“Este libro está dedicado a mi madre, Charlene Bloom, que me dio la vida no sólo una vez sino dos. Sin tu amor feroz y tu apoyo inquebrantable, nada de esto habría sido posible”. La amorosa dedicatoria de Molly’s Game, el libro de memorias de Molly Bloom publicado en 2014 –que será lanzado en el mercado argentino dentro de algunas semanas– llama un poco la atención, teniendo en cuenta que la figura rectora en el seno familiar, siempre a partir del propio relato autobiográfico, parece encarnar nítidamente en su padre. Algo similar ocurre en la adaptación a la pantalla escrita y dirigida por Aaron Sorkin, titulada en la Argentina Apuesta maestra, debut como realizador del celebrado dramaturgo y guionista neoyorquino, dueño –según suele afirmarse– de un estilo inconfundible a la hora de imaginar relatos realistas e intrincados, marcados por diálogos que atraviesan la velocidad del sonido. Interpretado por Kevin Costner, Papá Bloom es esa clase de progenitor obsesionado con el éxito de sus hijos, en este caso puntual, tanto el académico como el deportivo. No tanto un flashback al pasado como capa temporal de una película que viaja constantemente en el tiempo, ida y vuelta, las primeras escenas encuentran a una Molly muy jovencita forzando al límite sus articulaciones en una práctica de esquí en su pueblo natal de Colorado, bajo la mirada atenta y rigurosa de su padre y la mucho más comprensiva de su madre. Ironía: la instructora de esquí es finalmente la mujer, su marido un profesor universitario de psicología. Corolario del esfuerzo: escoliosis, cirugía, extracción de huesos, fusión de vértebras con artilugios metálicos. Lejos de abandonar definitivamente las pistas de nieve, Molly seguiría persiguiendo el sueño: entrar en el equipo olímpico, como su hermano menor Jeremy, tres veces campeón mundial en estilo libre. Sin embargo, la traducción del título completo del volumen de Bloom reza: “El juego de Molly: de la elite de Hollywood al club de chicos millonarios de Wall Street, mi aventura de altas apuestas en el mundo del póquer clandestino”. El destino, entonces, estaba esperando en otro lado, lejos de las blancas sendas en pendiente, posado de manera elegante en las rigurosamente horizontales mesas de paño verde.

En el comienzo –del libro y de la película– el FBI toca a la puerta del departamento de Molly Bloom, en un sobreactuado operativo con armas largas, gritos y cacheos en busca de una inexistente arma de fuego. Los cargos, desde luego, estaban ligados a la práctica ilegal de juegos de azar (“Pero si el póquer no es un juego de azar, sino de talento y pericia”, le dirá luego Molly a su abogado, en esa instancia temprana congelado en una mueca de escepticismo). A partir de allí, se desandarán los pasos que llevaron a una joven de veintiséis años desde el simple rol de asistente y camarera a regenta de uno de los “salones de juego” (la salita de atrás de un local, primero, alguna suite de un hotel cinco estrellas de Los Ángeles o Nueva York más tarde) más populares entre la crema y nata del mundo del espectáculo, el arte y los negocios. Una historia de ascenso, caída y particular redención que vuelve a demostrar la infinita capacidad de adaptación del sempiterno sueño americano. En la pantalla, la influencia del tríptico scorseseano integrado por Buenos muchachos, Casino y la más reciente El lobo de Wall Street vuelve a ser evidente, aunque Sorkin es siempre más recatado, en fondo y forma, que el italoamericano: sus personajes son menos coloridos y las complejidades y paradojas de sus respectivas personalidades no ocultan una singular virtud, ligada no tanto a códigos y reglas de grupo como a una capa profunda de honestidad individual. Casualmente, Leonardo DiCaprio –protagonista del film de Martin Scorsese basado en la historia real de Jordan Belfort– es uno de los nombres que Bloom menciona en su libro como participante recurrente de las sesiones de juego nocturnas. Otras figuras destacadas de Hollywood incluyen a Ben Affleck, el realizador Todd Phillips, Matt Damon y el otrora niño estrella Macaulay Culkin, aunque el jugador central en la trama del texto no es otro que Tobey Maguire, reconvertido en el film en el así llamado Jugador X (interpretado por Michael Cera). Además del ambiente VIP hollywoodense, pasarían por esas mesas de póquer magnates del negocio inmobiliario, empresarios exitosos, músicos de rock y simples acaudalados –descendientes de una u otra aristocracia o bien nuevos ricos– que deseaban participar del juego por impulso ludópata o el más craso cholulismo.

El caballo de Troya

Por cuestiones legales y/o simples necesidades creativas, en Apuesta maestra la mayoría de los nombres propios desaparecen, incluido el famoso bar The Viper Room –propiedad de Johnny Depp durante una década y el sitio donde falleció River Phoenix luego de una sobredosis–, transformado en la pantalla en The Cobra Lounge. Como ocurría en su galardonado guion para el largometraje de David Fincher, La red social, Sorkin toma los elementos centrales de la historia real –siempre siguiendo el relato de Bloom, quien fue consultada constantemente durante el proceso de escritura– para imaginar una versión ficcional que se toma algunas licencias. Como suele decirse, con fines dramáticos. “El póquer era mi caballo de Troya y podía utilizarlo para introducirme y acceder a cualquier parte de la sociedad que quisiera. El mundo del arte, las finanzas, la política, el entretenimiento. La lista era interminable”, afirma Molly en el capítulo once de su libro, poco antes de su primera caída en desgracia y posterior mudanza a la Costa Este de los Estados Unidos. La de la “Princesa del póquer”, como comenzó a apodarla la prensa amarilla luego de que su caso llegara la opinión pública, es la historia de una mujer tenaz y corajuda. También la de una auténtica trepadora que logró utilizar las debilidades ajenas –la afición por el juego, fundamentalmente– para alcanzar sus propios objetivos. Y, finalmente, el relato de una mujer inteligente y atractiva que consiguió abrirse camino en un mundo dominado por hombres poderosos sin transformarse de inmediato en víctima. La conversión de Molly Bloom en celebridad luego del sonado caso judicial y la publicación de su best seller es la confirmación de un talento innato para la supervivencia: la crisis como trampolín para la reinvención, la reconversión del mal trago en nueva oportunidad. En un momento de la película, el abogado interpretado por Idris Elba inquiere a la mujer acerca de las varias ofertas de adaptación de su historia personal al cine, un momento de autoconsciencia fenomenal: la propuesta ganadora terminaría siendo, desde luego, la película que contiene esa escena, Apuesta maestra.

La tensión entre todos los componentes esenciales del personaje –que incluyen, desde luego, una característica que podría definirse como proto feminista, aunque se estructure y materialice de manera no consciente– es lo más interesante que se desprende del texto original y del film de Sorkin. Jessica Chastain es, en ese sentido, una elección perfecta, casi lógica, para interpretar el personaje: la actriz de La noche más oscura reúne en su persona cinematográfica las dosis necesarias de vigor, belleza y carisma –también cierta fragilidad, evidente sobre todo en la mirada– que Sorkin utiliza para construir una Molly Bloom bigger than life. Si es que tal cosa es posible. Que el nombre del personaje y de la persona en la cual éste se basa sean idénticos al de la esposa del Ulises de James Joyce debe ser casual: muy lejos está esta nueva Penélope de tejer y destejer mientras espera pacientemente que ocurra aquello que es ansiado. Por el contrario, su urdimbre en forma de red es construida meticulosamente con un fin concreto. Entrelazado entre las veladas de juego de alto riesgo, en un tiempo presente que no tiene su origen en las páginas del libro, Apuesta maestra dispone algunos pormenores de la lucha judicial entre Molly y el Estado, que apenas ha comenzado. La reticencia inicial del abogado a tomar el caso, las primeras visitas al juzgado, las conversaciones privadas con los fiscales forman parte de las prácticas, estratagemas y subterfugios legales que Sorkin ha replicado, literal o metafóricamente, a lo largo de su carrera en muchas de sus creaciones.

Hecho en Hollywood

Hijo de un exitoso abogado especializado en casos de litigación sobre propiedad intelectual, en 1989 Sorkin estrenó la pieza teatral que se transformaría en el puntapié inicial de su carrera en las grandes ligas. No casualmente, A Few Good Men –que pocos años más tarde sería llevada al cine con su propio guion y dirección de Rob Reiner y estrenada en la Argentina con el título Cuestión de honor– era esencialmente una trama judicial, ese popular género dramático que forma parte de la quintaesencia de la narrativa estadounidense. Más tarde, ya como exitoso creador y guionista de series televisivas, llevaría esos mismos mecanismos de lucha de ingenios –basados en diálogos lúcidos y veloces– al mundo de la altísima política (The West Wing) y al del periodismo (The Newsroom). Según afirmó en una reciente entrevista con el periódico británico The Independent, en los dramas judiciales “el campo de batalla está perfectamente delineado. Los riesgos son clarísimos, como así también las intenciones y los obstáculos. El jurado hace las veces de audiencia y necesita ser convencido de algo. El lado que cuenta la mejor historia va a ser el que gane”. En cuanto a la forma muchas veces florida con la cual sus personajes suelen comunicarse, declaró que era muy consciente de “tener un estilo característico, aunque no es algo de lo cual sea muy consciente. Así es como escribo. Sería tonto tratar de no escribir como lo hago. No trato de escribir de la misma manera en la que la gente habla en la vida real, sino que intento hacerlo de una manera más entretenida”.

Luego de describir ganancias y pérdidas millonarias, de relatar su caída en el abuso de drogas legales e ilegales para mantenerse despierta o poder dormir, de retratar el patetismo de algunos jugadores y de recordar el violento encuentro con las estructuras mafiosas del juego ilegal, Molly reflexiona, cerca del final de su libro: “Me han preguntado muchas veces: ‘Si tuviera que pasar por todo esto de nuevo, ¿elegiría el mismo camino?’. Mi respuesta es sí, mil veces sí. Viví una gran aventura. Aprendí a creer en mí misma. Fui valiente y me engrandecí. También fui imprudente y egoísta. Me perdí en el camino. Abandoné las cosas que importaban y las cambié por riquezas y estatuas. Tenía sed de poder e hice daño a la gente. Pero me vi obligada a enfrentarme a mí misma, a perderlo todo, a darme de bruces ante el mundo, y las lecciones que aprendí al levantarme fueron tan valiosas como las que recibí al caer”. Palabras inspiradoras –ese término comodín que tan bien suena– que cierran con papel de regalo y moño a tono un relato que nunca termina de ser admonitorio, pero sí contiene elementos de fábula con moraleja. En la película, Sorkin echa mano a dos recursos que parecen estar por debajo de su talento habitual: la recurrente imagen-símbolo de una ramita de pino como mojón del derrotero de la protagonista y una escena entre padre e hija que, más allá del tono ligeramente irónico de las ideas y conceptos de raíz psicológica que se expresan, termina funcionando como explicación de los sentimientos, actitudes y actividades de la heroína. En el fondo, se trata de caer para volver a levantarse. Caer, no como el fin de un movimiento sino como el punto de partida de otro: el acto de levantarse con renovadas fuerzas. La llegada de Apuesta maestra a los cines puede entenderse como la posible coronación de todos los sueños de Molly Bloom: tener una versión hecha en Hollywood de su propia vida y participar de sus ganancias en la taquilla.