La cultura de masas tiende a proponerse, a veces con deliberada confusión, como sinónimo de la cultura popular. Hoy, cuando las canciones de las hinchadas de fútbol son sistemáticamente versiones del último hit calculado en un estudio, es difícil encontrar una producción cultural que no esté determinada por algún producto industrial previo. La dirección de las influencias no siempre fue así, y hay un momento privilegiado a principios del siglo XX en que una naciente industria de la cultura de masas, que todavía no contaba con un catálogo propio para saquear y repetir, se nutría de toda la historia de la cultura letrada tanto como de las antiguas tradiciones de aquello que sin salvedades podemos llamar “cultura popular”. En esos años, los Estados Unidos fueron un laboratorio de experimentaciones que, en la combinación frenética de inmigración, culturas tradicionales, desarrollo económico y capitalismo, inventó o hizo estallar el jazz y el blues, la novela negra, el cine y la historieta. 

La vida de la familia Carter está en el centro de esa ebullición Su historia ilustra la transformación de una familia de agricultores y músicos aficionados en estrellas: un camino que va de las plantaciones de tabaco a la televisión. La novela gráfica de Frank M. Young y David Lasky, editada en Estados Unidos en 2012 y traducida en 2017 ofrece un recorrido admirado a esa historia.

Los Carter eran granjeros de Virginia, en una localidad pobre, fuertemente religiosa y conservadora: Alvin Pleasant, el fundador del grupo, dejó de tocar el violín porque su madre lo consideraba un instrumento del diablo. A. P. Carter se casó con una joven de hermosa voz, Sara. Su hermano, con la prima de Sara, Maybelle, una virtuosa guitarrista. Juntos, comenzaron a tocar canciones tradicionales en reuniones familiares y fiestas de pueblo. El corte con ese mundo preindustrial se produjo por la llegada de una tecnología con apariencias de magia: el fonógrafo. Como para vender discos y fonógrafos hace falta que haya grabaciones, las empresas (la paradigmática Victor Talking Machine Company que sería adquirida por la RCA en 1929, con su “Victrola”) se dedicaron a captar talentos en los pueblos y pequeñas ciudades del interior de los Estados Unidos. Entre esas grabaciones, se recuerdan las Bristol sessions, “el big bang del country moderno”. A partir de esas grabaciones, los discos de los Carter comenzaron a circular y a venderse para sorpresa, sobre todo, de los propios músicos.

Los Carter ofrecían una combinación de productividad y carisma. La voz de Sara y la guitarra de Maybelle daban cuerpo al flujo incesante de canciones –llegó a producir entre veinte y treinta por año– que A. P. Carter recopilaba en granjas, minas e iglesias y luego trabaja junto a su esposa y su prima. Con el laxo sentido de la propiedad intelectual de aquellos años, los Carter le dieron un sonido moderno a canciones que tenían décadas o siglos. 

El libro de Frank M. Young y David Lasky elige contar brevísimos episodios, organizados en forma cronológica, con una canción clásica de los Carter como título. El clima de época acompaña la forma del libro. Cada página es un homenaje a las historietas que publicaban los diarios norteamericanos de la época. El dibujo, sencillo y deliberadamente tosco, recuerda al de Mutt y Jeff o Little Orpham Annie y, sobre todo, a la maravillosa Gasoline Alley de Frank King, la historieta que acompañó durante décadas el crecimiento y la madurez de sus personajes en páginas que La familia Carter homenajea en su paleta de color y en el dibujo y cita en algunas de sus páginas más elegantes. Como en su modelo en los suplementos dominicales de los diarios, las historias pueden ser mínimas y se organizan alrededor de un remate, que puede ser tanto un gag como una reflexión melancólica. Una secuencia, incluso, se presenta en pequeños episodios de cuatro viñetas en blanco y negro con un título propio, como las tiras diarias de la época. Las historietas se dirigían al mismo público, y también surgieron gracias a los avances en las tecnologías de impresión.

 Otro desarrollo tecnológico impulsó a los Carter a la fama: la radio. El contrato de una radio de frontera, en México, en 1938, los acercó a miles de hogares norteamericanos y es, con justicia, un punto central del libro. La radio era propiedad de un personaje casi inverosímil, el “doctor” Brinkley, que se había hecho millonario con la venta de dudosos tónicos medicinales, en particular contra la impotencia. Las bolsas con cartas de los fans, de todos modos, no terminaron de organizar la precaria economía de la familia ni evitaron los costos de la ruptura entre la vida tradicional y rural y el mundo moderno. De hecho, es por esos años que el grupo original se rompe, junto con el matrimonio entre A. P. y Sara. No es casual que las canciones de los Carter hablen siempre de pérdidas, tristezas, golpes y caídas, y esa sensación de desarraigo es la que puede seguirse en su biografía.

La fama de la familia Carter sobrevivió al olvido y los destaca entre la multitud de cantantes de música country que grabaron para Victor o sonaron en la radio. Años después, Johnny Cash incorporó a Maybelle Carter a sus giras. En sus memorias, recordó que “tenerla en mi show fue la poderosa confirmación de la música que más amé. Me mantuvo en las tradiciones de las que vengo”. Miembro de la “segunda generación” de los Carter fue June, la compañera de Johnny Cash durante treinta y cinco años. La página final del libro muestra a June y Johnny, en 1967, cantando bajo el manzano que plantó A. P. Carter en 1914.

Sería posible imaginar a los Carter como los héroes de una historieta reproducida en miles de diarios en Estados Unidos, por los años de la Gran Depresión: muchos actores y celebridades de la radio tuvieron su celebrity strip. Hubiera sido un lógico resultado de sus orígenes populares y sus carreras masivas; la historieta era muy habitualmente el escenario para esos saltos del cine, la radio o la música y era parte de esa mixtura entre cultura popular y negocio. Hoy, signo de los tiempos, su historia se publica en un elegante volumen de tapas duras bajo la etiqueta de “novela gráfica”.