Se anunciaba a las siete pm y terminó empezando ocho y cuarto, con el sol en baja y la única industria nacional en alza (la cerveza) en manos de una multitud. O en una multitud de manos que, entre ambas franjas horarias, aplaude y amaga cantitos a la espera de ellos, y de él. El, es –claro– Luis Alberto Spinetta, el enorme músico argentino que estaría cumpliendo 68 años, si los fueyes no le hubiesen jugado una mala pasada hace casi seis. Ellos son todos los que no olvidan ni perdonan. No olvidan sus canciones, su magia, su materializada intención de buscar la belleza para encontrar la del otro, sus hechizantes melodías, sus poesías dignas de un nigromante de la palabra. Y lo que no perdonan es que alguien se lo haya arrebatado tan temprano. No lo perdonan ni ellos, los que van a tocar, ni las dos mil trescientas personas que revientan el patio abierto del Konex. Mucho calor. Mucho sudor, entonces. Y un tema de Led Zeppelin que suena fuerte para matizar la espera: “Since I`ve Been Loving You” (“Desde que te amé”). Tal vez haya quien recuerde cuándo fue la primera vez que amó al Flaco. Puede ser, si es de los más jóvenes (que los hay y muchos) que haya sido al momento de escuchar “Fuga”, aquella tardía e introspectiva gema a capella que hoy retoman dos de sus adláteres principales (Claudio Cardone y el Juan Carlos Fontana, el “Mono”) para sumar un colchón de teclas sobre una voz que da pistas de su eternidad: “A mí dejame bajo el mar / donde la luz se precipitó / en la ironía… de mi alma”. 

Así comienza la noche que se ha dado en llamar como una de las canciones del cumpleañero: “El marcapiel”. Hierve el crepúsculo, pero una leve brisa roza los cuerpos como aquellos inolvidables conciertos veraniegos de Luis en el Parque Centenario, en Barrancas de Belgrano, en los bosques de Palermo o en la 9 de julio. La bóveda celeste se va tornando azul oscuro e irrumpe Javier Malosetti, alma mater de la cosa. “Feliz cumpleaños, Luis”, grita él, desde el costado izquierdo del escenario. Con el bajo ya calzado sobre los hombros, presenta la que será “la banda base” del tributo: Lito Epumer en guitarra, Sergio Verdinelli en batería y Daniel Ferrón en voces. A ellos se suman dos almendros (Rodo García y Emilio del Guercio) para cantar, entre ambos, dos perlas de las horas tempranas: “Hoy todo el hielo en la ciudad” y “Fermín”. Sus manos giran y las demás también para romperse en aplausos que hubiesen sido más intensos si el sonido hubiese acompañado. El bemol no empaña la fiesta, claro. Sale Verdinelli un rato, entra Daniel Rawsi (baterista ex Rael y actual Genetics) y suena “Es la medianoche”, una de esas piezas que delira a los (re)descubridores de una obra que aún mantiene sus enigmas. Y vaya si hay de ellos en el disco que la incluyó: Don Lucero. 

Ferrón debe vérselas no solo con ese tema un tanto complejo para cantar sino también –y sobre todo– con el que viene luego: “Amarilla flor”, de Jade. Ambos, parte del acervo “duro” del flaco que era el único capaz de llegar a esos raros registros vocales. Y sí, hay que decirlo: si algo tienen de impotencia los homenajes es que precisamente no está el homenajeado, y en este caso el vacío se duplica porque la voz de Luis, su estilo hiperdefinido, fue una de las marcas constantes de su arte. Tal vez la más. Por eso Ferrón lucha, pero sale airoso. “Yo dejo todo y me voy al limbo de tu piel” y chau. Aplausos. El sonido, ahora si, se va ajustando hacia el corazón de la luna y es momento del mandato de  la sangre. Sale Rawsi, entra Spinetta (Gustavo) y la banda articula un viejo tema de Artaud (“Cementerio Club”) con su batero original. La versión es levemente diferente de aquella (un blues lisérgico se deja impregnar por ciertos toques de jazz) y da paso a uno de los momentos más calientes de la noche. 

Baltasar Comotto, poderoso guitarrista de Para los árboles, hace detonar los decibeles de la escena con una tremenda versión de “Yo miro tu amor”. Un torbellino sónico proviene de esas cuerdas que también abastecen al Indio Solari. Lo que se escucha, en esos ataques demoníacos, es una espesura vital que liga con el de por sí espeso verano porteño. Y recuerda otro de los legados clave del flaco: transformar en belleza locuras, misterios y complejidades. “Nos tomamos un respiro porque lo que viene es cosa seria, amigos”, lanza Malosetti que también oficia de maestro de ceremonias–. Y lo que irrumpe es cosa seria, obvio: el gran Carlos Alberto Rufino al bajo. “Olé, olé, olé, Machi, Machi” (con acento en la í) es el cántico que se apodera del espacio. Lo que hace el metrónomo humano de Invisible es ir hasta “Durazno Sangrando” (lamentablemente, el único tema de la mejor banda de Spinetta que suena en el tributo), cantarlo, tocarlo, viajarse con todos, con todas, y seguir en plan de delikatessen musical, ahora mediante “Era de Uranio”, y con el tecladista de Bajo Belgrano (Leo Sujatovich), a su lado.

Vuelve Malosetti, abrazo de titanes, y fuga hacia otra de las perlas preciosas de Jade: “Enero del último día”, del disco Madre en años luz, el último de aquella banda y primero en ser grabado en máster digital. Epumer y Fontana formaron parte del hito. Malosetti y Machi no (el bajista fue César Franov) pero la versión no destiñe. “Hay como un aire extraño / por todos lados / –nena que te estoy perdiendo– / y enloquecidos corren / luego cada uno regresa a su casa / y no hace más nada / y no hace más nada” (¿otro presagio spinetteano, tal vez?). La multitud corea ahora a Epumer, cacique de la guitarra, mientras retorna Del Guercio. “Estamos celebrando un cumpleaños, no nos olvidemos”, recuerda el ex Almendra y Aquelarre, que en el día del músico saca del arcón una canción acorde: “A estos hombres tristes”, y se vuelve a juntar con Rodo García para otro de los momentos más breves, sorpresivos y hermosos del convite: “Leves instrucciones”, del segundo disco de Almendra. Tras ese haz de luz la rockean con una que sí saben todos: “Ana no duerme”.

Ahora le toca el turno a Pescado Rabioso. Rubén Goldín, cuya voz luce igual –o mejor, incluso– que en épocas de la trova rosarina, trae otra de las piezas que forman parte del riñón de todo spinetteano que se precie de tal: “Cristálida”, o “Aguas claras de Olimpos”, del doble de Pescado, es otro de los puntos álgidos, marca pieles. La interpretación de Goldín roza lo impecable y la última frase queda latiendo en los corazones: “Todo gigante muere cansado de devorar a los de abajo” (¡ojalá!). Sobrevienen “Iris”, tema registrado en Los Amigo, que Luis no alcanzó a tocar en vivo, y “Casas marcadas”, abrillantada por la voz de Goldín, la guitarra acústica de Ferrón, y dibujos hechos por Spinetta que se proyectan en la pantalla del fondo: automóviles, seres deformes, casas, cosas… futurismo pictórico de entre casa. 

Diez de la noche en punto. El calor no afloja un grado y encima sube David Lebón con la guitarra en llamas. “Feliz cumpleaños Luis y, nada, a disfrutar”, lanza el rabioso pescado y mete un giro calmo con “Laura Va” para luego sí atacar a dos puntas (la otra es la de Ricardo Mollo) con un proyectil que siempre da en el blanco: “Despiértate nena”. Las nenas se despiertan, lógico, y se suben al rayo de amor melancólico que determina la que sigue (“Figuración”) cantada por Mollo. “Vamos a llamar al más grande de todos… yo no tengo ninguna objetividad si tengo que hablar de él”, anuncia Malosetti. Y el anunciado es León Gieco. La misión es cantar con todos (incluso los padres de los chicos del Ecos fallecidos en el accidente vial, en 2006) la canción “8 de octubre”, y después sí disfrutar del himno nacional de la ternura (“Todas las hojas son del viento”), de una versión colectiva (con todos los músicos en el escenario) de “Quedándote o yéndote”, y de ese rocanrolazo cuadrado y conmovedor que el imaginario spinetteano se niega a olvidar, pese a sus casi cincuenta años de existencia: “Rutas argentinas”.  “¿Cuánto tiempo más llevará?”… seguro que mucho, probablemente todo… a los seres que te hacen la vida un poco mejor es imposible olvidarlos, porque precisamente vencen al tiempo.