Era un día como cualquier otro para Luli. De esos que conjugan el cansancio, la sed, el hambre y el deseo de volver a casa. Como suele ser habitual en su rutina, tanto en una pausa de sus tareas como cuando se retira del local en el que trabaja, pasa por una de esas tiendas naturistas que han remodelado el paisaje comercial en los últimos años. Tiendas que, vale aclarar, también se las conoce como dietéticas, porque en el imaginario magro de nuestras costumbres, tener acceso a una alimentación balanceada con complejidad de nutrientes, en lugar de ser reconocido como una necesidad vinculada a la justa redistribución de la comida, bueno, es “hacer dieta”. Pero por fin, con la suerte de su lado, el local al que comúnmente decide entrar se encuentra vacío. Esto le permite elegir rápidamente su merienda para, de una buena vez, acercarse a la cómoda promesa de su hogar. Ahí, en ese momento en el que solo le quedaba ser atendida, en esa pequeña fracción de tiempo de la que nadie sospecha, comenzó una experiencia que hasta el día de hoy sigue grabada en su cuerpo.  Una mujer, mayor que ella, ingresa apurada y nerviosa en la misma tienda. De la nada, y sin razón alguna, exige con un desmesurado ímpetu ser atendida primero, desconociendo cabalmente que había alguien antes que ella. Hasta ahí podríamos pensar que se trata de ese folklore maleducado en el que se podrían reconocer a tantas otras personas como ella, en una mezcla de narcicismo y deshumanización que resultaría de sus claros privilegios raciales y de clase. Pero frente a esos guiones naturalizados de la violencia, no todos los cuerpos están expuestos de la misma manera. Luli es una piba gorda, que justo estaba antes que esta señora. En una “dietética”. Y es en el contacto entre esas dos imágenes donde se escribe la lógica de esta desmesura. Al ser invitada a esperar su turno, como corresponde, la mujer en cuestión explotó bajo la desesperación de ser considerada en mismidad con esa otra mujer, con ese otro cuerpo gordo, que ante sus ojos solo expresa un grado de inferioridad humana. Luego de la discusión verbal que desató el grito “Mirate lo que sos, gorda de mierda”, siguió una paliza feroz que tuvo de espectadores inmóviles a los trabajadores del local que decidieron voluntariamente no intervenir. Antes de ser atacada sin piedad, Luli registró en video la violencia intempestiva de una mujer que no paraba de conjurar como justificación el estigma que pesa sobre su cuerpo gordo, y es gracias a esas pocas imágenes que este hecho logró viralizarse e irrumpir en los medios de comunicación. Digo gracias, porque cuando las mujeres gordas hablan de un clima de violencia sostenido sobre sus cuerpos y dan cuenta de su funcionamiento sistemático, naturalizado bajo la textura del silencio, son generalmente llamadas exageradas. Por un lado, se las invita a reconsiderar la manera en la que están “percibiendo” una situación de violencia en torno a su cuerpo, no solo minimizando el dolor en la que están envueltas, sino también insistiendo que la raíz de ese malestar podría ser solucionable con un “cambio de actitud”, “otra manera de mirar las cosas”, con “voluntad para cambiar” o aceptando la agresión como si se tratara finalmente de una “critica constructiva”. Esas operaciones, que tratan de suavizar el impacto que producen los violentos estereotipos de feminidad magra y los estándares jerarquizantes de belleza delgada, son la condición de posibilidad de una cultura misógina de la vergüenza que no solo devalúa la experiencia de las mujeres gordas cuando intentan pronunciar una situación abusiva, sino que también colabora con la posibilidad de que esa violencia crezca, se multiplique e intensifique sus riesgos. 

Hoy Luli, aunque tiene el cuerpo cubierto de marcas que intentaron corregir su gordura, recordándole que no solo por ser una trabajadora sino que también por la abundancia de su carne ella pertenece a otra clase, se recupera con fuerza. Una fuerza nutrida colectivamente, por palabras de aliento, expresiones de solidaridad, y otras formas de afecto que desconfían del discurso prefabricado de la positividad corporal y construyen justicia cuando las mujeres gordas se organizan, cuando hablan, cuando se arriesgan, cuando se prometen a si mismas no volver a aceptar jamás el destino magro de la debilidad.