Lo marginal, el mundo del hampa, el crimen (des) organizado, sus escenarios de mugre y exceso, de fantasía de cotillón y armas de guerra, de machos de pecho peludo en sus visitas nocturnas a algún puticlub de Constitución. Lo marginal atraerá por siempre a esos turistas del morbo que visitan México por sus calles ensangrentadas de narcotráfico o eligen como destino de vacaciones la desolación humana de Chernobyl. No pasa algo muy distinto a la hora de consumir literatura. Los escenarios marginales atraen, el vouyerismo de la pobreza es infalible. Sin embargo, una novela, un cuento o un poema no será nunca más o menos marginal por el contenido de sus páginas, la clase social de sus personajes o los escenarios que huelen a las profundidades del bajo fondo bonaerense. Una obra es marginal por el grado de conflicto, de exposición de la contradicción, de la pelea retórica que se ejerce en la construcción de su propio lenguaje, problematizando temas y materiales conocidos desde una óptica disruptiva.  Este es un aspecto de la escritura que de algún modo siempre quedará excluida de lo que podríamos llamar las “decisiones de autor”, sería imposible escribir pensando en esto. Se puede leer, anotar ideas, escribir crítica pero nunca crear una ficción o un poema en base a la premisa de producir un texto marginal. 

En ese sentido, La escuela de Satán de Marcos Herrera (que a finales de 2013 deslumbró a la escena literaria con Polígono Buenos Aires) es un libro de cuentos que en su mayoría recorren escenarios, tramas y personajes orilleros, hermanados en la violencia explícita de los códigos de la calle, pero que sin embargo consigue dar una vuelta de tuerca importante al realismo sucio que lo modela. La construcción del narrador, una cámara que maneja el suspenso, el tiempo quebrado, descorriendo el telón de los escenarios sin meterse del todo en la escena, pasa del comentario dramatúrgico a momentos cinematográficos, en los que se adelanta o rebobina las escenas del thriller abriendo el relato a una visión panorámica. 

Los siete cuentos que componen La escuela de Satán recortan ese momento en la vida de los hombres en los que tienen que decidir qué versión de la receta fallida de la masculinidad van a elegir para continuar con vida. La violencia de estos bautismos, en los que el nombre siempre pasa a ser apodo, recorre cada uno de los relatos. El eco de la dictadura es el telón de fondo, los alumnos de un secundario industrial cimentan sus días entre el romance imposible y la sangre de las peleas que moldearán el carácter y las amistades futuras. Un hijo adolescente, de una madre apenas adulta, toma ese lugar del padre ausente donde la conversión implica ser capaz de matar a otro hombre para salvar a su familia. Un ex boxeador de medio pelo, ahora padre y marido, encuentra que sólo en el ring la vida tiene algún sentido, mientras que la violencia en la vida de un hombre en sus cuarenta, recién separado y sin horizonte, irrumpe tan certera como inesperadamente. 

Más allá de las diferentes tramas de estos cuentos, el agua subterránea que los une es el planteamiento de una violencia primitiva y la pregunta frente a ella, el alcance de la decisión, las vías de escape o fuga posibles frente a ese ser hombre que marca ya, desde los primeros días de vida, un destino de cazador. Sin embargo, los hombres de La escuela de Satán siempre se están yendo. Todos están perdidos pero ejercen esa extraña libertad de ir hacia el abismo con plena conciencia de eso. Esa especie de libertad elegida en el trabajo de alto riesgo se levanta en ruptura con la idea del hombre de bien aunque haya que pagarla con plomo en el cuerpo. Tanto uno como el otro modelo de la masculinidad se presentan como un callejón sin salida y los cuentos de Herrera trabajan en esa dirección, abren posibilidades de fuga, imagenes que citan a eso que “del laberinto se sale por arriba”. Las fisuras en el verosímil de ese mundo del hampa construido con cartón son la hendidura por donde se escurre esa otra vida posible. El final de los bandidos sobreviene de un segundo a otro, es el tic tac en el que la vida y la muerte dependen de cortar el cable correcto: esas escenas de todo o nada se desploman en los finales de estos cuentos. 

En “El club del oxígeno”, el último relato que cierra el libro, el personaje tendrá que decidir entre quedarse o irse de un paraíso que no es tal. La decisión final es, de alguna manera, el corolario de “La escuela de Satán”, en donde se entra y se sale por la misma puerta. 

De cualquier forma, el final nunca será otro abismo posible sino el mayor de todos, donde no hay salidas ni respuestas unívocas sobre el destino de los personajes, porque estos cuentos apuntan contra la idea misma de destino. Hay decisiones y detrás de ellas, ese resto que no conoceremos hasta que demos el primer paso. El final es siempre el principio, y esa idea es la que abre el libro con “Espejo” en donde la estructura del relato está invertida aunque el final, que ya hemos visto al principio, cobre otra dimensión, una profundidad tan prometedora e indefinida como un animal caliente que galopa la noche.

La escuela de Satán Marcos Herrera Edhasa 202 páginas