A esta hora, la costanera de Puerto Madryn es un desierto. Más tarde será una pasarela de gente que va y viene, ganándole espacio a la playa y al mar, pero ahora –lunes, 7:45 AM– es todo sol, olas suaves y mar claro. Este es el tempranero horario que coordinamos el día anterior con Mariana para zarpar de la costa hasta Punta Cuevas y ahí tirarnos al agua. 

Mariana es Mariana Carrieri, instructora, que me recibe apenas abre el local de Abramar Buceo en un parador de la playa. Mate en mano vamos a esperar al resto de los anotados para hoy, mientras  ella me pone en situación: lo que vamos a hacer en un rato se puede dividir en varios pasos, que en total tomarán unas tres horas. Primero pasaremos por la indumentaria, entre neoprenes, guantes, y botas. Después vendrá el viaje, unos cuantos minutos embarcados dentro del Golfo Nuevo. Y por último, lo que esperamos: nos vamos a tirar a las (frías) aguas del mar para sumergirnos junto a los lobos marinos que nadarán a nuestro alrededor entre los rayos del sol de la mañana. 

MAÑANITA DE SOL Es temprano, se dijo. Pero este horario es ideal. Aunque hay salidas a distintas horas, esta es una buena elección. Más aún porque este día acompaña y eso dará sus frutos a la hora de estar bajo el agua, al ver la forma en que los rayos se clavan oblicuos hasta varios metros de profundidad. Gastamos el tiempo de espera con Mariana –bióloga, con estudios en la UBA y con muchos años ya instalada en Madryn– firmando la planilla y recorriendo lo que se viene en la costa de Chubut para los que disfrutan de los deportes bajo el agua. “Dentro de poco vamos a tener dos nuevos hundimientos, y la verdad es que esta actividad con lobos nos posicionó como destino internacional. Estamos en la capital nacional del buceo”, dice. Los hundimientos de los que habla Mariana no son para preocuparse; se sumergen barcos para transformarlos en sitios únicos para las excursiones subacuáticas.

Una vez que llega el resto de los inscriptos, la fase uno se pone en marcha. En la parte trasera del parador entramos a un vestuario en que cuelgan los trajes de neoprene de diferentes talles. Mariana mira, calcula, ofrece. En general, acierta en el primer intento. Entrar en un traje de neoprene aun húmedo de las expediciones anteriores no es la tarea más simple en lo que va del día, pero se logra. Con la primera parte del traje ya puesto –un enterito pegadísimo al cuerpo– más que un buzo uno parece un bailarín, pero después viene la segunda capa, que se engancha entre las piernas y cubre el torso y los brazos. Este traje que nos separará del frío del agua se completa con botas, guantes y el gorro que solo deja libre la cara. 

Una vez lookeados, en una manada de personajes slim fit de color negro profundo -con las más variadas alturas y tallas- salimos caminando como pingüinos por la playa. Es momento del inicio de la etapa dos: caminar hacia el mar, entrar al agua y avanzar hasta que nos moje hasta la cintura y lleguemos a la lancha. Ahí nos esperan dos compañeros de Mariana, un capitán de la embarcación y un buzo que entrará al agua con nosotros. Fernando es el capitán, y encargado de la charla de la segunda fase, mientras nos entrega unos camperones grandes para paliar el frío del viento durante el viaje. Vamos a navegar unos 20 minutos, dice Fernando, hasta llegar al Área Natural Protegida Punta Loma, a unos 15 kilómetros. Desde la costa de Madryn se emprende el camino hacia la derecha, hasta pasar la punta. Hasta acá el viento estaba calmo –aunque con los vientos patagónicos eso es siempre bastante relativo– pero al girar tras la punta y quedar al descubierto, se siente mucho más. Y es acá donde llegamos. La lancha se detiene a unas decenas de metros de una costa que parece una postal abarrotada de fauna marina. Muchísimos lobos -machos, hembras, cachorros- toman sol sobre las rocas, entre gaviotas y cormoranes. Son muchos de verdad. La roca de color claro es una Brístol de lobos, aunque acá no hay playa ni arena. A pocos centímetros de donde reposan los animales, la piedra entra en picada en el mar.

UN MUNDO SUBMARINO Además del snorkeling, en la zona se despliegan otras opciones bajo el agua. La escuela de Mariana forma instructores de buceo con instancias y opciones como try scuba, scuba diver y open water diver, subiendo el nivel de dificultad y tiempo necesario. Y paralelamente, más allá de los cursos, la región tiene varios sitios donde sumergirse. 

Los naufragios son un imán, y los principales en la zona son los Kouturiaris y Jorge Antonio, que normalmente se visitan en una misma salida de buceo. El pesquero Jorge Antonio se fue a pique  durante una fuerte tormenta en diciembre del año 1991. El buque Kouturiaris –de sesenta metros de eslora- se hundió mucho antes, en los ’70, después de un incendio. Los más antiguos son el Río de Oro, una goleta de madera de 25 metros, que duerme en el fondo del mar desde 60 años atrás a una profundidad máxima de 18 metros. Frente a las costas de Madryn está la goleta Emma, de madera y metal, que se hundió en enero de 1947 y había formado parte de la flota del expedicionario Shackleton en el primer viaje a la Antártida. La Emma hoy se considera un naufragio de carácter arqueológico. En torno a la goleta se creó el primer parque artificial submarino, a una profundidad de unos 17 metros. 

A estos se suman el Parque Nuevo (un arrecife artificial con objetos que van desde automóviles a una avioneta); el buque pesquero Albatros (para buzos avanzados) y el naufragio Miralles. La última opción –al margen de las que se vendrán, según anticipó Carrieri– es el Arca: para buzos avanzados, ya que está a unos 30 metros bajo el agua, es un cofre hundido en el año 1999, que contiene mensajes que esperan ser leídos recién en el año 2100.

HORA DE NADAR Volvemos a la lancha. A lo que Mariana nos hizo poner encima cuando estábamos en tierra firme, ahora Fernando le suma patas de rana, antiparras y snorkel. El snorkel puede usarse o no –anticipa Fernando– dependiendo de lo cómodo que uno se sienta al respirar con él, con la boca rodeando la boquilla de goma. Algunas indicaciones sobre cómo hacer para darse vuelta en el agua, y la sugerencia de no separarse del grupo. Camperas afuera, a pasar las piernas del otro lado y, sin mucho tiempo para pensarlo, al agua. Contra todo prejuicio de quien nunca lo practicó, flotar con el traje se hace realmente fácil, y enfilamos pataleando hacia la costa. Con esa postal de los lobos poblando las rocas, a partir de ahora solo hay que dejar que el tiempo pase: los lobos nadan, van y vienen alrededor de nosotros, entre la curiosidad y la indiferencia. Se acercan con sus ojos redondos bien abiertos, se hunden, desaparecen en la oscuridad de lo profundo y juegan entre ellos. Incluso los podemos tocar, acariciar mientras pasan nadando en tirabuzón. Sobre las rocas, los adultos –enormes, rollizos, que pueden pasar largamente los dos metros de largo y los 300 kilos– miran con ojos entrecerrados, con una pereza brutal. Los que van y vienen de la piedra al agua son los cachorros, que parecen chicos vistos desde lejos, pero dejan de serlo cuando los tenemos frente a frente.

El rato en el agua pasa sin darnos cuenta. ¿Media hora? ¿Cuarenta, cincuenta minutos? Después de un buen rato, la señal es para comenzar a patalear boca arriba hasta la lancha. Envueltos en las camperas otra vez, se pone en marcha el regreso. El viento patagónico sigue pegando, como casi siempre. Y aunque no es un problema, ahora, mojados, hace que el frío marque su territorio. Para conseguir el envión final para la vuelta, de un termo Fernando sirve café bien caliente y reparte alfajores de chocolate. Por delante quedará la lucha final por salir de adentro de estos trajes húmedos, pero esa es otra historia. Esta, por ahora, valió la pena.