El cuento por su autor

En el otoño de 1994, tras revisar una y otra vez, los cuentos mecanografiados que reuní para cerrar El mismo viejo ruido, mi primer libro del género, sospeché que faltaba algo, tal vez un relato duro y fuerte que concluyera el libro. 

En esa época, yo vivía en Buenos Aires y trabajaba en una agencia de publicidad. Hacia esos días, ingresó un nuevo compañero de laburo, un muchachón alto y pelirrojo que, al instante de verlo, me recordó a un australiano que había conocido durante 1973 en Taco Pozo, una pequeña localidad del interior chaqueño.

El tipo era un aventurero, un trotamundos que aspiraba, sin mucha convicción, a que su vida tuviera un sentido intenso. Lo traté muy poco, nunca más supe de él ni del sentido intenso de su vida, pero me quedó grabado el personaje.

Así nació Lee Cotten, el protagonista de “Una luna sobre Noguera”. El resto fue muy fácil. A medida de que me alejaba del recuerdo del australiano, la ficción iba tomando su propia musculatura, lo cual era muy alentador: tenía la historia que necesitaba. Quería que fuera conmocionante y lo estaba logrando.

Me llevó menos de una semana la primera versión, el lifting diez días más. 

Cuando sentí el calor y el polvo que desprendían los párrafos, el sudor ácido de las palabras trabajando en la construcción del texto, la soledad y la sed en la mirada del protagonista, el rumor grueso de los camiones rodando y aplastando las comas, supe que lo tenía. Valía la pena que ese cuento fuera el tiro del final.

El mismo viejo ruido fue publicado en 1994 por Beas Ediciones. Y hace unos meses, reeditado por Colección Mulita. Actualmente es hallable en librerías.


“Me he quedado quieto, sólo para sentir mi corazón.”

David Lynch

La gente se lamenta mucho pero lo cierto es que nada 

puede ser garantizado.

Seas quien sea, siempre algo puede salirte mal.

Tal vez todos busquemos eso pero no es el caso.

Vivir es trepar una maldita montaña.

Así que de nada vale tener una pasión

o un motivo más o menos.

Vas a ver que se esfuma.

Yo aprendí a vivir en Noguera, es lo que conozco.

Y aquí cada uno pelea su suerte.

Las afueras de Noguera, 200 kilómetros al oeste de Barranqueras, son un lugar reseco, resquebrajado, desnudo. Los viejos camiones Mack rondan de sol a sol entre las hondonadas y canteras de piedra caliza.

De un solo golpe de vista ese paisaje puede darte sed. Es un sitio sin música porque el sol sería capaz de quemarla. La gente es ruda: cada uno debe contar con no más de seis gestos para explicarlo todo. Hay un centro dedicado a curar e investigar el cáncer, un edificio con forma de triángulo rodeado de rocas y arbustos. Lo llaman el Bingo de Noguera. Muchos trabajan allí pero son más los que pelean contra la aspereza de las piedras.

Una noche conocí a Lee Cotten, un corremundos nacido en Maine y que hacía tres años vivía en Noguera. Yo había vuelto después de mucho tiempo, una vez que supe que mi padre había muerto. Había heredado su estación de servicio y llegué sólo para venderla o prenderle fuego. Lo primero que sucediese. Como buen hijo de Noguera también había heredado el rencor a mi padre.

Llevaba dos meses estancado, soñoliento y harto, revisando ofertas, cuando me topé con Lee. Fue en el Marítimo durante una madrugada resinosa y lenta. Yo tomé Old Smuggler y él cerca de seiscientas cervezas. El local estaba atestado. La barra era un tumulto de espaldas que bebían vino, whisky, cerveza, y el humo les disolvía las nucas.

El morocho que atendía la barra despachaba bebidas con una pereza terca y tediosa; parecía que no estaba en sus planes dar señales de vida esa noche. A veces sonría a algún chiste o quizá le dolía una muela y estiraba la boca y eso parecía una sonrisa.

Lee Cotten recaló en Noguera por varias razones. Ninguna era importante y sin embargo cualquiera de ellas puedo llevarlo hasta Noguera. Alquiló un pequeño galpón y lo hizo su hogar. Se empleó en una cantera de caliza: era el encargado de tomar los tiempos del  trabajo de los peones.

Vestido con una bermuda y una remera de algodón, seguía la marcha de su cronómetro a la sombra de un panamá deshilachado. A la caída del sol abandonaba su puesto, se bañaba en un recipiente de latón y se marchaba en su Opel 58 a tomar cervezas al Marítimo, un oloroso bar de forasteros y lugareños borrachos.

Era un buen lugar para presenciar combates a puñetazos, la acción necesaria para que se moviera la caliente brisa de Noguera. Había pocas mujeres en la zona y las putas del Dangerous estaban a punto de jubilarse. Lee siempre había querido llevar una vida dura y allí la tenía ante sus narices. Recuas de hombres solos y curtidos, perdidos y rencorosos, vivían y se dopaban a los costados de un centro cancerígeno: aquello era un buen escenario para Lee.

Había olvidado los fríos de Maine, la herida de bala que le tatuó una especie de gato rosado en la axila, las mujeres dulces que había conocido en las Guyanas y en Río. Para Lee, Noguera era la vida. Tal como es. Liz Taylor recién levantada; la cruda luz del día golpeando la cara gorda y sin maquillaje, despeinada y oliendo a alcohol.

Esa soledad viril parecía animarle los músculos.

En ocasiones queremos demostrar algo sobre esta vida y Lee parecía tener un teorema secreto: esos terrenos del infierno lo ayudaban a entender algo que él seguramente no estaba preguntando.

Chupando sus cervezas esa noche del Marítimo, llegó a extrañar a sus novias en Maine, incluso le hubiera gustado encontrarse con Leyla, su exmujer, para cogerla sin destino. Le sucedía a menudo: viajando en su Opel, en esos atardeceres rojos y entre las piedras negras, deseaba algo más que Budwaiser helada por la noche. Entonces dejaba que el puño de la nostalgia le atravesara el pecho. Esto le resecaba la boca y bebía más de la cuenta.

Una tarde, a la altura de la casona Rodríguez (una ruinosa y enorme construcción abandonada), en plena carretera, una muchacha le hizo dedo.

El color bermejo de la hora lo convenció de que se trataba de una chica veladamente rubia. No tenía más de veintidós años, era delgada y llevaba un vestido suelto de hilo rosa. Cuando la joven se acomodó en la butaca supo que era morocha y que su piel era lustrosa como la de un pez sin escamas. Tenía unos ojos raros cercados por ojeras. Se llamaba Lauri, Lauri Navarra, era hija de un agricultor y de una toba y quería llegarse hasta Castelli, unos 130 kilómetros al norte de Noguera.

Lee advirtió que la muchacha llevaba cierto tiempo sin probar bocado. Tragaba saliva bastante seguido y sus tripas rechinaban por encima del jadeo del motor.

En Noguera la invitó a cenar. Lee pidió milanesas, huevos y papas fritas. Lauri apenas tocó su comida y dejó caer tres o cuatro palabras. Tomó su gaseosa y jugó con las papas fritas: las partía en dos y las mezclaba en el plato con un dedo.

Esa noche, Lauri durmió en el asiento trasero del Opel. Habían dejado atrás Noguera unos veinte kilómetros. El motor del auto era una ruina, entonces, avanzar sobre los costurones de tierra endurecida del camino se hacía penoso. Lee estaba decidido a llevarla hasta Castelli y no sabía por qué. La chica lo había impresionado: consideró que la apatía de Lauri era astuta y desencantada, oculta en una gran maleza de silencio.

La dejó entrar en los sueños mientras él fumaba y destapaba latas de Quilmes.

La noche quieta y dócil, el humo tierno de los cigarrillos, el sopor de la cerveza lo empujaban a no dormir. Caminaba en derredor del Opel dejando que el polvillo de piedra crepitara bajo sus zapatillas. 

Se sentó y después de que una lata rebotara sobre la luz de la luna, Lee pensó en todo lo que estaba ocurriendo: allí estaba esa chica durmiendo, en Noguera, en un auto oxidado y solo en la noche, sin más misterio que su respiración, llevándola a un sitio en el que ella misma, seguramente, no creía, mientras la luna enfriaba la rajada tierra.

A las dos de la mañana se tiró a dormir en el asiento delantero. El fuerte olor a nafta y a combustiones contribuyó a adormecerlo. Regresaron pedazos de su infancia: una fiebre, la voz de mamá, un cuero, la fritura del tocino, calabazas asándose, el silbido del invierno entre los sicomoros, la lengua de un perro, el viejo Tab cortando leña, un disparo de escopeta, su abuelo Elijah enturbiado por la neblina, unas tetas pequeñas y puntiagudas, el suave galope del sueño.

Los amaneceres son frescos en Noguera. Lee se despertó con las ingles ateridas y las manos en los bolsillos. La pequeña Lauri estaba inmóvil y despierta, sentada como un tótem, mirando hacia adelante, hipnótica. Sus ojos negros parecían señalar algo en los huellones resecos del camino.

En un rato, todo ese paisaje ardería de sol y polvo. Lee destapó otra lata y bebió. Le ofreció un trago a la chica. La vio francamente desmejorada. Teñida por la luz rasa del alba, su cara había recobrado un rápido aspecto enfermizo, como si hubiera recibido un baño de cera durante la noche.

El retumbar del motor arrancando fue como hacer estallar una granada en el paraíso. El Opel resopló, se zamarreó y empezó a avanzar de costado al sol que brotaba sobre las piedras grises y terrosas. Un raro pájaro echó a volar y después de dar un amplio círculo se encaminó hacia el sol. Lee puso la radio y entre los latidos de la estática se escuchó una música lejana, indiscernible.

Allí estaba ella, reclamando un viaje, tiesa y sin parpadear, tal vez muerta; el Opel renegando entre los huellones, Lee fumando contra el amanecer e imaginando al ingeniero Verona puteando su fuga. La noche no se había disipado en su cuerpo y sintió que sus brazos aferrados al volante se despertaban con pereza y le dolían, y pensó que, para cuando importase, él tendría una mujer como Lauri, así de frágil, dura y peligrosa, porque temió -por un instante- que no volvería a sentir su corazón, del mismo modo que -pensaba- jamás regresaría a Maine, y aun sabiendo que no debía lamentarse, sin creer demasiado en su autocompasión, temió que ese viaje acabara.

Almorzaron en un parador al costado de la ruta. La carne era dura y salada. El dueño del lugar, un checo bajo y gordinflón, trató de servirlos y no hizo más que reavivar las moscas que dormían en las paredes. Lauri volvió a no comer y tardó largos minutos en el baño. Regresó con el cabello húmedo, pálida y dichosa, esto es, regresó con los ojos luminosos como si hubiera recibido una buena noticia entre los olores y los papeles sucios del baño.

Al ascender al auto miró a Lee y simplemente dijo: Volvamos a Noguera.

Se hallaban a quince kilómetros de Castelli. Una cansadora casualidad o lo que demonios sucedía en la cabeza de la chica le daban a Lee una posibilidad de continuar con esa fuga sin furia, disparatada.

Lee se echó hacia atrás, levantó la vista hacia el espejo retrovisor y achicó los ojos como si tuviera encima un gran resplandor. Prendió un cigarrillo. Tenía la camisa empapada de sudor.

El Opel giró levantando un remolino de polvo y tras reventar un relámpago de luz blanca sobre el capó, enfiló hacia Noguera.

Pensó que estaba loca, se escuchó decir pendeja hija de puta. La luna gigante y naranja flotaba sobre el auto estacionado entre unos pocos chañares. Lee se había quitado la camisa y necesitaba una cerveza. Rebuscó en el baúl pero la provisión se había terminado. Todo parecía empeorar.

El aliento caliente de la tierra, la sed, el desconcierto le embadurnaban el cuerpo con una miel malhumorada. Ella dormía en el asiento trasero: se revolvía y quejaba en sueños. Lee estaba seguro de una sola cosa: no sabía por qué estaba haciendo lo que hacía. Alguien jugaba ajedrez y no era él quien movía las piezas.

Sin poder adivinar algún porvenir, prendió un cigarrillo y vio cómo la bocanada de humo explotaba en la noche y esa gasa pálida retorciéndose en el aire le recordó su confusa lealtad. Como si esperara remotas compensaciones de ningún dios, Lee seguiría hasta donde ella quisiera.

Estaba parado junto a la ventanilla, fumando, abandonando su mirada en la negrura del interior del coche. Lauri Navarra dormía en un charco sucio de luna.

Pensó que estaba loca, que era una loca hija de puta. Turbio, derrotado, intentó alguna forma del odio y en ese esfuerzo sintió que algo se movía dentro de él. Era como un gran barco que zarpaba pesado y chirriante y por un instante creyó que, tal vez, eso no era otra cosa que empezar a morir. Con la camisa hecha un bollo se arrasó el sudor del pecho y las axilas.

Entró al Opel. Con la colilla del cigarrillo prendió otro. Eran las once de la noche y calculó que, de salir hacia las primeras luces, a las ocho arribarían a Noguera.

Dormitaba por momentos, fumaba y miraba el cuerpo de Lauri devorado por la oscuridad.

A las tres, salió a la noche calurosa. Las estrellas parecían diamantes desparramados y el viento del desierto roncaba entre las piedras. Orinó detrás de las rocas, regresó al Opel y supo que se había enamorado de Lauri Navarra.

Tuvo deseos de despertarla y decirle que la cuidaría siempre. Como un estallido negro, el pelo de Lauri se abría sobre la piel falsa de la butaca: la luna lo recorría y Lee lo rozó apenas con la punta de los dedos. Se alejó porque el dolor del pecho le daba rabia y placer, y si no la quiso pensar junto a él fue porque sabía que también debía imaginarla sin él. Prendió otro cigarrillo y se dijo: Bueno, Cotten, te han desollado el corazón, justamente aquí, en este horno de piedra y desesperanza; algo así debe haber murmurado. Y caminó hasta recostarse en el tronco de un chañar, y se deslizó hasta sentarse sobre la tierra y contra él, para sentir la corteza rugosa marcándole la espalda y desde allí poder observar el extraño brillo nocturno del Opel. Así estuvo un largo tiempo, vacío, tratando inútilmente de empujar el paso de los minutos en su reloj pulsera.

Lo despertó un calambre en el brazo izquierdo. Se había dormido apoyando todo el peso de su cuerpo sobre las raíces del árbol. El día ya estaba alto. Eran las ocho y media de la mañana. Sintió que su cuerpo era de madera balsa y que ningún hueso había quedado sin rajarse. Se incorporó y buscó con sus ojos el Opel. Una de las puertas traseras estaba abierta. Se acercó y buscó a Lauri. Ella ya no estaba allí. El tapizado viejo todavía conservaba las huellas húmedas del cuerpo de la chica.

Durante dos, tres meses, Lee buscó a Lauri.

Simplemente se había evaporado.

Una noche, bebiendo whisky en el Marítimo, casi borracho, alcanzó a escuchar una conversación. Un médico del Bingo de Noguera, pasado de ginebras, le contaba a un camionero la horrible muerte de una joven paciente. El sarcoma de Kapotsi la había estragado en poco tiempo, contaba el tipo, era una de las muchachas más bellas de la tierra, decía el tipo, y lo peor, la más puta de las muertes la había destruido.

Lee se echó en la garganta el resto de whisky y como jamás había aprendido a llorar, salió a la noche. Se acuclilló y tomó en sus manos una rama reseca con la que dibujó una flecha en el polvo. Se irguió y lanzó la rama con furia. Llenó sus pulmones y antes de echar el aire miró hacia arriba. La luna era un pesado ojo mirando el desierto de piedras.

Lee Cotten regresó a Maine y se reencontró con Leyla, su exmujer.

En la actualidad esperan un hijo. Si nace una niña, la llamarán Mauri.

El autor del relato prendió fuego a la estación de servicio que fuera de su padre.

Hoy vive en Noguera y atiende la barra del Marítimo.