“Es una demencia este calor, salado…”, dice Ana Prada desde el campo, donde vive en una chacra en Estación Pedrera, a una hora de Montevideo, “hacia el lado de Atlántida, como quien va para el este por la costa y luego 15 kilómetros hacia adentro”, detalla. La sensación térmica supera los 37 grados y por suerte la conexión a internet deja que la conversación se produzca vía Skype un sábado a la tarde. El verde de los tilos quiere refrescar la escena mientras el gallo y la gallina deambulan por la chacra. También aparece Érica, la gata negra y mimosa que salta a la mesa de afuera pero Haroldo, más arisco, no se deja ver. Las burras (Marosa, Vilariño y Teodora) están a la sombra, en el montecito de eucaliptos. Y los caballos, Arturo, El Diablo, Merlín e Inesita, más las casi setenta ovejas pastan a lo lejos. “Sacamos la cuenta y somos noventa seres vivos en la casa”, cuenta Ana y se ríe. Y agrega: “Este es un proyecto de pareja, porque no sé si sola hubiera venido a vivir acá. Son diez hectáreas y pico, y tenemos huerta, caballos, ovejas, burras, patos y gallinas. Fue una opción que se fue dando y estoy feliz de vivir lejos de la ciudad”. Ana tiene un aura de tranquilidad y de paz bajo la glicina y con los castaños de fondo, pero a la vez señala que la naturaleza no es pacífica. “La naturaleza es tremenda, los animales se mueren, se comen entre ellos, el perro se come a la gallina, la oveja se abicha y se llena de gusanos. Hay una parte muy intensa que puede ser muy cruel. También entendés mucho de la naturaleza humana observando el reino animal. Es la supervivencia continua”. Le encanta ese equilibro que define como delicado y “esa lucha constante de la naturaleza por controlar el caos y lograr una homeostasis entre insectos, yuyos y animales mamíferos, herbívoros y depredadores. De esa fuerza se aprende mucho”, subraya. Ese contexto animalesco es bastante nuevo, por eso recuerda que cuando vivía en Buenos Aires jamás estaba atenta al clima. “Nosotras acá criamos ovejas y esas ovejas dependen de unas pasturas y esas pasturas dependen de la lluvia. Hay que hacer un cierto manejo de las cosas y por eso estamos pendientes de si llueve o no llueve, de si hay sequía o llueve demasiado. Vemos qué insectos prosperan en uno u otro clima, la cuestión sanitaria de los animales, o los vientos, que a veces son muy fuertes”. Un loop de amaneceres, atardeceres, cielos estrellados o encapotados que observan todas las noches y que funciona como en un carrusel cotidiano que a Ana parece hacerle muy bien.

¿Cómo influye todo este ecosistema en tu música? 

–Influye muchísimo porque el cerebro se va estructurando de una manera diferente. Es tanto el estímulo que me rodea que creo me va a llevar un tiempo procesarlo y poder volcarlo a las canciones. A mí me gusta componer y usar dichos camperos o situaciones de la naturaleza como ejemplo de conductas humanas. Como hace el tero ‘que el nido sabe cuidar: poner el huevo en un lado y en otro irse a cantar’. Hay muchas metáforas que tienen que ver con el comportamiento animal que me gusta utilizarlas en las canciones. Me encantan esas canciones folklóricas que toman imágenes, como esa que dice “yegua desbocada no vio la cimbra cerrada”, esa sensación de cuando estás enamorada y te llevás el mundo por delante. Me gusta y me gustaría hacerlo mejor y más. Tomar cosas que veo y que después en la canción cobran un sentido poético. También los paisajes de la infancia, el río, la emoción que genera todo eso. Hurgar desde ahí me ha ayudado mucho a hacer canciones.

Ana trabajó siempre con la música. Ya desde sus años como estudiante de Psicología cantaba con Pata Kramer en “bolichitos de Ciudad Vieja”. Cantó también con Daniel Drexler, con Rubén Rada, con el grupo “La otra” pero nunca se había permitido componer. “Cuando me salieron algunas canciones y me animé a mostrarlas se generó un desafío y fue una búsqueda conmigo misma”.  Soy sola, Soy pecadora y Soy otra es la trilogía discográfica de Ana Prada, que recorre su crecimiento personal y profesional. “Son discos que quiero mucho, distintos en su concepción y en su creación.” Soy sola, editado en 2006, fue su primer trabajo solista con aires de campo aprovechando también ese dicho campero. “Fue un disco que lo trabajé intensamente con la gente que me rodeaba en ese momento: Elvira Rovira, coautora de algunos temas y Carlos Casacuberta, un tipo y un músico brillante, que me apuraba a que cada viernes llegara a su casa con una canción nueva. Me tiraba de la piolita para provocarme a la composición. Se ve que funcionó bien porque era llevarle a Carlos las canciones. No eran para mí, eran para él. Fueron meses muy importantes no sólo para la creación sino para mi autoestima y para un montón de cosas que fui descubriendo de mí misma”.

Después de ese disco Ana se fue a Madrid. Cruzó el océano por primera vez en 2007 y conoció a Queyi, cantante española con quien empezó a trabajar y donde se abrió otro universo creativo, “bien distinto del primero”, señala. Soy pecadora marcó otro periodo de la vida de Ana en el cual ya había asumido que iba a dedicarse a la música. Había terminado la facultad pero nunca trabajó como psicóloga y también había dejado de lado la docencia. Podía vivir de su música (“o sobrevivir”, se ríe). “Con Soy pecadora fue otra etapa que tuvo una búsqueda más consciente de lo que quería decir enfocada a las temáticas de género. Y siempre muy bien rodeada y con mucha libertad a la hora de crear”. Esa etapa fue intensa, recuerda Ana. “Todo el ciclo Soy pecadora me afianzó en este oficio, en este camino de andar haciendo música”. En 2010, formó en Buenos Aires un grupo con el cual tres años después grabó Soy otra, que define como un disco más de banda. También en 2013, compuso y grabó junto a Teresa Parodi Y qué más, “algo muy lúdico para ambas pero de mucho trabajo. Soy una persona que necesita trabajar con otros. Trabajar para mí misma me cuesta mucho, prefiero armar cuadros y que lo hagamos entre varios”.

En esta historia de hacer sus propias canciones, Ana cuenta que todo tiene que ver con el amor. “A veces es más fácil hablar desde el despecho, la ironía, el desamor o la angustia como una forma de catarsis”, dice. “Y decirle a aquel o a aquella que te hizo daño ‘mira todo lo que tengo para decirte’”. Primero hay que encontrar esa sensación y saber hacia dónde vas, qué es lo que querés decir, que puede ser más consciente o menos consciente. Hay veces que me salen cosas y me pregunto: ‘¿Pero yo en el fondo de qué estoy queriendo hablar?’ Y me doy cuenta después lo que quiero decir. Y otras quiero contar algo que me mueve y busco la vuelta para decirlo de una manera que se haga canción”. Fotos internas, paisajes, intuiciones, impulsos, melodías que llevan a un tema, así Ana anda y desanda sus emociones para hacerlas canción. “Pasa de todo, pero desde la rabia me ha sido más fácil porque cuando una está equilibrada y viviendo feliz, a veces, cuesta más porque estás más ocupada en vivir que en sentarte a escribir. Y escarbar en la tristeza me da más pereza”.

Ana vuelve a Teresa Parodi y cuenta cómo ella toma situaciones de otras personas y narra esos universos. “Teresa se mete en la piel de otros, en lo que piensa esa persona y le da voz. Es una magia y un arte que a mí me gustaría mucho poder aprender. Salirse de la autorreferencia y poder ser otra persona. Como cuando Oliverio Girondo habla de ‘la transmigración’: poder ser lo otro, un árbol, una piedra, un caballo y poder hacer canciones desde esos ojos. Tener esa capacidad sería algo maravilloso, me encantaría poder hurgar desde ahí. Y eso a Teresa le sale naturalmente. Te agarra una guitarra y te habla de una situación de otra persona, que siempre es de unx porque es lo que unx cree”.  Esa es la búsqueda de Ana hoy. Poder hablar de lejos y de otras cosas. En estos tiempos está componiendo con la uruguaya Pata Kramer, con quien la une un amor muy grande. “Pata tiene una forma de componer bien distinta, muy poética, muy profunda, bien cuidada. Es más meticulosa que yo. Se las recomiendo. Tiene una forma de decir muy interesante. Componer es una cuestión infinita”.

¿Qué otras mujeres son faro?

–Al principio de todo, mis discos eran los de María Elena Walsh. Violeta Parra sonaba todo el tiempo en mi casa, Amparo Ochoa, Chabuca Granda, y después, más de grande Cecilia Todd. Tantas mujeres latinoamericanas. La Negra. Me acuerdo cuando salió su disco Mercedes Sosa en Argentina. Finalizaba la dictadura y yo era adolescente. Ese disco es un mojón de la música latinoamericana por el ramillete de canciones que ella elige. La Negra fue una condensadora del sentir y de la lucha. Liliana Herrero también, Liliana Felipe y la Jesusa. No puedo creer cómo dicen, con tal desparpajo y tanta claridad en sus canciones. La Felipe es una bestia componiendo, mueve los cimientos, va al hueso. Y en Brasil, la voz de María Betania, claro. Escuchar un disco entero de Violeta Parra me motiva y me da unas ganas bárbaras de componer. Tan profunda y tan bella, tan sencilla. Todas ellas han sido inspiradoras. Venimos a tratar de tomar la posta, o alguna posta. Las luchas eran otras o seguirán siendo las mismas. Las luchas de género, la igualdad, la inclusión de la diversidad, además de las otras que nunca se abandonan porque el mundo sigue siendo muy injusto. Eso me da fuerza para seguir componiendo.

“Ana Prada va de ronda”, con Ariel Polenta al piano.
Jueves 18, viernes 19, sábado 20 y domingo 21 de enero a las 21.
Café Vinilo, Gorriti 3780, CABA.