Aquel lugar tenía, como tantos otros pueblos del interior, su fatal fisonomía hecha de casas bajas, patios con flores y jardines perfumados. Cerca de la estación ferroviaria, rodeados por algunos negocios que no alcanzaban a constituir un centro comercial, estaban la iglesia, el cuartel de bomberos, el teatro Municipal y el destacamento policial; todos abrazando a ese verde núcleo cartesiano que es la plaza central, con sus monumentos que evocan a algún prócer de la historia y a algún héroe local.

Para quien viene de lugares demasiado urbanos, todavía resulta asombroso ver gente dialogando amablemente en la puerta de las casas como si los relojes y los ladrones no existieran (¿acaso hay ladrón más implacable que el reloj?) o desandando la vida en los bancos placeros, entre los comentarios de ocasión y alguna que otra discusión encendida, siempre cortada de modo brusco por esas filosas ironías o esas festivas humoradas que sólo parecen florecer en la agudeza, alquimia de parsimonia y sabiduría, del habitante pueblerino. Hasta el cementerio logra, sin la pomposa artificialidad con que intentan (vanamente) hacerlo los cementerios parque, lograr que la muerte sea una certeza apenas perceptible, un rumor más dulce que doloroso, tal vez porque allí cada quien ejerce el arte de morir todos los días, a la hora de la siesta. 

Aquel pueblo tenía también su desfile de bicicletas, sus leyendas y mitologías, mujeres con los ojos como dos amaneceres juntos, hombres que no ejercen el arte de la duda, vecinos ilustres (es decir, todos), cantantes de peña, y el olor a asado que se pelea, en un posible Olimpo de fragancias irresistibles, con el aroma a panadería. En los últimos años, algo de esa sapiencia ancestral y espontánea, había tomado el sospechoso cariz de la nominación marketinera, y una saga de bodegones donde se comía bien, mutó en “polo gastronómico”, con su inexorable desfile de aburridos con plata en busca de nuevas sensaciones.

Aquel hermoso lugar tenía todavía mariposas de día y luciérnagas de noche, y en él se podía comprar tomate con apariencia y gusto a tomate, y un salame candidato a ser lo último que uno querría comer antes de morir. Pero algo le faltaba a ese pueblo, algo que no le falta a ninguno: un representante que hubiese podido desplegar sus alas más allá de su acotada geografía, conquistando las luces de las grandes metrópolis. Se sabe: todos los pueblos tienen un folklorista que triunfó en Cosquín, un actor que llegó a la calle Corrientes (o a París), un corredor de rally que es conocido en España, un basquetbolista que llegó a la NBA o a la liga europea, un cocinero que fue eliminado en las semifinales de Masterchef, un ciclista que corrió el Tour de France, una concejala que terminó siendo diputada nacional, una actriz que vivió un apasionado romance con Robert de Niro, una escritora que ganó el Premio Nacional de Novela, un futbolista que llegó a jugar con el Burrito Ortega en River (aunque una maldita lesión le impidiera debutar en primera), una bioquímica que forma parte del equipo de investigación de la Universidad de Princeton.

Ninguno de estos candidatos a ídolo popular a gran escala había transitado las callecitas, las noches llena de estrellas, ni las primaveras con olor a tilo del pueblo. Por eso, no es extraño que se hubiese decidido, casi como producto final de un acalorado debate, o como el unánime consenso de una pueblada, que “su” héroe era (debía ser) Cachito Frankl, “el Polaco”, el “que había visto en el Azteca, el gol de Diego a los ingleses”.

El Polaco pertenecía a una familia tradicional de terratenientes, tres generaciones de gringos agricultores con buenos contactos en Europa, cuya vida transitaba por lujos y placeres que contrastaban con las humildes “pero dignas” vidas de sus vecinos. Rico, querido y respetado como uno más porque en sus modos no estaba el vulgar ejercicio petulante ni la soberbia asimetría del patrón; aquel junio de 1986, motivado por el buen (inesperado) paso del seleccionado argentino de fútbol en el mundial de México, Cachito lo miró a su padre, Rodolfo, y le dijo, casi como una orden: “Si le ganamos a Uruguay, me voy a ver los cuartos de final”.

Superado el duro escollo charrúa por ese equipo que empezaba a dar señales milagrosas, Cachito cumplió su autoprofecía y llegó por fin al legendario coloso Azteca. Llegó lleno de esperanzas, con esa fe que empecina al hincha, pero sin saber que en él vería la jugada más grandiosa que haya inventado el fútbol (y acaso el deporte), y sin saber que ser testigo de semejante obra de arte lo pondría en el Olimpo de las divinidades profanas de su querido pueblo.

Sonó el himno y los oídos fueron el puente para llegar al centro del alma. Cachito lloró como para quedarse sin lágrimas, como si fuese la última vez que iba a llorar. Se abrazó a otro grupo de argentinos que estaban allí, doblado como cuando se ve el descenso de un féretro hacia su morada final. Sabía que si bien no hay que mezclar el fútbol con otras cosas, la historia y el corazón tienen la costumbre de mezclar las cosas como se les antoja, así que ese llanto lloraba la tragedia de un amigo de la infancia, que había estado en Malvinas, lloraba la culpa de no haber estado allí con su amigo, porque el azar de un número bajo lo había eximido de tal deber patriótico. Y lloraba también, claro, por la emoción de estar allí viendo a Diego, homenajeando la memoria del abuelo Kurt, una de las dos millones de personas (en el caso de él, fue verdad) que aseguraban haber estado el 20 de octubre de 1976 en la tribuna de Boyacá viendo el debut de Diego. Ah…esas paradojas o sincronías que tiene el destino; ahí estaba Cachito Frankl alentando a su selección frente a Inglaterra, frente a esa Inglaterra a la que no había podido enfrentar cuatro años atrás, sin saber que los arabescos de la suerte le tenían preparado el lugar de héroe por haber sido testigo de la capitulación inglesa, en otro campo de batalla.

Cierta incomodidad lo invadía cuando la turba, analfabeta de fútbol, lo obligaba a realizar ese inconcebible ritual llamado “ola”, que compromete nuestra atención cuando en verdad no hay un centímetro de nosotros que no esté enfocado en el césped y sus avatares. Cachito levantaba los brazos de manera mecánica, como si fuese uno de esos muñecos que se usan para anunciar un estacionamiento. “La puta madre” pensaba, “estoy viendo el partido de mi vida y tengo que participar de esta paja…”. Luego, la historia que se precipita. La de Diego, la de él, la historia. El gol con la mano de Dios y el otro con las manos en los pies. El 22 de junio de 2016 se cumplían treinta años del legendario gol de Diego y el pueblo, como no podía ser de otra manera, organizó un gran festejo para recordar el hecho y, por supuesto, para volver a homenajear al testigo de la leyenda. “Sos los ojos de nuestra gente” – dijo el intendente, mirando a un Cachito incomodísimo en su rol de representante de la memoria popular – “Sos nuestro héroe, porque los protagonistas de la historia no serían nada sin sus testigos, y tus ojos pudieron ver lo que los pies de nuestro gran diez tallaron para toda la eternidad”. Luego, un primo lejano de Diego, tal vez apócrifo, recibió una placa y en una pantalla gigante se pasó el gol hasta el hartazgo. “¿Dónde estabas vos?” le preguntó el periodista del diario pueblerino a Frankl, por centésima vez en su vida. Pudoroso, casi con un hilo de voz, dando muestras de un hartazgo que no podía disimular su probada calidad de buen tipo, Cachito contó como si llenara un formulario la historia de siempre, luego preguntó “¿Ya está, están contentos”? y se alejó de la fiesta.

A la mañana siguiente, la calma pueblerina fue azotada por la tormenta de una noticia terrible e inesperada: Cachito se había ido de su casa. Los menos pesimistas lo sospecharon en Europa, alejado de algún problema típico de quienes manejan mucho dinero (“Me había dicho que compró unas máquinas para el campo…se lo notaba nervioso…”, comentó alguien); los más dolidos creían que era cuestión de horas (y no lo fue porque, a la fecha, no se ha encontrado el cuerpo) encontrar la anatomía suicida en el arroyo que da la bienvenida al lugar o en alguno de los ríos vecinos. Unas horas después, la nota hallada en su casa no daba pistas (o las daba en igual sentido para conjeturar la fuga del pueblo o de la vida) de su final, pero explicaba sin margen para vagas interpretaciones las razones de su dolor y de su ominosa incomodidad.

Diego toma la pelota detrás del círculo central, luego de un pase casual y común del Negro Enrique. ¿Quién iba a pensar que el genio endemoniado giraría para ir en busca de todos los ingleses en fila y desairarlos para la historia? Tiene toda la cancha al revés, pero los genios suelen tener el mundo al revés… ¿qué problema puede suponer un rectángulo de césped con un montón de ingleses adelante? Tiene un batallón de dificultades por esquivar, pero el hombre es de Fiorito y ya esquivó muchas. Uno, dos, tres, cuatro, cinco ingleses se desploman como si les tiraran aceite hirviendo, el arquero que se desparrama como una vieja que se patina. Gol, golazo, venganza, humillación, orgasmo…

Diez segundos tardó el demiurgo de Fiorito para realizar su obra cumbre.

Diez segundos…los mismos que tardó Cachito en darse vuelta para pedir una Coca.