En ninguno de estos veintidós cuentos “cortos y ligeros” hay ascensor. Sus protagonistas viven en pehaches o en pisos a los que se llega por escalera, en plantas bajas o en torres tipo pajareras donde los ascensores nunca funcionan por los cortes de luz. Así es que Veintidós cuentos cortos y ligeros, retrata un mundo sin ascensores, con toda la connotación simbólica que eso irradia respecto de los posibles caminos del ascenso y descenso social. 

Sandra Russo es reconocida por su labor periodística en medios como Página/12 o por  sus libros sobre la vida de Milagro Sala o la ex presidenta, aunque en este prólogo confiesa sentirse más cerca de la escritura que del periodismo: “La narrativa es una aguja que perfora las capas más epidérmicas, sobre todo del sentido que le damos a las cosas”. 

Y es cierto que al avanzar en los cuentos de Russo hay siempre un hecho y un lugar –bien de crónica– pero también hay un más allá de la superficie. En “La planta baja” –cuento que acertadamente abre el libro–  “vivir abajo” plantea de entrada una dimensión espacial particular, pero además y sobre todo, un estatuto de lectura. El conflicto para esta mujer recién separada de un hombre casado, no radicará en los puchos que los vecinos arrojan a su patio de palmeras y bambúes, ni en los ruidos de las cañerías “como si todo el desperdicio de un edificio entero se derramara sobre uno”; ni siquiera en las ratas. Lo ominoso que socava por debajo, se concentrará en la mujer del quinto piso que la mira fijo cada vez que ella se dispone a disfrutar de su bosquecito privado.  

Desde el vamos, “vivir abajo” tendrá sus bemoles e irá adquiriendo mayor resonancia al avanzar el libro. En “Cucarachas”, que transcurre en mayo de 1982, dos chicas emancipadas de sus hogares en Quilmes, se mudan a Belgrano con toda la vida por delante. Pero esa legión de cucarachas que avanzan por la noche (un ejército que ellas intentan  combatir inútilmente) avanzan también, desde lo simbólico, sobre esa precaria independencia en medio de una época oscura. “Eran años tristes, raros y peligrosos. Creo que aceptamos mansamente la no desaparición de las cucarachas porque nos parecía que había cierta lógica en convivir con el espanto de eso que sí aparecía”, dice una de las protagonistas que ahora se pregunta siendo adulta, por qué no se mudaron con su amiga de aquel departamento. La dictadura inyectada en la adolescencia aparece como una cuña también en medio de otros cuentos. En “Estudiantes medievales” las chicas que se untan con una pasta que las deja anaranjadas y se ponen  los primeros tampones con aplicador, se juntan en un living a comer empanadas con unos chicos que las acusan de “estar en la pavada mientras la patria está en riesgo”. “1979” relata las más de seis requisas que debe pasar su protagonista en el trayecto en tren de Quilmes a la facultad. 

Los del Sur implantados en el Norte, también aparecerán en varios cuentos funcionando como metáfora. En “Soldado de la Independencia”, la vendedora de ropa de shopping se muda de su tercer piso por escaleras de San Telmo, a vivir con su novio empresario a un piso alto en Belgrano con dependencias de servicio. “Esa temporada tuve mi propia movilidad social ascendente”, dice la protagonista que se convierte en esas mujeres que ayudan a sus maridos a hacer negocios “con gente garca”. En “Una vieja amiga” dos desclasadas se van a pasar un verano a Cariló gracias a que una de ellas cobra el seguro por la muerte de su marido (“algo así como seis aguinaldos”); el problema no terminarán siendo “los chetos” sino algo del pasado entre esas dos amigas que cobrará nueva dimensión en la vastedad del bosque.

“Hay muchas mujeres, mujeres por todas partes. Mujeres que se entienden o se malinterpretan; que se quieren, se envidian, se soportan; que se alían o se irritan mutuamente”, anticipa Russo en el prólogo. Y es así. Aunque esa legión de mujeres se retrata lo más lejos posible de los clichés de género. “Las zapatillas blancas” pone sobre el tapete la competencia femenina en su versión más violenta, cuando una chica se ve involucrada en medio de un vínculo poco claro entre dos mujeres. En “Tijeras”, Paula y Rosita –vecinas y jefas de familia que funcionan como una comunidad solidaria– se dan cuenta de que no tuvieron el coraje para salir de esa pajarera donde una se la pasa cosiendo ropa para una empresa del centro y otra tiene una mercería a la que no entra nadie porque ya no se cambian botones. En “Media hora antes de las doce” una madre y una hija charlan en el living, intentan sincerarse, pero no termina bien: “Ella me mira. Como si le hablara en otro idioma. Como si ella fuera checa y yo sudafricana, algo así. Imposible ponernos de acuerdo más que por mínimos gestos. Y yo siento en este instante, en el que acabo de decir eso que me duele tanto, que me causa tanta incertidumbre, que me perfora una capa tan honda que no la puedo localizar, que no es justo que esta mujer nunca me haya tratado con la dulzura que yo necesito. Me quiebro. Me agarro la cabeza y yo también me pongo a llorar.”

Y claro, donde hay mujeres no puede faltar el amor. Aunque bien lejos de la versión romántica, el amor resulta un equívoco. ¿Cómo es amar sin estar enamorada?, se desprende del cuento “La espina”, en un diálogo en apariencia circunstancial entre dos amigas pero que sin embargo logra llegar al hueso de algo más complejo. Porque ahí en medio de las verduras listas para la sopa, una le confiesa a la otra no haber olvidado un amor adolescente mientras recita Rilke. 

Russo logra que lo corto se vuelva vertical y lo ligero, nada superficial. Sus cuentos son como ella dice, una ráfaga, sí. Pero mientras esos aires duran, mantienen al lector entretenido en el mejor de los sentidos: dentro de mundos reconocibles, íntimos, cercanos. Y no solo o únicamente porque no haya ascensores o cortes de luz, sino porque en esos dos o a lo sumo tres ambientes se respira –por sobre el olor a bife, tuco o puchero– un pizca de humanidad.

Veintidós cuentos cortos y ligeros Sandra Russo Sudamericana 189 páginas