La noche de las elecciones, después de comprobar una vez más la inclinación del país a la derecha, miré la biblioteca del Náutico. Me demoré en los estantes y la diversidad en filosofía. Siglos de pensamiento. Y me pregunté acerca del sentido de escribir. Y, valga la redundancia, me lo pregunté sentido. Nunca pensé que la literatura pueda cambiar el mundo pero, al menos, está la posibilidad de transformar módicamente un punto de vista. Pessoa sostiene en el Libro del desasosiego que la realidad es una ilusión. Pues bien, se trataría entonces de poner en tela de juicio la ilusión. Pero antes, me digo, se impone dudar de la propia. Estaba en estas cavilaciones cuando el día siguiente encontré La escritura del desastre de Maurice Blanchot en la biblioteca del Náutico. El desastre lo arruina todo, escribe Blanchot. Pensar el desastre, suponiendo que sea posible, dice, y no lo es en la medida en que presentimos que el desastre es el pensamiento es ya tener más porvenir para pensarlo.
Las preocupaciones obsesivas de Blanchot residen en el lenguaje, sus posibilidades de expresión y sus límites. La palabra como valor sagrado y el silencio como habla son los ejes sobre los cuales centra sus obsesiones. Un ejemplo de sus obsesiones se encuentra en su apreciación de René Char, comparable con Heráclito en la medida que su escritura también está construida por “el lenguaje riguroso y cerrado del aforismo: destellos de poema donde el poema parece reducido al filo del puro estallido, al corte de una decisión”. Blanchot cita a Char: “El poema es el amor realizado que permanece deseo”. Otro poeta que lo atrae es Paul Celan con su escritura centrada en “la brevedad explosiva del instante”. En el ensayo El último en hablar, Blanchot comenta que, a lo que Platón sostenía, “de la muerte nadie tiene saber”, Celan agrega: “Nadie rinde testimonio por el testigo”. Por este motivo Celan propone: “Habla tú, así seas el último en hablar”. Hablar, siguiendo la idea de Celan, es hacer hablar hasta el blanco de la página, ese desierto. Hablar en el desierto, de acuerdo. Ese blanco es un blanco distinto del horror vacui. Se trata de otra clase de blanco en el siglo donde los totalitarismos volvieron tan utilitaria como traicionera la palabra, no por haberla censurado sino por haberla impuesto, donde el blanco puede ser la nada. Si un poeta puso en tela de juicio la pregunta censora de Adorno sobre cómo escribir después de Auschwitz, ese fue Celan, que redujo a cenizas el alemán, su lengua de adopción, pero también la de sus verdugos. “El yo no está solo”, escribe Blanchot.
Se ha dicho que Blanchot escribe intrincado, que es un poseído retorciendo un texto para encontrarle un sentido más allá del que le pensó el autor. Alguien dijo era un tipo, más que reservado e introvertido, ausente. Sin embargo, nada hay menos ausente que su marca de lector en el siglo pasado, marca que llega hasta la actualidad interpelando las relaciones conflictivas entre escritura y lenguaje y la necesidad de dicho cuestionamiento. Escribir es la violencia más grande porque transgrede la ley, toda ley, y su propia ley”, anotó.
“No tengo sentimientos más que para algunos, piedad para nadie, raramente tengo ganas de agradar, raramente ganas de que se me agrade y yo, para mí que poco menos que insensible, sólo sufro por ellos, de tal manera que su menor aprieto me provoca un mal infinito aunque, no obstante, si es necesario, los sacrifico deliberadamente, les suprimo todo sentimiento dichoso (llego a matarlos)”, se autorretrató con frialdad en La locura de la luz.
Todos sus artículos publicados los compiló en ensayos polémicos y agudos, que son a la vez filosofía y crítica literaria: “Escribir es la desesperación misma”, pensaba. Un catálogo de todos sus intereses significaría armar una biblioteca centrada en la discusión de las nociones de la cultura del libro, del libro ya escrito y “el libro que vendrá”. La actitud blanchotiana al entrar en una megalibrería de shopping podría ser la parálisis, el silencio. De qué hablan todas esas mesas cargadas de pockets de tapas brillantes, esa industria inabarcable e incesante de la reproducción. Hablan, se respondería Blanchot, de un silencio, el silencio del desierto. No hay tiempo, pareciera, para preguntarse estas cuestiones: qué es leer, qué es escribir. Y estas preguntas van en una dirección: el libro en relación consigo mismo sin pretensiones de ganarse un lugar en la eternidad, sino más bien buscando preguntarse el sentido de la escritura, el lenguaje como materia, la expresión como identidad, el ser,
No es una pose la suya: es una convicción. A fuerza de desesperación, es quizá uno de los primeros teóricos de la “forma breve”, que hoy parece tan moderna. Según Barthes en sus clases (La preparación de la novela, 1978-1980) lo de Blanchot (citando lo que Blanchot a su vez, ha escrito sobre Virginia Woolf) no se trata de otra cosa que de “pequeños milagros cotidianos” o, si se prefiere, “fósforos inopinadamente frotados en la oscuridad”. Para Barthes esto no se distancia demasiado del haikú y de una cita de John Cage: “He descubierto que quienes insisten poco tiempo en sus emociones saben mejor que los otros lo que es una emoción”. De todas las emociones, apunta Barthes con motivo de Cage y el zen es “la tranquilidad, la más importante”.
Barthes cita en otra de sus clases a Blanchot: “Hay un momento en la vida de un hombre – por consiguiente, de los hombres – donde todo ha culminado, los libros están escritos, el universo está silencioso, los seres están en calma”. No hay mucho más que escribir, reflexiona Barthes. Ni siquiera la necesidad de anotar eso. Algo tan simple como eso. Porque Blanchot mismo, un teórico de la decepción, de extenuación trágica de la literatura, da cuenta también que la obra no puede ser más que lo que tiene que decir de ella.
A través de una de las ventanas a la playa del parador, mientras anoto estas ideas, veo un perro cerca de la orilla, un perro que, neurótico, quiere morderse la cola. Y me pregunto si esta imagen no tendrá que ver con Blanchot y lo que estoy escribiendo. No obstante, admito que no podría hacer otra cosa que experimentar esta inquietud blanchotiana sobre el lenguaje y el oficio, inquietud por cuestionamiento y por gusto.
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