“Después, la literatura fue haciendo lo suyo”, desliza la escritora platense Paula Tomassoni mientras recuerda la noticia que le sirvió de disparador para “Indeleble”, su segunda novela, hoy reeditada por Corregidor. La nota contaba una tragedia: un hombre casado que, asediado por la crisis hipotecaria que atravesaba España y ante la posibilidad de perder la casa familiar, se suicidó. Días más tarde, debido a la enorme cantidad de personas en la misma situación, el gobierno decidió no ejecutar las deudas. “La noticia mostraba que se mató por nada”, cuenta Tomassoni. Pero a la escritora hubo un detalle que no se le escapó: ¿qué pasó con la mujer con la que este hombre estaba casado? “La deja sin casa, evidentemente sin dinero, en un país en crisis en el que iba a ser difícil conseguir oportunidades para salir adelante, y sola, arrastrando, además, la culpa del suicidio de su marido. Me pareció que ahí había una historia”, explica la autora. Ambientada en Buenos Aires durante la crisis del 2001, “Indeleble” sigue a Maine, una ama de casa cuyo marido, Ricardo, se ahorca ante la imposibilidad de pagar la hipoteca del departamento en el que viven. Con un humor tan crudo como honesto, la historia se construye en el ir y venir de dos tiempos. Si, como decía Italo Calvino, “la novela es un caballo, un medio de transporte con su propio paso”, la de Tomassoni galopa y conduce a su lector al punto en donde ambos tiempos confluyen y el corazón se desboca. En diálogo con Buenos Aires/12, la escritora y docente reflexiona sobre su forma de trabajar y pensar el humor y el duelo en la literatura.
—Al leer la novela me llamó la atención el ritmo, la estructura y estos dos tiempos que se cruzan. Me preguntaba cómo, una vez que decidiste contar la historia de esta mujer, encontraste la forma.
—La encontré primero desde el sentido. Una de las cosas que me pasó al escribir fue que quería que quedara claro que, por más que Ricardo se hubiera suicidado, no había una percepción previa de malestar. Para Maine, su matrimonio no era malo; no era una mujer maltratada. Ella se sentía una mujer muy feliz. Entonces me interesaba mostrar que, de algún modo, era un matrimonio feliz. Para mostrar esa felicidad construida necesitaba verlos a los dos. Y para eso el tiempo presente me resultó amable: necesitaba verlos en cosas cotidianas, lentamente. A mí me gusta mucho lo que las cosas cotidianas dicen de las personas. Me acuerdo, por ejemplo, de una ronda de chismes donde alguien dijo sobre otro: ‘sí, sí, mucha plata, pero hace tres tazas de té con el mismo saquito’. Ese gesto cotidiano define a una persona. Entonces pensé: yo tengo que contar cómo vivían ellos juntos, y eso lo tengo que contar en presente, porque es el tiempo que me permite la demora. Es un letargo que no retrasa el ritmo, porque las acciones son pequeñas, pero siguen avanzando. En cambio, los hechos posteriores al suicidio —que es lo primero que sucede— están contados en pretérito, con la cadencia más habitual de la narración.
El ritmo lo trabajé muchísimo. Leo en voz alta, por eso me gusta tanto el relato despojado, de oraciones cortas. Me gusta ir jugando: una oración mínima, otra más larga, y después leer en voz alta para ver cómo suenan, párrafo por párrafo, viendo que la sintaxis no sea siempre igual. A veces le pido a alguien que me lea, para escuchar cómo suena. Y, a riesgo de ser el hazmerreír de los lectores, confieso que mi modelo de ritmo son los primeros párrafos de “Operación masacre”. Walsh tiene un estilo en la respiración de los textos que me fascina desde que lo leí por primera vez. Siempre vuelvo a eso. En los cuentos, el ritmo me parece más espiralado, como que te va envolviendo; pero en las novelas, o en la Carta abierta, el ritmo está marcado, como si estuviera ahí, acentuando las sílabas. Eso me fascina. Es mi faro.
—Ese primer párrafo inaugural, en donde Maine lo primero que piensa cuando ve el cadáver de su marido es que no le combina la camisa con los tonos celestes de la cortina de fondo, me hizo reír y me impactó como comienzo. Es muy honesto. ¿Cómo pensás el humor en la literatura?
—El humor incomoda. Cuando contás algo trágico desde una mirada trágica, hay algo que se obtura. No estás aportando nada. En cambio, cuando aparece lo trágico con una mirada irónica o de humor, pasa otra cosa. Te preguntás: ‘¿de qué me estoy riendo?’. Esa incomodidad es lo más cerca que puedo estar de la idea de Roberto Arlt, cuando decía que la literatura tiene que ser como un cross a la mandíbula. “Indeleble” no tiene historias personales directas, pero sí indagaciones en cosas personales que me generan preguntas. Sobre todo una recuperación de escenas vinculadas a la muerte. Yo perdí a mi padre siendo muy chica, y eso me dejó un montón de preguntas que la literatura me permite ponerlas en circulación. Por ejemplo, no podía llorar. Yo había llorado todas las muertes de las novelas de Andrea del Boca, y de pronto no podía llorar esta. Pero después sí lloré. Sigo llorando, pero en ese momento la imposibilidad me dio mucha culpa. Entonces me interesaron dos cosas, primero ir forjando el personaje de Maine, una mujer muy sumisa, pero que cuando el agua le llega al cuello se “carajea” un poco, se vuelve antipática, que es mi parte favorita de ella: que no me cae del todo bien. Y por otro lado también me interesó trabajar sobre esta mirada de cómo debe ser el duelo y proponer otra cosa.
—¿Por qué no te cae bien Maine?
—Me parece muy obediente. En muchos sentidos responde a una mirada enmarcada socialmente de cómo se construye la felicidad, lo común, lo que “tiene que suceder”. Muchas mujeres han sido habladas por sus esposos, por sus maridos, y eso no molestaba. Ella sigue pensando qué decisión hubiera tomado Ricardo ante esta situación, como si él fuera una palabra autorizada para decidir por ella. Un poco por eso la idea de “Indeleble” como esa marca que perdura, esa marca patriarcal, la voz que enuncia la vida. Es como si hubiera un solo relato, y como si ese relato fuera el válido.
—Conversando en la FED con Socorro Venegas dijiste algo muy lindo sobre cómo escribir es cuidar la luz del fuego de un fosforito que, de a poco, va iluminando el camino a seguir. ¿Cómo cuidás ese fuego?
—La que dijo eso es la genia de Mariana Travacio. Ella siempre dice que escribe con la luz de un fósforo, en el sentido de que lo que sabe de la historia es apenas un poquito más de lo que tiene escrito. Por eso no me cae bien Maine: el personaje va haciendo cosas, aunque yo hubiera preferido que hiciera otras. Eso me parece un principio básico de la escritura, ser honesta con lo que va apareciendo. Los personajes van construyendo sus propios matices. Me gusta la idea de cuidar el fueguito, pero yo diría que es al revés: es el fueguito el que está cuidando que la historia suceda. Cuando estoy escribiendo una novela, mi mayor miedo es que la pasión se acabe, que la historia me deje de interesar y no la termine nunca. Eso de saber tan poquito de la historia hacia adelante, apenas un paso más de lo que ya tenés escrito, es el motor que te lleva a seguir escribiendo, porque la verdad es que yo soy la primera que quiere saber cómo avanza todo. Pero también es una zozobra: ‘¿y si no se me ocurre más nada?. Cosa que, en realidad, nunca pasó. Siempre supe cómo seguir. Y cuando la novela termina, el final aparece y vos decís: ‘Ah, así terminaba’. Es la luz la que cuida el relato, y no yo la que cuida la luz.
—Le estabas contando esto a Socorro y ella hizo el gesto de subir el fósforo (y por ende la luz) y apareció la idea de las sombras que esa luz proyecta. Vos, entre risas, le dijiste que no te animabas a subir el fósforo.
—¡Sí! Fue un momento muy interesante, y también le dije: “eso es muy mexicano”. Justo veníamos hablando de estas cuestiones que tienen que ver con el duelo, y de cómo en México el vínculo con la muerte se construye de una manera totalmente distinta. Acá, en el sur, hay algo más oculto. La muerte tiene una cuota de tabú. No terminamos de entender cómo hablar de ella. En México se habla de la muerte todo el tiempo y de una manera muy cotidiana. Por eso le dije: ‘No, no subo ni loca ese fosforito, no quiero ver qué hay más allá. A mí dejame acá, pisando tierra firme’. Hay algo cultural muy fuerte, de identidad, que apareció en ese gestito de subir o bajar el fosforito. En el sur, todo lo que tiene que ver con la muerte está representado por colores oscuros, por el silencio. Hay algo muy solemne que se construye en torno también a los ritos de la muerte. Nosotros no cantamos, no tenemos himnos, no hablamos fuerte.
—¿Qué construcción de lo fúnebre se configura en la novela?
—En la novela hay un choque entre esto que yo percibo sobre lo fúnebre y, por otro lado, una suerte de puesta en ridículo de eso, porque toda esta construcción de lo fúnebre se ve atravesado por la materialidad de lo cotidiano. Todo el negocio en torno de estas construcciones sobre la muerte me da muchísima curiosidad. ¿Por qué necesito pagar una fortuna para que el lugar donde está enterrada una persona que quiero, que está muerta, sea un lugar bonito? ¿Qué cosas se configuran ahí, en mi relación como ser humano con la muerte? Todo eso a mí me interesa muchísimo, y en “Indeleble” aparece un poco el ridículo de la materialidad. Tenés una mujer a la que se le acaba de colgar el marido del techo, y la tenés que llevar a elegir el ataúd en el que lo va a enterrar, o preguntarle qué ropa ponerle… La muerte también es esto: tener que cumplir con cosas igual de mundanas a otras.
—La novela, que transcurre durante la crisis del 2001, originalmente salió publicada por EME en 2018, otro momento de crisis social y económica. Ahora es reeditada por Corregidor, en un presente que no precisa demasiadas introducciones. ¿Cómo creés que la historia de Maine dialoga con la actualidad?
—Cuando empiezo a escribir la novela, en 2013 o 2014, el hecho de que sucediera en una crisis fue porque necesitaba una. Necesitaba esa idea de la ejecución de la hipoteca, y no iba a escribir sobre una crisis española teniendo nosotros un abanico de crisis tan rico para ofrecer. Me pareció una buena oportunidad para hablar de la crisis del 2001, pero cuando la escribí yo sentía que estaba contando una historia en pasado, que todo lo que nos había llevado al 2001 era claramente una historia cerrada, y que no teníamos por qué volver a atravesar algo así. Me hubiera parecido inverosímil pensar que íbamos a vivir situaciones similares. Y bueno, el proceso de edición de la novela llegó a fines del 2016, principios del 2017, y muchas de las situaciones de la crisis del gobierno neoliberal de Mauricio Macri se articularon perfectamente. Y ahora vuelve a pasar lo mismo. Hace poco, el día de la presentación, dije: “Prometo no volver a publicar ‘Indeleble’, porque es como que viene con crisis”.
—¿Por qué elegiste como epígrafe una cita de Silvina Ocampo, (“No quiero más fotografías de esa cara/ que no es la misma cara que estaba adentro de una cuchara/ ni en el vidrio, ni en el cuchillo, ni en el aljibe,/ ni siquiera en el espejo”?
La pregunta de Maine es que todas las mujeres nos hicimos alguna vez: quién sos por encima de los roles que te tocan. Para el personaje, la muerte de Ricardo fue, entre otras cosas, una oportunidad para preguntarse quién era. Ella, obligatoriamente, necesita preguntarse quién es, quién quiere ser, cuáles son sus deseos, sus prioridades. Podría habérselo preguntado antes, pero eligió la comodidad de no hacerlo. Ahora no tiene chance. Me parecía que ese epígrafe de Ocampo hablaba un poco de eso, de decir “¿quién es esa mujer a la que estoy mirando?, ¿cuántos reflejos de mi cara encuentro?, ¿cuánto hay de mí en cada uno de esos reflejos?, ¿cuánto decido yo que haya?”. Esta idea de hablar en lugar de ser hablada. Y también de entender que una no es de una sola manera, que una persona es muchas cosas. Me imaginaba a Maine conociéndose en su propia diversidad, en su íntima diversidad.


