Una de los asombros de esta vida es que uno podría caminar de Tierra del Fuego al norte de California sin cambiar de idioma. Cambiará de moneda, le llenarán el pasaporte de sellos, se tendrá que acostumbrar a los picantes y ajustar el oído a los acentos, pero el idioma será el mismo. Hasta con tonada cordobesa.
Lo raro de todo esto, es que casi no fue así.
España "descubrió" estas Américas y se ocupó de colonizarlas, con todo lo que eso implica. Fue sangriento, fue injusto y egoísta, tuvo momentos de gloria y de bondad, y dejó un tendal que todavía estamos contando. Esa España se esparció por acá con una serie de instituciones políticas y administrativas idénticas para el norte y el sur, y se emperró en convertir a todo el que se le cruzara a una sola fe. Pero lo que no hicieron fue obligar a todo el mundo a hablar castellano. Ni ahí.
Cuando Cristóbal Colón llegó al Caribe, creyó que todos en todas las islas hablaban el mismo idioma impenetrable. Sólo en la segunda expedición alguien lo corrigió, seguro alguien que habría aprendido un poco de cómo hablaban en una isla y no entendía lo que le hablaban en otra. Lo que el genovés no sabía -nadie lo sabía, por caso- es que en el continente había casi 1500 idiomas y dialectos, organizados en 170 grupos lingüísticos. Es notable: ni Africa, el continente más diverso de hoy en día, llega remotamente a ese número.
A medida que se desparramaban los españoles por estas tierras, aumentaba su confusión, ya que en cada valle se hablaba un idioma diferente, y de la base del cerro a la cumbre también cambiaba. Les tomó tiempo descubrir las "lenguas generales", como el nahuátl, el quechua o el guaraní, que se superponen como segundo idioma en regiones más grandes. Los reportes eran abrumadores porque los mandaban adelantados abrumados por la confusión general. Claro que iban improvisando, como en el caso de la célebre Malinche, amante y traductora de Hernán Cortés. Malinche era maya y de alta casta, pero su familia había perdido todo y su madre viuda se la vendió a un guerrero azteca. Malinche termina trabajando en tandem con un fraile español que sobrevivió las cortesías de una tribu maya -lo torturaron y no se quebró, con lo que lo adoptaron- y aprendió su lengua. Cortés hablaba en castellano, el fraile traducía al maya, Malinche al azteca, un bodrio. Tomó meses que ella aprendiera la lengua de él y le dieran al fraile una merecida jubilación.
Los reyes católicos no hicieron mucho al respecto, que tenían tanto de qué ocuparse, pero Carlos V la tenía clara. Siendo un Habsburgo, estaba acostumbrado a que cada región de sus dominios fuera autónoma mientras respetara sus leyes y, sobre todo, pagara sus impuestos. Respecto al idioma, le hizo caso a los misioneros, que le dijeron que era mejor que ellos aprendieran las lenguas nativas para cristianizar, y no al revés. Las imprentas de España, y luego las americanas, escupían gramáticas indígenas y manuales básicos tipo "olmeca para tontos", además de rezos transliterados fonéticamente para poder oficiar en lengua local.
Esto era en parte porque la España de esa época seguía el modelo romano de colonización. Pacificada la región, el único deber absoluto era pagar los impuestos y mantener la pax romana; las costumbres locales, comidas y creencias eran indiferentes a Roma, mientras no implicaran sacrificios humanos. Los españoles hicieron algo así, menos con lo de la religión, y dejaron abierta la misma puerta que los Césares: si querés seguir haciendo tu vida, hablando tu idioma, adelante, pero si querés progresar, aprendé la del Imperio.
Con lo que los siglos 16 y 17 muestran una identidad continental en materia lingüística. En las ciudades, todo el mundo hablaba bien, mal o más menos el castellano, indispensable para ser constructor, tener un puesto en el mercado o conseguir conchabo por encima de barrendero. El indígena o mestizo que realmente lo hablaba bien, sistemáticamente terminaba de capataz o encargado, porque era la "lengua" del patrón. En el campo dominaba el idioma nativo, con los españoles exhibiendo la secular pereza lingüística que todavía los caracteriza y hablando apenas palabras sueltas. Nuevamente, el nativo que hablara fluido el castellano se ganaba mejor la vida.
La excepción eran los curas, que tenían el deber explícito de aprender bien lo que hablara su grey. El problema era que había cualquier cantidad de conceptos intraducibles, por las inmensas diferencias culturales entre europeos y americanos. Por ejemplo, "espíritu santo", "trinidad", "redención", "bautismo" o "infierno" eran ideas alienígenas. En la búsqueda de equivalentes, más de un sotanudo se metió en problemas con sus superiores, a los que no siempre le gustaba tanta creatividad. Aquí hubo dos soluciones, la primer dejar en latín o en castellano esos y otros muchos conceptos para que los indígenas los repitieran aunque no los entendieran. Es lo que había ya pasado con la palabra "caballo" en nahuátl: como los locales nunca habían visto uno, los llamaban con el superlativo de la palabra "ciervo", algo así como "ciervote". Con el tiempo, simplemente copiaron el castellano y la palabra, que todavía sigue ahí, es "cahuallo", con una hache bien suave. Por nuestro sur pasó lo mismo, con "kawelo" como nombre del mismo animal en mapuzungún. Así surgieron palabras como Diosé, Cristianoyotl, Sanctomé, apostolome y evangelistame. En México, el bautismo pasó a llamarse moquaatequia, nombre de una ceremonia pagana en la que el niño era lavado antes de darle un nombre. Por allá también se prohibió la palabra "Papa", que casualmente refería a un demonio o semidiós azteca: había que mencionar siempre al Sumo Pontífice.
La otra solución, muy aplicada, fue simplemente que los nativos memorizaran declaraciones enteras en latín, como el Credo, y fueran bautizados y listo. En los Archivos de Indias yacen cientos de denuncias de esta práctica, y decenas de órdenes prohibiendo bautizar "a quien no entienda lo que está haciendo". Ni bola les dieron, que había que cumplir con jefes más cercanos y peligrosos, que exigían cuotas de conversiones. Y tampoco faltaban antecedentes en eso de memorizar, como el del dominico Domingo de la Asunción, que se hacía traducir el sermón en la lengua local -era viajero, el hombre- y la recitaba fonéticamente de memoria, sin conocer el idioma. De la Asunción había empezado predicando por señas, apuntando al cielo para indicar el Paraíso y la tierra para el infierno, ante el asombro entretenido de sus audiencias, que no entendían ni jota.
Pese a tantas frustraciones, estos curas viajeros, en general hermanos de órdenes, terminaron respetando a los indios en un aspecto que el clero general, el de pueblos y ciudades, no entendía. Los adelantados y este tipo de clero sostenían la conveniente idea de que los americanos nativos eran "negados" y no tenían la capacidad intelectual de aprender cosa alguna, mucho menos los evangelios. Los misioneros debatían que no, que entendían y cómo, y que no había que confundir la indiferencia y el silencio de un conquistado con la falta de luces. Estos curas sabían que la primera idea llevaba directo a la todavía más conveniente doctrina del "esclavo natural", tan griega y lucrativa.
Todo cambió en el siglo 18, con una nueva dinastía. Los Borbones no eran en absoluto complacientes con las autonomías, y se habían tomado el largo trabajo de unificar Francia a sangre y fuego. De paso, liquidaron las otras lenguas del país e impusieron el monopolio de lo que ellos hablaban, el francés. La gran reforma del Imperio era para modernizarlo, claro, pero también para centralizarlo, que cada región tenía demasiado poder. La América española tenía fuertes oligarquías criollas y mestizas gobernadas por un puñadito de españoles europeos muy dispuestos a dejarse comprar. Como hasta la oficina de Virrey se podía comprar, estaba muy difundido el "obedezco pero no cumplo", tan Fuenteovejuna, que te salvaba de parecer un traidor y le daba tiempo a los abogados de trabar todo lo que afectara la billetera.
Los Borbones le cayeron de palo a esto, enviando virreyes y oidores con mandato de comisarios políticos, a pelearle el mando a los locales y también a los curas. Es que con esto de que nadie más podía hablar con los locales y eso de las reducciones, habían ganado poder autónomo y no estaban más bajo control central. Los jesuitas fueron los primeros en recibir los palos borbónicos.
En 1770 llegó la orden de hablar castellano, en todas partes y en toda circunstancia. Ahí arrancó el combate a las lenguas indígenas que sigue en tantos rincones americanos, y costumbres como cobrarte el traductor en un juicio, que antes era gratis. Las estafas que se cometieron a gentes buenas y de buena razón con esto de leerles declaraciones en un idioma que no entendían pero era el oficial, son de imaginar.
Los Borbones no sabían que no les iba a alcanzar el tiempo, que les quedaban apenas cuarenta años, dos generaciones, en el poder. Para 1810, entre los quince a veinte millones de habitantes del Imperio en las Américas, apenas tres millones hablaban castellano. La tarea de unificación de la lengua les quedó a sus sucesores, nuestras repúblicas fundadas por gente muy variopinta pero con el idioma en común. Para sentir lo que sintieron los españoles hace cuatro o cinco siglos, hoy hay que irse a lugares remotos como Pisac u Ollantaytambo, donde el castellano es una lengua minoritaria, de segunda mano y hablada a desgano y con fastidio.
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