“Hacía años, desde muy joven, quería escribir un western. Soy un fana de los western novelitas, así como de los western películas”, arranca a contar el narrador Miguel Ángel Molfino (1949) sobre su reciente Pampa del Infierno, editada por Revólver Editorial. Sin embargo antes de contar el origen de este “western negro”, tal como él como lo llama, el autor de Monstruos perfectos, entre otros libros, se detiene en el dibujo de la portada creado por el ilustrador Diego A. Giménez, donde se observa la silueta de un hombre armado y a caballo que, acaso, deja atrás un infierno en llamas. “Cuando me presentaron la idea me impresionó mucho el dibujo, me gustó ese aire a las tapas de las viejas pulp fiction cowboys que uno solía comprar en los kioscos de la infancia. Sin embargo, la ilustración no contiene una historia en sí. El jinete no huye de nada ni avanza hacia ningún infierno, digamos que es una muy buena ilustración que nos habla de los hechos y calamidades que suceden en la trama”.

Hechos y calamidades. Así son los western. Y entre esos dos ejes, la aventura y el encuentro con un destino que, casi siempre, resulta ineludible. El protagonista es Kenneth Parker, nacido en el árido condado de Tom Green (Texas) a principio del siglo XIX. Un día su padre lo empuja a buscar su propio camino. Con una estrella de sheriff colgada en el pecho, parte entonces de la tierra yanqui y emprende su viaje a este sur detrás de los buenos dólares que se ofrecen por la caza de Sundance Kid y de Butch Cassidy. Sin embargo a mitad de la travesía, donde conoce pistoleros y vengadores, (incluso a un joven Pancho Villa), se entera por Truman McParland, detective de la Pinkerton Agency, la noticia de que los fugitivos fueron asesinados en Bolivia. A partir de entonces la brújula del destino se rompe para el texano: se convierte en buscado de oro, y asiste a muertes, duelos y emprende venganzas. Hasta que la tragedia del western encuentra su lugar: Pampa del Infierno, en el centro de la provincia del Chaco, donde, al igual que en los films de lejano oeste americano, la violencia encarna la fundación de un territorio y define las leyes: indios, inmigrantes, desertores y misioneros. Todos ellos ante el eterno duelo entre civilización y barbarie, y con la naturaleza, su furia, como telón de fondo. Aquí es donde Molfino, sabio narrador, con prosa ágil y punzante, sin esquivar el humor, deja su marca: el western y el policial se disuelven en un relato sobre la condición humana. “El gran peligro no está en las fieras salvajes ni en las tribus levantiscas sino en las primeras –monstruosas, abusivas– de la civilización”, advierte Horacio Convertini en la contratapa, para agregar luego: “Porque Pampa del infiernoes, además de una aventura atrapante, es una mirada sobre el método brutal con el que se hizo el país, cuando la suerte de lo público y lo privado era una sola y se sellaba con pólvora y sangre”.

–¿Y cómo se dio al final la posibilidad de escribir un western?

–De viaje por Neuquén, en 2008, leí, de puro aburrido, un pedazo de un ejemplar del diario Río Negro tirado en una YPF de la ruta. Allí leí la historia de Martin Sheffield, texano, que llegó como sheriff a la Patagonia a fines del siglo XIX, con el fin de apresar a Butch Cassidy y Sundance Kid. Ya cuando este hombre llegó, los dos bandidos habían sido abatidos en Bolivia, de modo que decidió quedarse en la región. El daguerrotipo de Sheffield me abrió el dique de la novela. Si bien se había hecho famoso porque insistía en que había avistado un Plesosaurio saliendo de un lago del sur, una especie de Ness patagónico, el tipo me atrajo hasta crear todas las circunstancias de la novela que hoy se llama Pampa del infierno.

–¿Por qué un western?

–Los géneros son convenciones creadas para entretenimiento de críticos y docentes. Las novelas podrían renunciar a las clasificaciones porque, en definitiva, existen solo para ser leídas. En fin, a veces pienso estas cosas. Otras veces, no. Como hoy, por ejemplo. Mi amigo Mempo Giardinelli dice en su libro sobre Novela Negra que el western es el origen de la novela negra. Pero también creo que, en los últimos años, en el país se vienen creando novelas rurales, policiales, que mantienen los tópicos del hard boyled argentino. Como si se invirtiera cierto orden establecido. Pampa del Infierno, como Monstruos perfectos, sin duda están inscriptas en ese vacilante territorio. 

–¿Cuáles son los rasgos comunes de esta literatura policial rural?

–La acción y la violencia, la política como corrupción y devastación social, los ambientes hostiles, estilo llano y directo, pregnancia del paisaje rural, las temperaturas y los climas, la conquista de territorios, la lucha contra los indios y los desertores, la fundación de poblados, la inmensidad desconocida por lo vasta considerada como otro. En cuanto a si las causas son justas o no, creo que poco importa el tópico. Creo más en la tragedia a secas, sin final justo o injusto, como cicatriz permanente de los personajes de los western. Y si mi novela dice en su portada “Western negro”, fue porque nos gustó al editor Iñigo Amonarriz y a mí. 

–Como en todo western, hay una idea del destino, un destino fijado o por cumplir.

–En Ken no existen las ideas de destierro ni destete. Hasta su madre entiende el destino del hijo: su vida será lejana, no lo volverá a ver, es para ella como un joven “bravo” de su tribu: su cuerpo pertenece a la guerra y a los enemigos. Ella solo puede invocar a sus dioses. “No te demores o llegarás tarde a tu funeral”, le dice el padre a Ken en un momento de la despedida. No le dice más que: rápido, que la vida no espera. No llegues tarde a ella o te sorprenderá la muerte antes de haber experimentado todo lo que te aguarda más allá del horizonte. Este dicterio marca el comienzo del viaje iniciático. Quiero destacar el respeto que le tiene Ken a las culturas indígenas debido a que su madre es navajo y como repitiendo la propia historia (diría Freud) su mujer es mapuche. Si profesara una religión, Ken adoraría al copioso cielo de los navajos y los mapuches. Siente sus espaldas seguras colocándolas a resguardo de las lealtades wichís. Sus hombres son wichís, sus historias ancestrales le fascinan. En cuanto a los makás, la despiadada tribu guaranítica, funcionan en otro registro. Los makás son la amenaza, la inminencia de algo terrible que no termina de suceder. Los makás son la espera que sopla en la selva y el desierto, son la muerte, son el ataque infinito que jamás explota (a la manera de El desierto de los tártaros), son el Otro infernal.

–¿Qué libertades y qué limitaciones tuvo al transitar o bordear los géneros como el western y el policial? 

–Piglia dijo alguna vez sobre su “Blanco nocturno” que se parte del género, pero no para cumplir sus reglas, sino para usarlo como trampolín para llegar a la libertad de la literatura. Y escribir te hace libre, escribas western, novelas góticas, de ciencia ficción, distópicas, lo que sea. Pampa del infierno me dio una intensa libertad porque –mientras avanzaba– sentía que recuperaba la perdida felicidad de la infancia. Volví a ser un chiquilín, enfrascado en los matinés del domingo, enfrentando a los maleantes junto a Gary Cooper, Randolph Scott o Stewart Granger. Fue muy emocionante. Cuando supe que ya la había terminado, se me llenaron los ojos de lágrimas. Alguien había encendido la luz y todos debíamos retirarnos del cine. Siempre me dolió el corazón cada vez que una película terminaba.