" y enfrentarnos a algunas cosas por primera vez. Ser capaces de soportar la incertidumbre, no saber qué forma tiene el futuro, no seguir esperando sentados en la estación a que pase (¿que vuelva?) el tren que nos lleve a la victoria.

 

Con las piedras feas, comunes, cantos rodados sin gracia, habrá que construir la vida de todos los días. Una vida que fuerce la idea de futuro a moldear las acciones cotidianas. Tomar las manos amigas para hallar cierta paz, tomar las manos de los que no entendemos para habitar el conflicto, rechazar con furia los tortazos de los que quieren arrasar con las manos de todes. Y encontrar belleza. Producir belleza. Ayer una amiga me dijo: voy a ir a la marcha de los jubilados con un bombero loco lleno de lavandina para que los uniformes de la policía queden todos manchados de blanco. Hermosa creatividad de la resistencia. La belleza no puede faltar en este mundo hostil. Esa belleza que no queda en ninguna última estación, sino en el modo de apilar las piedras comunes y corrientes de los durmientes de la vía.