El ocho de diciembre de 2017, a los 88 años, murió Ernesto Camilli, un maestro inventor de un método de lectura renovador y al alcance de todos. Libros para la escuela primaria como El sol albañil y La casa del viento; de pedagogía, como Los nombres de las cosas y ensayos sobre la enseñanza de la redacción, formaron algo más que nuevas generaciones de alfabetos: lectores imaginativos y desobedientes.  

Pero Camilli fue algo más: un espíritu libertario que prefería para definirse la palabra “puto” a cualquier otra variable militante, un blasfemo lírico, autor de un libro que celebra el amor de hombre a hombre titulado Tachero de mi vida (aventuras sexuales por la ciudad) editado por Eloísa Cartonera y que contiene otros dos: Eccinoccio Homo y El carnaval del sida. 

Camilli era hermoso, seductor y deslenguado. Acopiador cultísimo de los tesoros de la lengua castellana, afirmaba que San Juan de la Cruz estaba “loca como una yegua”, que Santa Teresa estaba acabando siempre y era capaz de reemplazar en la “traducción” de un poema de Juana de Ibarbourou la palabra “falda” por la palabra “guasca”. ¿Qué hacer con un maestro que, lejos de transmitir las reglas, transmite la infracción, que en lugar de poner en la mano un libro de lectura para impedir la masturbación (modo Sarmiento), enseña a hacerse lo que él llama “paja” y al mismo tiempo todos los fastos del español?¡Seguir su ejemplo! 

Camilli se casó con Beatriz (Beba) Alba Pagani, otra pedagoga que adelantaba a su tiempo y  a quien llamaba “la única”, tuvo tres hijos (Guido, Fabio y Ariana) y tres nietos (Juan Ignacio, Mariano y Carolina).

El maestro verdadero es el que no cesa de aprender. Y a este buen mozo, a quien conocí en los años setenta a través de escritores como Norberto Soares y Jorge Cozachcow, embelesados por sus relatos de chongos y de libros, de la mano de una Beba de pollera plato y humor implacable (¿cómo podemos llegar a ser así de modernos?), lo volví a ver en un medio de una audiencia convocada por Eloísa Cartonera, explicando la diferencia entre significante y significado (modo Saussure), ¿tal vez no se le escapaba que el significante al ser la parte física, material o sensorial del signo era su parte sexy?.   

Poco antes de morir, desde su lecho del sanatorio Güemes, enseñó a sus enfermeras la estructura común entre cárceles, escuelas y hospitales (modo Foucault) persuadido de que la libertad comienza por reflexionar sobre el mismo escenario de opresión; y a una de origen boliviano la convenció de votar a Evo con razones irrefutables. Ideólogo, no sólo del placer sino del contra-dolor, ya hacia el final, pidió eutanasia, tal vez en su último voto por los derechos fuera de la ley. No se la concedieron pero él sabía muy bien que a menudo un deseo no necesita ser realizado sino escuchado. Dandy limitado en su dieta debido a su operación por un cáncer de vejiga, no dejó de paladear largos vasitos de granadina, esa bebida que, además, tiene un color festivo. En Facebook hay imágenes de su hijo Guido y su nieto Juan Ignacio en Central Park, boliches de tragos, salas de exposición de Nueva York: el duelo se vive estando juntos en lugares felices (modo Camilli). Muerto el Gran Abuelo, Juan Ignacio posteó: “Se nos fue el más grande de los Camilli. Ernesto Simón Camilli, el Tito. Contador de cuentos e historias, profesor de literatura. Quiso ponerme Marcio cuando nací porque decía que era nombre de escritor. El día que me echaron del AFSCA me llamó inmediatamente para decirme que me iba bancar porque no iba a dejar que ‘este gobierno de mierda’ dejara tirado a un nieto suyo. Compañerazo. Sin pelos en la lengua para hablar, desacató siempre estar muy en paz consigo mismo. Lo voy a extrañar mucho, muchísimo a mi abuelo pero con la seguridad que hablaré de él y sus historias hasta que a mí también me toque partir. Gracias por todo viejito. Nos volveremos a ver. El bululú”. (El bulubú era un personaje que encarnaba el actor José María Vilches en un unipersonal basado en grandes textos de la literatura española y que Camilli sabía casi de memoria).

El nieto había entendido muy bien la pedagogía neo religiosa del que acababa de morir: No hay Dios, ni los muertos viven sino mientras los nombremos y recordemos hasta nuestro propio final.  

Jorge Cozachcow dice que era el mayor pedagogo argentino del siglo veinte y por eso “Alguna callecita de Buenos Aires llena de árboles y flores tendría que llevar su nombre”. Y a mí se me ocurre que “Campichuelo” adonde vivió tantos años y porque sobran calles con nombres de olvidadas batallas.

“A este cuerpo ya lo gasté”, solía decir en sus días de hospital. Su hijo Guido me contó que, luego de su muerte, al revisar sus cosas, incluida una bolsita a la que llamaba “la financiera” donde guardaba la lista de deudas de ciertos amigos y/amantes del conurbano,  halló la cédula para la donación de órganos. Pero el Incucai le devolvió el cuerpo: ese maestro de la lengua castellana y de los placeres de todos los tiempos, no había dejado nada para que gozara otro. Aún faltaba una última lección: Ernesto Camilli, a quien no le quedaba ninguna virginidad por romper, denunciar, proscribir, murió el Día de la Inmaculada Concepción.