“Lo más difícil de ver es lo que está ahí”, escribe John Alec Baker. Sin embargo, a los treinta, cuando empieza a escribir El peregrino, Baker no es lo que se dice - o se entiende - por un escritor, Baker no lo es. Y no parece interesarle mucho serlo. Tampoco se propone enseñar nada y, en este sentido, podría aducirse que no es, aunque pueda serlo, un maestro. Y entonces sobreviene la pregunta: maestro de qué. Por qué no, en un gesto de humildad, deviene maestro de un aprendizaje.

 Nacido en 1926 en Chemsford (Gran Bretaña), hijo único de una familia de clase media baja, concluye su educación a los dieciséis. No obstante, lee poesía y a Dickens. Se casa en 1956 con Doreen Grace Coe, con quien vivirá treinta y un años en Essex. Ninguno de sus trabajos es destacable: corta árboles, cosecha manzanas, es mandadero del British Museum y encargado de la Asociación Automovilística del condado, aunque no sabe manejar y su vehículo es la bicicleta. Contra lo que se imaginó después de la publicación de El Peregrino, nunca fue bibliotecario. Tampoco tuvo contactos con el ambiente literario de su tiempo.

Internándose en un bosque solitario, entre robles y olmos, escribe: “La calma, la soledad de los confines me atrae”. Camina por campos y playas, camina atravesando paisajes en los que, cada tanto, puede levantarse una iglesia lejana, una granja, una máquina agrícola y, a menudo, algunos cazadores. Camina bajo el sol y también bajo la lluvia. Camina hasta el agotamiento.  Camina observando el cielo. “Siempre he deseado ser parte de lo abierto, estar allá, al borde de las cosas, dejar que la pureza humana se enjuague hasta el vacío y el silencio. Por años las vi  como un temblor  al filo de la visión”. Baker lo confiesa: “Llegué tarde al amor por las aves”. Hasta que un día, por curiosidad de lugareño o repentina iluminación, decide observar - la vigilancia, atenta, maníaca, persecutoria es lo suyo-, y se fija en los halcones peregrinos. Entonces anota “la pasión y la violencia súbitas que los peregrinos arrebatan al cielo”. Baker no es un cazador sino, como queda dicho, un observador y en la acción de observar, se comporta como tal. “El cazador debe convertirse en lo que caza”. Y luego: “No hay vínculo más grande que el miedo compartido”, registra. “El tiempo se mide por un reloj de sangre”. Su propósito, avisa: “Voy a dejar en claro lo que es la matanza”. Durante un invierno, llevará un diario, pero no le será suficiente: “Seguí el peregrino durante diez años. Para mí era el grial”. Y aclara: “Quedan pocos peregrinos, habrá cada vez menos y quizá no sobrevivan. Muchos mueren de espaldas, insanamente aferrados al cielo en las últimas convulsiones, mustios y consumidos por el polen sucio, insidioso de los pesticidas. Antes que sea tarde, he procurado recapturar la belleza extraordinaria de esa ave y trasmitir la belleza de la tierra en donde vivía, una tierra que para mí era tan gloriosa y profusa como África. Es un mundo que agoniza, como Marte, pero que aún resplandece”.

El párrafo anterior apenas da cuenta, con unos pocos subrayados, del sentido de este libro tan prodigioso. Lo advierto, estos son unos pocos subrayados, ya que a lo largo de la lectura no paré de subrayar, anotar y fichar, al principio cumpliendo con un requisito de comentarista y luego, fascinado, por el puro gusto de marcar pasajes inolvidables en los que el lirismo, a pesar de una prosa directa, lo conquista a uno y no lo suelta hasta el final. Que conste, cuando se termina la lectura, se siente haber compartido, una experiencia única, una sensación similar al vuelo, los sentidos alerta y en suspenso. Los halcones que Baker sigue y persigue en poco más de doscientas páginas, proceden de Escandinavia, vienen tanto de Noruega como de la tundra lapona. Y cuando por fin sobrevuelan Essex, donde habrán de quedarse desde octubre hasta abril, allí está su cronista, esperándolos, a veces con un telescopio, a veces con un largavista, siempre pendiente de su cotidianeidad. Que se centre en los halcones no significa que descuide los comportamientos de cuervos y perdices, palomas y búhos, urracas y zorzales, y un sinfín de presas del peregrino que, según informa Baker, nunca mata por placer. Sencillamente se alimenta. Mera supervicencia. “No hay criatura carnívora más eficiente ni piadosa que el peregrino” escribe Baker. Y se interna en un campo anegado, alcanza el estuario, la costa, el mar, los rompeolas, y analiza cómo los halcones, siempre desde abajo, atacan, por ejemplo, a las gaviotas. Después se concentra en la descripción de esa carnicería pulcra de la que apenas quedan huesos y plumas. Identificación mediante, Baker se detiene ante unos restos: “Me encontré agachado sobre la víctima como un halcón desplegando las alas para proteger a la presa. Como en un ritual primitivo, sin tener conciencia, estaba imitando los movimientos de un halcón: el cazador volviéndose lo que caza. Escruté el bosque. Agazapado en una guarida de sombra, el peregrino me observaba, agarrado al cuello de una rama muerta. Vivimos, en estos días, a la intemperie, la misma vida del miedo extático. Huimos de los hombres. Odiamos esos brazos que se levantan de golpe, la loca agitación de sus gestos, el tijereteo errático de sus pasos, su tambaleo sin rumbo, la blancura pétrea de los rostros”. Esta no será la única identificación entre Baker y el halcón ni tampoco la única descripción de los despojos de las presas del peregrino. Tampoco perderá oportunidad, cuando se le presente, para disparar críticas a la civilización, la depredación de especies en función de un progreso que destruye los espacios primitivos. Sin embargo, Baker es consciente de lo que tiene de sacrílego su mística, que no es precisamente ornitológica: “Voy a seguirlo hasta que mi depredadora sombra humana ya no oscurezca de terror el agitado caleidoscopio de colores que le mancha la profunda fóvea del ojo brillante. Voy a hundir mi cabeza pagana en la tierra invernal y salir purificado”. 

 Podría pensarse que Baker es un cronista post David Henry Thoreau, quien a mediados del siglo XIX predicó la reinvindicación de la austeridad, una economía contra el capitalismo, esa ética perdida del anarquismo libertario que llama a la desobediencia civil y se recluye en los bosques de Walden. Aunque se lo pueda relacionar con William Henry Hudson, el ocioso británico de la Patagonia, su interés es otro. También se lo podría vincular a la apurada con Maurice Maeterlinck, el escritor belga que a comienzos del siglo XX se consagró a escribir bellos estudios simbolistas sobre las abejas y las hormigas. Pero no, Baker no es un pensador social ni un naturalista. Tampoco  un escritor que pretende estudiar especies en función de  ejemplificar y plantear modelos de conducta sociales. Su espíritu es absolutamente naive, su instinto literario es intuición genuina y, si bien destellan momentos espléndidos de hermosísima descripción literaria, es siempre, incondicional, el espíritu de alguien poseído por una obsesión que testimonia lo que ve, un narrador pura sangre que sale, día a día, contra las inclemencias del tiempo y los accidentes del terreno, tras su pasión: el peregrino. En este punto, su relato tiene esa impronta de la experiencia que fue rasgo de Jim Corbett, el oficial del imperio, ya retirado, que se lanzara a cazar tigres en las vecindades del  Tibet y Bengala, autor de Las fieras cebadas de Kumaón. En todo caso, si un vínculo puede establecerse en su percepción de la naturaleza es, nada menos que con Ted Hughes, el poeta zorro, devoto de los halcones y no sólo, el vidente de una naturaleza despiadada que, contra lo que piensan las buenas conciencias, detecta en las especies códigos, leyes y una moral como para acercarse a una comprensión de la vida y la muerte que puede amedrentar. Sus halcones, como los de Hughes, son fugitivos de todo menos del miedo. Casi sobre el final de su crónica, Baker define en los halcones un don envidiado: “Estaban en posesión de la libertad que yo había perdido”.

En tiempos donde las vanguardias literarias merodean vacilantes en torno a novedades que huelen a museo, de relatos mecanizados que parecen formateados para cumplir con los apetitos del mercado, Baker, como extranjero, llama la atención en esta vuelta a los orígenes del arte de narrar. Sin duda, estamos ante un libro tan singular como atractivo y, entre sus lectores, no han faltado ilustres como Werner Herzog, otro apasionado de la naturaleza, quien ha sentenciado: “Cualquiera que ame de verdad la literatura o el cine debe leer este libro”. También es probable que en su aura, El peregrino pueda conectarse con el film del suizo Alain Tanner: Los años luz, la aventura silenciosa de un hombre que quiere volar. 

A subrayar: si la escritura de Baker resulta deslumbrante, su mérito consiste en la estudiosa y sensible traducción de Marcelo Cohen, compenetrado con la crónica del autor y su territorio. Como cierre, una perla: el pormenorizado glosario de aves “para facilitar la identificación de las especies mencionadas en el libro en todo el ámbito de habla hispana, los nombres con su correspondiente nombre científico y la forma en que Baker las designa en la versión original”.

En 1967, el año de su publicación, El peregrino le valió a Baker el premio Duff Cooper. Se lo consideró una obra maestra de la literatura sobre la naturaleza. Fue traducido al francés, al italiano, al alemán y al sueco. Baker publicó sólo un libro más, The Hill of Summer. Murió en 1987 a los sesenta y uno.

El peregrino. J. A. Baker, Editorial Sigilo 220 páginas