En 2008, Gabriel Báñez ganó el Premio Internacional de novela Letra Sur por La cisura de Rolando, suerte de reconocimiento extensivo también a una obra que se había iniciado en 1979 y que había alcanzado solidez a partir de los ‘90 con la publicación de Paredón, Paredón; Virgen, Los chicos desaparecen; El circo nunca muere y Cultura. Por esos días, el narrador y periodista platense avanzaba con la versión final de una nouvelle de la que ya sabía hasta el título: Jitler, “con J, eh”, como solía advertir a los amigos. Pero todo eso fue antes “del invierno del infortunio”, tal como señala el narrador y critico Luis Chitarroni (acerca de la decisión última de Báñez, en 2009) en el cariñoso prólogo a este trabajo póstumo que acaba de lanzar La Comuna Ediciones, editorial creada en 1998 por el mismo Báñez.

“Antes de su muerte –explica el narrador y ahora editor Facundo Báñez–, mi viejo me había dejado un original para que lo lea y cuando decidí continuar su trabajo en la editorial, lo desenfundé. Fue entonces cuando hallé que había otro original que tenía una de las chicas que labura en el sello. Lo cotejé y advertí, aunque menores, cambios importantes de palabras, giros acaso imperceptibles para una lectura rápida, y acotaciones que aparecían en una versión y en la otra no. No es que había un original corregido y otro no. Era una historia desdoblada y, en alguna medida, creo que mi viejo tenía listas las dos versiones para publicar. Lo que hice fue enfrentarlos y así decantó en esta versión, la definitiva”.

La portada de la novela es un ingenioso fotomontaje donde se puede observar a Hitler emponchado y con vincha entre caciques tristes y cautivos. Humorada perfecta que sirve de puerta de entrada a la trama histórica de fondo aunque (como en casi todas las novelas de Báñez), esa puerta será destruida en pocas páginas porque lo importante siempre es otra cosa: la estupidez del hombre en su intento por construir lenguaje. 

Todo empieza con la búsqueda de un libro firmado por un alemán, Adolf Robert Lehmann-Nitsche (1872-1938), antropólogo, quien es contratado a principio de Siglo XX por Francisco Pascasio Moreno, director del Museo de Ciencias Naturales de Plata, para clasificar y analizar diez mil piezas óseas de las víctimas de la avanzada militar en el sur (la conquista del desierto), y en el norte, Chaco. Cuando el científico baja al subsuelo del edificio platense, no sólo encuentra huesos sino a “representantes vivos de razas inferiores” (Perito Moreno dixit) quienes, además de cumplir tareas de limpieza y otros menesteres, tenían la tarea de dejar exhibirse desnudos a pedido de científicos interesados en los aborígenes. Allí estaba el famoso cacique tehuelche Inakayal junto a sus dos mujeres y su hija, y Damiana, una niña de la comunidad guayaquí que era protegida del Dr. Alejandro Korn. Tras la muerte de algunos de aquellos refugiados, sus cuerpos fueron segmentados, puestos en frascos y mostrados como trofeos. Pese a lo macabro de este episodio histórico, convertido ya en leyenda, Báñez (atento siempre a las apariciones fantasmagóricas de raíz religiosa, ritos, curandería y otras marginalidades celestiales), optó por otro camino: seguir los pasos del alemán, que durante los treinta y tres años que vivó en estas tierras no sólo escribió textos de carácter científicos sino que se propuso estudiar el lenguaje, los usos y costumbres locales, elaborando algunas teorías pseudo lingüísticas como el diccionario de Textos Eróticos del Río de La Plata. Claro que para esas investigaciones usaba otro nombre: Víctor Borde, suerte de Mr. Hyde del científico. Seguramente esa duplicidad del alemán fue lo que más le fascinó al novelista platense para convertirlo en personaje central, ya que el mismo Báñez ahondó en la confrontación de espejos con los dobles Ibáñez de Cultura o el Bernardo Benzano de Virgen.

A partir de la pesquisa de esos rastros, Báñez desplegó, en clave de crónica periodística y de investigación, un juego narrativo de altísimo cinismo no sólo sobre lo policial y el best seller de suspenso, también (cierto tufo borgeano) sobre la solemnidad del lenguaje cientificista, hasta llegar al mismísimo Führer que conversa con Lehmann-Nitsche sobre los libros de Víctor Borde como si fuera otro autor y pide explicaciones sobre el significado de palabras tales como “manfloro”.

“Entiendo que, acaso junto con Cultura, ésta sea de las novelas con mayor carga de atrevimiento, si por atrevimiento reconocemos no navegar por las aguas cómodas de un registro narrativo que resulte familiar y conocido”, señala Facundo Báñez y agrega: “Lo que más admiro de Jitler es que, en ese lenguaje aparentemente simplón que adopta la novela por momentos, no se pierde una de las marcas distintivas de la obra de mi viejo: el humor y cierta valentía para encarar los temas. De algún modo, pienso, hay que tener coraje para hacerlo hablar a Hitler en la historia y no derrapar en el intento”.

Hacia el final, Bañez dice que “Jitler fue siempre Jitler”. No hay que buscar más, amén de la “convicción fricativa con que pronunciamos la hache”, y más allá de cierta sociedad oculta llamada Jota (con Perón, croatas y criminales nazis). La insistencia de esa “J”, por qué no, podría resumir el carácter último de esta pequeña joya de poco más de cien páginas: si el lector creyó que en este libro iba a encontrar sólo una historia, va a llevarse una sorpresa.