Mi padre tampoco recuerda cuando fue la última vez que me trajo al Puerto. No fueron muchas, le digo. Es un reproche, uno pequeño, casi inofensivo, pero él no puede evitar poner una mueca de fastidio. Me toca a mí elegir el restorán y por supuesto escojo “Chichilo”. Es el único que conozco, el que creo que también estaba cuando yo era chico. Nos sentamos junto a un ventanal. Es día de semana, fuera de temporada, así que no hay mucha gente. Un mozo nos alcanza unas cartas: vamos a almorzar rabas, como aquella vez que fuimos a la cancha de Deportivo Español y cenamos en el predio del club. Pido una cerveza de litro, la más barata. A las rabas él le suma una porción de paella. Le cuento de la Facultad, la materia que empezaré a dar el año que viene. El me comenta que finalmente no ganó el concurso de ensayos organizado por el Congreso. Está decepcionado, no solo porque tenía esperanzas de al menos obtener alguna mención, sino sobre todo porque lo llamaron por teléfono, una secretaria lo llamó a la casa, pidió por él, de parte del Congreso de la Nación. Había atendido su mujer y cuando le pasó el tubo le dijo que era una comunicación por el tema del concurso. Lógicamente mi padre creyó que había ganado, pero no, era para informarle los nombres de los premiados. Después supo que eran unos conchuditos del Conicet. Mi padre agradeció o ni eso, colgó directamente. Su mujer quiso consolarlo: no es que lo que hiciste estuviera mal, están buscando un perfil de gente joven, que tenga una carrera por delante. La debe haber mandado a la mierda, pero no me lo cuenta. Hay una tristeza gris en su tono. Usa una palabra: pesadumbre. Me explica por qué elige ese término y no otro. Trato de desviar un poco el foco: gobierno de garcas, le quita guita a la investigación pero no escatima en mecenazgos berretas. Tal cual, se queja mi padre, aunque sin mucha convicción. Entonces, casi como en una continuidad esperable hablamos de dinero: en uno de los departamentos que tiene en alquiler se fue el inquilino. Le pregunto cuánto le llegan de expensas. En ese momento traen la comida. Involuntariamente lo salpico con limón; no se queja. Después le cuento cómo viene Almagro. Está haciendo una buena campaña, tengo esperanzas de que ascienda, me escucho decir. Pareciera como si ambos quisiéramos demorar el asunto que debemos conversar, pero el fútbol siempre fue nuestra zona común, así que el retraso podría estar justificado. Finalmente y luego de decidir que en vez de pedir postre, vamos a tomar un helado en otro lugar, me pregunta cómo voy a hacer con la cuestión del velorio. Quiero lo que sea más sencillo. Quiero cremar a mi madre. Nada de ceremonias ni de ataúdes. Él coincide. Un poco para salir del tema le pregunto si se acuerda de la vez que viajó en un avión militar con el viudo y el cajón con la muerta. Sí, sí. Un tipo grande o grande para mí en esa época. Se la pasó llorando todo el viaje. Creo que nunca había visto a un hombre llorar. Mi padre está a sus anchas. Le gusta que lo escuche. Habla de sí mismo en tercera persona, pero usa su apodo, Kike. Suelta su rollo hasta cansarme. Por momentos siento que le presto la oreja.

Ya afuera, camino al auto y antes de subirnos le pregunto si me va a ayudar con los gastos de la funeraria. ¿De cuánto hablamos? Le doy la cifra. Se ubica en el asiento del acompañante. Me explica que tiene que hacer cuentas. Le digo que lo entiendo, que era solo su ex mujer, que no está obligado a nada. ¿Para cuándo lo necesitás? Sabe que la respuesta es “ya”. De todos modos hago un esfuerzo retórico, puntualizo uno a uno los pasos a seguir. Son varios trámites condensados en pocas horas. Tengo un plazo fijo que vence en diez días, me dice, hasta esa fecha no voy a contar con liquidez. Entiendo que no me va quedar otra alternativa que pagar yo el procedimiento; quizás acepten tarjeta, pienso. Puedo darte algo de plata a mitad de mes, me propone. Le agradezco. Estamos detenidos en un semáforo en avenida Luro, al fondo. Sé que cuando llegue el momento, voy a tener que batallar con sus rodeos, que no va a soltarme el dinero con facilidad. Finalmente le dirá a su mujer que me haga la transferencia, pero va a tomarse su tiempo. Siempre fue así y si no lo mando a la mierda es porque no me conviene. No debería quejarme: un sponsor suele poner sus condiciones, ¿no? 

Llegamos a una heladería ubicada cerca de donde era mi escuela primaria. Nos sentamos en un banco que está en la puerta del local. Es un banco de plaza pintado de verde agua. En la vereda de enfrente hay un hombre con el torso desnudo: está revisando el motor de un Corsa. Tiene el pelo largo, canoso, atado con una colita y un tatuaje en el brazo derecho. El tatuaje es de los viejos y no solo por lo gastado, sino sobre todo por el diseño, por la terminación. Detrás suyo se ve su casa, con las ventanas abiertas: hay música, pero no es cumbia, es otra cosa, más étnica o algo así.  Entonces me doy cuenta o más bien recuerdo que era un barrio de gitanos. Se lo comento a mi padre. Él me dice que hace tiempo que no ve a ningún gitano, en La Perla no hay. Antes los veía casi todos los días, venían seguido a la Farmacia. Incluso les compré el Renault 12, el rojo, ¿te acordás? Claro que me acuerdo, odiaba a los gitanos. O más bien les tenía miedo. De la casa sale una mujer: es joven, delgada, lleva una musculosa blanca y una pollera suelta, de colores. Tiene lindas tetas, de un tamaño mediano, sostenidas por un corpiño rojo. La veo conversar un rato con el hombre. Podrían ser padre e hija o marido y mujer, no lo sé. Hay una afectividad extraña entre ellos. Eso un poco me gusta, creo que ella me gusta. Entonces noto que la muchacha se aparta del tipo y viene hacia nosotros. Intuyo que ya percibió que estamos por terminar el helado. Se conoce que lo debe hacer con todos los clientes que se sientan a tomar en ese lugar. Quizás el negocio también sea de ellos, aunque el chico que nos atendió era normal. Pienso por qué usé esa palabra, eso se me cruza por la mente mientras ella se acerca. ¿Quiere que le adivine la suerte? La gitana me habla a mí y no a mi padre. Remata la pregunta con un “este chico”. ¿Quiere que le adivine la suerte, este chico? Me gusta ese detalle, la muletilla le da color a su frase. De todos modos me mantengo parco. Estoy un poco incómodo, respondo que no, que gracias. ¿Y a usted, señor? Mi padre me mira: levanto mis hombros. ¿De cuánto hablamos?, le pregunta.  Cien pesitos. Te doy cincuenta, regatea. La gitana acepta. Mi padre mete la mano en el bolsillo y saca un billete violeta. Ella lo toma y se lo coloca en el bretel del corpiño, casi a la altura de su hombro. Mi padre extiende la mano. La joven le dice algunas cosas, lo típico para alguien de su edad: jubilado, un hijo, un nieto. Se corrige: nieta, una nieta o quizás dos. Acierta en este punto. Mi padre carraspea. Ella me mira: ¿te hubiese gustado un varoncito, este chico? No puedo evitar sonreír. La gitana está en su salsa, vuelve sobre mi padre, le dice que está pronto a sacarse un peso de encima, una carga que llevaba por años. No hace falta que lo mire para saber que él está pensando lo mismo que yo. Sin embargo la muchacha le pifia, su disparo se desvía, nombra a una deuda, una deuda de años, una hipoteca, o algo por el estilo. ¿Es así, este chico?, me pregunta. Niego con mi cabeza. Ella duda un instante. Entonces cierra la mano de mi padre y sin retirar la suya, lo observa fijamente -se podría decir que le clava la mirada-  y con un tono más divertido que sentencioso le comenta, que quizás hay algunos secretitos que él nunca le contó a nadie. Le guiña un ojo; el gesto ilumina su rostro, la hace ver más bella o radiante en realidad. A mi padre se le escapa una mueca, pero no su típica mueca, no esa manifestación silenciosa de desaprobación. Es otra cosa, algo que parece venir desde su niñez, una felicidad cómplice, ingenua. Está contento, se nota, sobre todo cuando le reconoce a la muchacha que se supo ganar muy bien la paga. Saca otro billete de cincuenta y le dice  que con gusto se los daría pero ya le entregó mucho a los gitanos. A lo largo de su vida, subraya. La muchacha le insiste, le dice que el dinero invita a los buenos augurios. Mi padre le explica que ya está, se levanta del asiento -yo lo imito- y cuando está por guardar el billete, la gitana se lo escupe. Mi padre amaga con reaccionar, pero piensa o más bien ve que el tipo de enfrente -sin dejar de hacer los suyo- nos mira, nos vigila. La gitana lanza una maldición, no al aire, sino a nosotros y después cruza la calle en una andar que tiene, por lo caprichoso, algo de infantil. Antes de llegar a la otra vereda y sin girar su cabeza, extiende el dedo mayor de la mano izquierda: fuck you. Con mi padre nos reímos, pero de nervios. Ya en el auto arranco con cierta brusquedad y cuando estoy por acelerar él me advierte que no me apure, que no hice nada malo. Unas cinco cuadras más adelante se me da por decirle que ahora sí cuenta con liquidez.

Después lo dejo en la puerta de su departamento. Me pregunta si más tarde pasaré a saludarlo o si volveré directamente a La Plata. Le respondo que depende del tiempo que me lleve todo el papeleo. Ya en la funeraria me consultan por la calidad del ataúd. Elijo el más barato, total es para cremarlo, le digo o más bien le explico al empleado como si él no lo supiera o le importara.