Cuando se trata de historizar los fundamentos del tratamiento de la locura en Occidente, la Revolución francesa de 1789 supone un hito ineludible. En ese corte sincrónico se produce una mutación discursiva cuyos alcances aún persisten. Desde entonces mucho se ha dicho sobre la alianza entre el discurso jurídico y el saber médico. Michel Foucault entendía que el saber sirve para normalizar prácticas, por excéntricas que sean. Si acaso un sujeto no trasgrede la ley de los hombres en sus actos, ¿cómo podría legitimarse la práctica del encierro manicomial sino a través de la invención de una clasificación psicopatológica?

Allí también se origina una equivalencia más forzada que forzosa. El truco consiste en pretender que las llamadas “enfermedades mentales” se comportan de la misma forma que las enfermedades orgánicas, tanto en su etiología como en su evolución. 

Sin embargo, unas y otras pertenecen a epistemologías muy diferentes, es decir, relaciones con el saber no homologables entre sí. Por ejemplo, es patente la relación entre los “trastornos mentales” (nosografía) y todo aquello que, por una u otra razón, una cultura rechaza y segrega.

En este contexto tiene sentido evocar las vicisitudes históricas de las neurosis histéricas. Desde siempre su modo de expresión del malestar subjetivo colisiona con el espíritu obsesivo del clínico, quien retrocede ofuscado cuando la enfermedad no sigue un patrón predecible en su sintomatología.

Gracias al neurólogo francés Jean-Martin Charcot (1825-1893) la histeria devino un objeto de estudio digno para la ciencia victoriana. No es poca cosa, desde las teorías hipocráticas en adelante, la histeria fue reducida a la simulación y escenificación teatral, desoyendo así esa dimensión del sufrimiento humano que la histeria supo introducir en el cuerpo en su diferencia con el organismo. No obstante, aún hoy persisten prejuicios, tal como se deduce del siguiente pasaje: “Me parece que todo el mundo está de acuerdo con que este caso hace pensar en la histeria. No basta con que una joven sea linda y mentirosa para que evoque de inmediato la histeria”.

A través de una minuciosa descripción del cuadro y las fases de las pequeñas y grandes crisis histéricas, Charcot buscó sistematizar todo aquello que se ofrecía a la mirada, encontrando su límite en la clasificación semiológica y la causalidad orgánica. En 1890 escribe: “La histeria posee sus propias leyes, exactamente del mismo modo que una afección nerviosa con lesión material. Su lesión anatómica aún escapa a nuestros medios de investigación, pero se manifiesta de modo innegable ante el observador atento”.

Más allá de la fe organicista de siempre, clasificar no es lo mismo que escuchar. Es allí donde puede medirse el gesto disruptivo de Sigmund Freud, especialmente en la invitación a tomar la palabra en la búsqueda de las causas del malestar. 

¿Acaso no es evidente que, incluso en la simulación y la mostración, se abre camino una forma de padecimiento que amerita un lugar donde desplegar la singularidad de su propio enigma?

* Psicoanalista, docente y escritor. www.ignacioneffen.com.ar