Una noche de carnaval, cuando Favio y Carola interpretaron sobre el escenario mistongo del club de mi barrio “Ding dong, ding dong estas cosas del amor” , nada sabía sobre la atracción de los opuestos. Lejos de los grises, todo era blanco o negro para mí. 

En aquél momento creía que todo era para siempre, mas la vida, la mejor maestra, me enseñó que todo cambia en este mundo, en consecuencia, voy modificando rumbos, abriendo caminos nuevos, para tal fin nunca aprovecho la ocasión como hace el camaleón, tampoco me seducen las conveniencias necias capaces de alterar el latido del corazón, único encargado de musicalizar las convicciones del encumbrado cerebro, los panqueques no se dan vuelta solos, los manipula la mano invisible del poder que sujeta el mango de la sartén, por el contrario, los duraznos únicamente precisan tiempo para poder madurar. 

De pibe, mi mayor deseo era cazar pajaritos. Atraparlos, encerrarlos, privatizar su canto, era mi verdad, cuidarlos, alimentarlos, protegerlos de gomeras asesinas con el fin de alargarles la vida, mi mentira. 

 De todas las visitas no guiadas, más bien forzadas, a casas de parientes los domingos por la tarde, sólo disfrutaba la estadía en la casa del tío Raúl, un hombre mayor que me permitía espiar su infancia desde una lucecita encendida a la vera de sus ojos marrones cada vez que me hablaba sobre su primera pasión. 

Todas las paredes de su patio estaban revestidas con jaulas pequeñas, habitadas por criaturas emplumadas de llamativos colores, cárceles individuales de aves de varias regiones, consulados de patrias boreales encargados de transportar al carcelero por distintos paisajes, montes, bosques y selvas con sólo cerrar los ojos. 

El ex integrante del coro de pájaros dirigido por la señorita Leticia en la recordada escuela Serena, imitador de diversos silbidos mucho tiempo antes de las conocidas grabaciones de los hermanos Cuestas, el solista que aún ofrecía su concierto de calandrias en celo a la hora del clericó en las fiestas de fin de año, era un autodidacta de la flora y fauna autóctona. 

Me confesó secretos de nidos y flores, se dedicó a transmitirme saberes que hoy no recuerdo, mas lo que nunca olvidé fueron las lecciones dictadas a base de silencios. El dueño de los alambres, sentado en su mecedora a la sombra del parral, me explicó sin hablar que no hacía falta trasladarse al mar, las sierras o las montañas para encontrar algo de paz, también se podía lograr la más profunda calma en el seno mismo de nuestras almas. 

Tal vez, todos estuvieron presos en aquella geografía, los seres alados en celdas tangibles, el soñador , detrás de invisibles barrotes de rutina, juicios y obligaciones, una sola diferencia dividía ambos pabellones, mí tío era el único consciente de su cautiverio.

Prefería hacer la tarea en la biblioteca de mi escuela para consultar tranquilo mi base de datos, los tomos Monitor del color y el peso de trece adoquines. 

La bibliotecaria, mujer pequeña envuelta en un guardapolvos blanco, con surcos de arrugas en manos y rostro, portadora de los mismos destellos infantiles en su clara mirada cada vez que hablaba sobre escritores, cuentos o novelas, al percatarse de mi interés por buscar fotos de aves exóticas en los diccionarios antes de devolverlos, me preguntó sobre mi relación con mi tema preferido. 

Quizás con el fin de impresionarla o para que supiera que estaba hablando con un experto, le conté detalladamente sobre mi capital personal, tramperas, llamadores, cuadrados, pegamentos, correderas. 

 Si la imaginación es la inteligencia del alma, aquella sabia mujer, en lugar de condenar mi crueldad manifiesta, supo pintar un arco iris en mi interior con pinceladas de ingenio. Aquella tarde me prestó un ejemplar de tapa amarilla para que me lo llevara a mi domicilio, me dijo que en realidad se trataba de un jaulón, que todas las palabras escritas en libros alguna vez habían volado libremente por el aire hasta ser atrapadas por redes invisibles de cazadores sensibles, encargados de encerrarlas en el papel en forma de historias, pensamientos, quimeras, utopías, a la espera de ser liberadas nuevamente por algún lector en otro lugar, en otro tiempo  

El cuervo Banjo, ejemplar de la colección Robin Hood, de la escritora Theodora Du Bois fue el primer libro que leí completo, abrí la puerta de aquella prisión y sus palabras anidaron en mi corazón, siempre lo llevo conmigo, nadie olvida a su primer amor. 

A medida que fui abriendo libros, fui cerrando cárceles. En la actualidad me paso las horas cazando palabras, en ocasiones las encierro en bandadas de sílabas negras sobre un fondo de nubes blancas con la ilusión de que sean liberadas por anónimos lectores a la distancia.

Un cuarto de siglo atrás me aparté del ruido ascendente de los ascensores, planté siete árboles en un terreno desmalezado de rencores, a fuerza de tiempo y agua se llenaron de pájaros que decidieron indultarme, a todos los siento míos con sólo escuchar sus trinos. 

Bajo la sombra de mis siete continentes, sin pasaporte ni frutos prohibidos, paso mis tardes mansas abriendo jaulones de papel, liberando poesía, levantando vuelo. 

Viajo sin equipaje cada vez que lo necesito, me retiro en mí mismo para recuperar el sosiego y poder enfrentar sin enojos las mismas cosas que obligaron mi repliego. 

A una vieja jaula restaurada, esquirla de mi antiguo arsenal, la colgué en la galería a modo de símbolo, contiene un libro en su interior, al que voy cambiando según mis sentires y pareceres. 

Actualmente tengo encerrada la Odisea, en otro momento de mi vida, posiblemente, hubiera elegido la Ilíada, es un ding dong de la misma campana, son las cosas de un amor que no cambia, que nunca muere, que siempre está, mi pasión por los pájaros y las palabras.

 

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