Exhaustos, después de haber viajado todo el día en tren atravesando medio país, los viajeros se alojan en un hotel de Tucumán. Tras la cena, preocupados por las noticias que llegan de Centroamérica, caen rendidos. A medianoche despiertan sobresaltados: un grillo trina al pie de la cama. El hombre se levanta y lo saca al corredor. El trino insiste, incisivo, monótono. Ella amaga a salir para acabar con la situación. Él le dice: “No te olvides que estos animalitos transmiten mensajes. Mañana sabremos a qué vino el grillo”. Al día siguiente, el 4 de julio de 1944, el hombre recibe un telegrama: “Partido de la Renovación Nacional postúlalo Presidente República. Rogámosle encarecidamente aceptar para bien de nuestra patria”.
La historia la cuenta Juan José Arévalo en La Argentina que yo viví (1927-1944) en la que despliega con amena minuciosidad la historia de su formación como filósofo de la Educación en La Plata y sus peripecias universitarias en Mendoza, Tucumán, San Luis y Buenos Aires. La pareja retornó a Guatemala y hacia fin de año Arévalo ganaba las elecciones por el 86 por ciento de los votos. Con su gobierno, secundado por el general Jacobo Arbenz, a quien entregaría el mando en 1951, daba inicio una revolución pacífica y democrática -acechada por más de veinte intentos de golpe de Estado- en la que la pequeña nación maya-quiché aherrojada por el imperialismo norteamericano, conducida por un intelectual forjado en los claustros platenses alcanzaba la plena soberanía nacional y el bienestar colectivo como nunca había conocido.
Nacido en un pueblo del interior en 1904, Arévalo se había formado como profesor en la capital y en 1927 obtuvo una beca para doctorarse en Argentina. Aquí contó con el respaldo de Máximo Soto Hall, notorio poeta guatemalteco que escribía en La Prensa, que, como él, militaba entre los seguidores de Jorge Ubico, del Partido Liberal, el futuro presidente que en breve derivaría hacia el fascismo y acabaría destituido por una pueblada que le abrirá a Arévalo, orlado por su solo prestigio intelectual, las puertas del poder.
Por intercesión de Alfredo Palacios pudo convalidar su título e inscribirse en la reciente carrera de Ciencias de la Educación en la capital bonaerense, donde entabló vínculos discipulares con figuras como Coriolano Alberini, el patriarca de la filosofía argentina que venía de doctorarse en Alemania, Alejandro Korn, “el Sócrates platense”, los historiadores Ricardo Levene y Rómulo Carbia, y los literatos Arturo Marasso, el mexicano Alfonso Reyes y el dominicano Pedro Henríquez Ureña.
Arévalo era un hombre alto y robusto, con quijada de boxeador y ojos claros, dotado de una poderosa inteligencia que desplegaba en sus prosas de estilo diáfano y su verba encandilada de orador nato. Galán impenitente, en sus memorias argentinas ejerce la observación aguda del mundo urbano, la vida en las pensiones, el descubrimiento del país que lo acogió y sus aventuras estudiantiles en la que mezcla conquistas amorosas e intelectuales. En Guatemala ya poseía cierto prestigio debido a su Método Nacional de Lectura que fue adoptado para todas las escuelas por indicación de Miguel Ángel Asturias, futuro Premio Nobel, y cuyos dividendos le ayudaban a sostener a su familia.
Cosmopolita, La Plata era un lugar de acogimiento de figuras notorias que llegaban de todo el mundo alentados por los aires de renovación que la Reforma Universitaria había propiciado. “Grito argentino y palabra de rebelión latinoamericana”, aquel derecho sagrado a la insurrección “es la contribución más gloriosa para la cultura en el mundo” -sostiene. “Y un hecho decisivo en mi vida”.
“La más nueva ciudad de América, que blasona de jerarquía intelectual, flamea entre sus lauros el no haber sido establecida para fines comerciales” -observa a su llegada. “Aquí hasta los obreros leen literatura”. Junto al pedagogo anarquista Julio Barcos –“orador tonante de elocuencia arrolladora”- fue el motor de la primera Convención del Magisterio Americano en la que se adoptó un programa acorde con los postulados de la Reforma Universitaria. Tras su discurso de clausura, con apenas 24 años ya era considerado una figura de proyección continental.
Generoso y agradecido, en su libro brinda un panorama del campo político e intelectual que nutrió su socialismo liberal y espiritualista, laico, pero de matriz católica y popular. Entre sus maestros, la figura excluyente será Alberini: “Espíritu crítico, poseedor de un lenguaje depurado hasta el preciosismo, sabía llevar como de la mano a los principiantes dentro de ese océano que es el pensamiento filosófico universal”. “Fue un deslumbramiento”. Neokantiano, ejercía la cátedra “en medio de un silencio religioso” desde donde “ganó la batalla contra los césares criollos del cientificismo”. Irónico, ágil, punzante, daba sus aportes críticos con fruición demoledora. “Con él aprendí de nuevo a valorar”.
Eugenio Pucciarelli, “afable, amigo de ampliar con ademanes sus palabras, talentoso y servicial”, lo secundaba; el panameño Vicente Quintero, un afrodescendiente que se doctoraría con Heidegger, como Luis Juan Guerrero -su primer discípulo argentino-, que profesaba en Estética, eran pares y maestros. Korn le indicó la vía de un socialismo espiritual, en tanto Soto Hall le infundirá el latinoamericanismo antiimperialista con su campaña a favor de Augusto Sandino. Rómulo Carbia, ungido de una pasión rigurosa por la verdad, le indicó un método de abordaje exhaustivo del documento histórico. El riojano Marasso -“un espíritu griego en un cerebro germano, optimista como un niño”- estaba en el pináculo del magisterio literario; “el mayor delito -decía- es la frase sin conceptos”. Levene lo introdujo en los fundamentos de la sociología; el sabio alemán Christofredo Jakob en la psicología experimental y su coterraneo Lehmann-Nitzsche en antropología, en tanto el filólogo italiano Juan Chiabra le enseñaba la glosa crítica de textos. Alfredo Calcagno y Juan Mantovani lo guiarán en la nueva Pedagogía. Hipólito Yrigoyen, “que adivinó los apetitos legítimos de la plebe y los sublimó hasta convertirlos en norma superior”, será una referencia recurrente en su ideario; aquella “democracia ejemplar en que las masas emergían del subsuelo cívico donde las tenían hundidas las oligarquías” lo colocaba ante la perspectiva esperanzada de un resurgimiento continental.
Entretanto, la situación de su país se agravaba. En cartas desesperadas, su madre le pintaba el panorama familiar y político ensombrecido. Él la confortaba escribiéndole frases involuntariamente proféticas, como “quiero la revolución que como un fuego purificador venga a sacudir al país dormido”; “una revolución doctrinaria que predica, convence, persuade apoyada en el mármol de la idea. No faltará oportunidad en que ceda mis energías íntimas en favor de la noble causa noble de transformar Guatemala”.
En el 30 vuelve, de vacaciones, al pago, donde experimenta las arbitrariedades del régimen de Ubico, recientemente asumido. Antes de partir asiste en La Plata al golpe de Estado contra Yrigoyen; no sin estupor comprueba la pasividad de no pocos de sus amigos. Comienza la Década Infame y en el mundo campean los autoritarismos. Su viaje no pasó desapercibido: una liga obrera se fundó con su nombre y él participó de la creación de la Facultad de Humanidades inspirada en el modelo argentino. No lo sabía, pero ya constituía una amenaza potencial para el régimen. La prensa elogiaba sus avances, y, sobre todo, millares de familias habían sorteado el analfabetismo con sus textos. “Vuelve pronto. Muchos te esperan con ansia: maestros y maestras tienen no sé qué esperanza en vos” -le escribe su padre. Poblaba, ya, el alma popular.
A su retorno, en medio de los retrocesos de la dictadura que había intervenido la Universidad, publica su tesis Pedagogía de la Personalidad, una puesta en valor de las nuevas corrientes alemanas que barrían con el positivismo dominante, y escribía su Viajar es vivir, publicado en el 33 y Geografía de Guatemala. Doctorado con un dictamen “Sobresaliente”, planeó el retorno. Pero, observa, “para el gobierno de Guatemala era un dolor de cabeza. ¿Dónde iban a meter un Doctorcito en Pedagogía?”. En el discurso de la colación de grados llamó a la Argentina a “dejar de mirar a Europa y que vuelva los ojos a Nuestra América”. Levene lo despidió augurándole, para su sorpresa, la Presidencia de Guatemala. Fue la apoteosis.
Ubico, ya orondo en su fascismo desatado basado en cárceles, tortura y fusilamientos, le propinó un cargo menor y absurdo: Inspector General de Escuelas -una humillación. Y le prohibió dar conferencias, mientras él aspiraba al magisterio en la cátedra, que le fue vedado. Acabó renunciando y volviéndose a la Argentina. Considerado un “vulgar pedantito” por el régimen, que lo acusaba de comunista, se iba orlado de un aura prestigiosa. “Gané, sin saberlo, ribetes de víctima” -escribió. Sin sospecharlo, Ubico lo empujaba a la celebridad. Ahora era un desterrado a la espera. “La Argentina que habla español y brega por la democracia era como la Guatemala que todos sonábamos”.
Sus estaciones profesionales abarcaron varias provincias, donde ejerció la cátedra y ocupó cargos en universidades que disputaban su saber. En su gobierno, del 45 al 51-motorizó la reforma agraria, enfrentando a las oligarquías cafetaleras y a la United Fruit, creó el Banco Central y el Instituto de Fomento a la producción, el Instituto de Seguridad Social integrado por trabajadores, patrones y Estado, construyó escuelas, rutas y hospitales, y sancionó el Código de Trabajo -derecho de huelga, 8 horas, paritarias. Su esposa argentina, Elisa Martínez, abocada a las infancias, estableció una red de guarderías y comedores populares. Tras el golpe contra Arbenz, Arévalo publicó libros de combate como La Fábula del Tiburón y las sardinas, obra fundamental del americanismo. Honesto, frugal, íntegro, al morir su único patrimonio era su biblioteca.