El mejor resumen del libro es una frase anónima y repetida por amigos, conocidos y hasta familiares del presidente de los Estados Unidos. “Trump es Trump. El es Donald...” va el casi refrán, generalmente acompañado por algún gesto resignado y queriendo indicar que el hombre no tiene remedio, que nadie puede cambiarlo, siquiera entenderlo. El demoledor retrato de Donald Trump que traza el periodista Michael Wolff en su libro “Fire and Fury” casi desafía la credibilidad y, de hecho, da ganas de no creerlo. La idea de que Wolff tenga razón y que una persona así este al frente de la primera potencia mundial es simplemente inquietante. Pero la evidencia se acumula y se termina creyendo que el empresario de los medios Rupert Murdoch, insospechado de cualquier progresismo, tiene razón cuando dice que Trump “es un idiota de mierda”.

Wolff es un experimentado periodista con varios libros en su haber, pero este resultó una espectacular bomba y un bestseller inmediato. Medios como el New York Times o el Washington Post cuestionaron su metodología, básicamente porque Wolff raramente cita la fuente específica de una frase o situación. El autor lo explica con el simple recurso de la fuente “coral”: muchas situaciones en el libro fueron reconstruidas hablando con muchas fuentes, que se confirmaron mutuamente. El otro cuestionamiento fue una suerte de negación a creer que alguien tuviera tanto acceso a la Casa Blanca. En el prólogo, el autor explica que simplemente nunca se registró como periodista y que se pasaba los días en la famosa Ala Oeste, donde trabaja el equipo presidencial, gracias al espectacular desorden de la presidencia Trump. Bastaba que alguien te diera una cita para entrar -ni siquiera había una secretaria que te llevara al despacho específico- y no había ningún control sobre dónde uno iba y con quién hablaba. Todo el mundo se acostumbró a verlo, todo el ando asumió que se podía hablar con él y todo el mundo se tranquilizó porque se hablaba para un libro, no para publicar al día siguiente. Todo bien, hasta que salió el libro.

Lo que es espectacular es el retrato psicológico que hace Wolff sobre el nuevo presidente y su familia. Trump es un arribista inseguro, alguien que hizo mucho dinero pero nunca llegó a ser parte de un establishment que siempre se lo hizo sentir, lo trató como un grasa y lo dejó afuera. A la hora de seriamente intentar ser presidente, el setentón estaba en declive: nadie le financiaba sus negocios por su manía de no pagar las cuentas y ya no era la estrella de televisión que había sido. Lo de ser presidente fue casi en broma: nadie creía que iban a ganar hasta que ganaron. Ni siquiera en las últimas semanas cuando sus propios encuestadores comenzaron a detectar que se achicaba la diferencia con Hillary Clinton, nadie se lo creyó. Excepto Steve Bannon, el editor de Breitbart News que dirigía la campaña pero ya era “el loco Steve”. Una de las promesas que Trump le hacía a su esposa Melania en público, y se la hacía en serio, era que ya se acababa, que no se preocupara porque no iba a ser presidente. La nocha de las elecciones, Melania no paraba de llorar.

Esto explica varias cosas que ocurrieron desde enero de 2017, cuando Trump reemplazó a Barak Obama en la Casa Blanca. Como nadie creía que iban a ganar, a nadie se le ocurrió ordenar el equipo, echar a gente casi con antecedentes o dejar de hacer negocios que podrían resultar comprometedores. ¿Para qué perderse los negocios, si no iban a ganar? De hecho, una broma abierta en el equipo de campaña era que no sólo “Donald” no iba a ganar, sino que no debería ganar... Como señala Wolff con acero, la primera parte de la broma los relevaba de pensar en las consecuencias morales de la segunda parte.

Lo que Trump buscaba con la campaña y la candidatura era ser más famoso, algo que para él es mercadería transable. Pensando que Fox News empezaba a estar en decadencia, Trump quería competir con otro canal conservador, con él como estrella y con Roger Ailes, uno de los fundadores del Fox, como presidente. Para eso había que reunir mil millones de dólares, y para reunirlos había que ser más famoso. Trump, en medio de la campaña, no paraba de repetir que “ya debo ser el hombre más famoso del mundo”. Eso se llama construir la marca propia y explica que el candidato que iba segundo lejos de Clinton dijera seguido que “ya gané”. Hasta tenía lista la explicación “de famoso” de por qué iba a perder: por fraude.

En realidad, su campaña era un desastre -”es un equipo de idiotas”, decía a los gritos- hasta que se la “compró” el muy reaccionario multimillonario Bob Mercer, junto a su hija Rebekah. Mercer es un genio de los algoritmos financieros pero un asocial casi mundo, con lo que la hija se encargó y fue la que lo puso al frente a Bannon. Para asombro general, ganaron. En la base hubo un engaño, la construcción del personaje pelador y combativo al que votó “la base”, el populista que quiere cambios. Wolff describe a Trump como un adulador, un vendedor, un manipulador y un infantil, alguien que no puede enfrentarse a nadie y busca que lo adulen y le den los gustos. Es también un hombre de una ignorancia profunda, que no sabe nada de nada excepto vender edificios y no le interesa nada realmente excepto el golf. 

Otros empresarios que trataron con él ya lo sabían y le agregaron a Wolff el detalle que Trump es incapaz de leer un contrato o un balance -ver recuadro- y que pese a la fama que se hizo es un pésimo negociante, alguien que nunca logra recordar los detalles de lo que está vendiendo. Bannon terminó explicando a su candidato como alguien a quien nunca le gustó el colegio y sigue sin gustarle aprender nada nuevo. Si un tema le interesa, ya tiene su opinión formada, aunque ignore todo. Y si un tema no le interesa, eso simplemente no existe. Un descubrimiento del personal de la Casa Blanca fue que al mandatario simplemente “le chupa un huevo” (en la dura frase de un funcionario) lo que no entre en su modelo de realidad. Y pobre del que le explique fundadamente que algo no es como Trump cree que es o que debería ser: en el mejor de los casos, no te cree.

Este carácter se complementa con una real incapacidad de formar equipos, reunir gente que sepa en serio de algún tema -basta de “profesores” y de “genios”, sus chicanas favoritas- y el constante maltrato a sus colaboradores. Según Wolff, Trump constantemente habla mal de todo el mundo, considera que son “perdedores” y se enfurece cuando le dicen que no se puede hacer algo. Ponerle límites al presidente deriva en explosiones de furia, insultos a los gritos, amenazas de despido. De paso, el presidente de los EE.UU. le hace lo mismo a la televisión cuando escucha cosas que no le gustan: le grita a los panelistas o a los periodistas, como si pudieran escucharlo.

Un corolario casi divertido de esta realidad paralela que reina en la Casa Blanca es que Donald Trump es el primer presidente en 227 años de presidentes que seriamente intenta bloquear la publicación de un libro sobre su gobierno y amenaza al autor con un juicio por calumnias. De hecho, hubo que explicarle al presidente que no podía acusar penalmente a quien él sospechaba de haber hablado con Wolff porque no existen los contratos de confidencialidad en el estado. Trump estaba acostumbrado a poder echar sin indemnización a sus empleados por hablar de más.