El reencuentro de dos “fugitivos”, ex novios –él abandonó la universidad y dejó de escribir; ella regresó a Venezuela por unos días–, no termina bien. “Tal vez amar sea una forma de memoria, como la calistenia de los trapecistas antes de danzar sobre el vacío: algo que hacemos para repetirnos, para no olvidar como se hace, si es que alguna vez supimos hacerlo”, dice él. Una fotógrafa venezolana viaja con una pareja de hippies argentinos a la Quebrada de Humahuaca. “En alguna parte leí que un retrato ideal involucra a tres personas distintas: el que sostiene la cámara, el que se deja retratar y el que contempla la foto, cada uno en la esquina de un triángulo irrepetible”, plantea esta fotógrafa que intenta alejarse de la “zona de confort”. El único viejo cuerdo en el asilo traza un plan para resistir, “con una mueca un poco dulce en el rostro, una sonrisa que a última hora salió mal”. En los relatos de Lo irreparable (Corregidor), del cuentista venezolano Gabriel Payares, hay criaturas más o menos rabiosas que saben que no hay chances, que sus vidas están atrapadas en la red atroz que teje lo que se repite, lo que no tiene remedio ni posibilidad de variación.

Aunque Payares nació en Londres en 1982, porque sus padres estaban cursando un doctorado en Biología, a los tres años su familia volvió a Caracas. Desde 2014 vive en Buenos Aires. Llegó para cursar el Máster de Escritura Creativa de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Untref) y se fue quedando. Su principal rareza como escritor es que sea hasta ahora exclusivamente cuentista. Antes de Lo irreparable, publicó dos libros de cuentos: Cuando bajaron las aguas (2009) y Hotel (2012). El primer cuento de su último libro, “Para Elisa”, transcurre durante el Caracazo. “Ese cuento inauguró un poco la noción rabiosa y violenta –reconoce el escritor en la entrevista con PáginaI12–. El libro anterior había sido mucho más meditativo, más lento, con una mirada un poco más narcisa, más centrada en un ‘yo’. Pero en este caso me pareció interesante dejar que salieran voces distintas, con mucho cuerpo. Me gustó liberar eso del interior y que salieran con violencia, aunque no estoy muy seguro por qué. Algunos referentes están tomados en préstamo de la realidad nacional más o menos inmediata. Sin embargo, no hay ningún deseo de denuncia ni de elaborar discursos políticos”.

–¿Por qué en varios cuentos aparece una mirada un tanto negativa sobre los escritores?

–Creo que forma parte del juego un poco autorreferencial que aparece en el libro. A veces es importante repensar el rol del escritor justamente en los momentos críticos. Ver qué pasa si pinchamos un poquito, qué sale si lo tocamos con el dedo. Pero no tengo ninguna visión negativa del escritor.

–¿Qué pasa si tocamos con un dedo al escritor?

–Depende del escritor. En mi caso salen cosas irreparables. Sale mucha rabia, una especie de torbellino afectivo que tiene que ver con la materia prima con la que yo escribo y que es un poco difícil de decir, que es darle palabras a eso que es muy difícil de nombrar y que justamente uno lo llama “eso”. Se trata de un ejercicio de prestidigitación. 

–En uno de los cuentos una joven venezolana que vive en España regresa a Venezuela y dice que extraña el vértigo y la incertidumbre de la realidad venezolana a su ex novio, quien en cambio parece estar harto de ese trajín. ¿Cómo explica la relación entre distancia y calma, proximidad y vértigo?

–En cierta medida el discurso del caos se hizo a la manera de lidiar con la realidad nacional en muchos de nuestros países, no solamente en Venezuela. Esto configura cierto tipo de ciudadanía. En el caso venezolano, la emigración es muy reciente. Las clases medias y profesionales que se fueron –aunque hoy en día el perfil es un poco más desesperado– gozaban del privilegio de poder establecerse para estudiar en otros países y eso les permitía cierta distancia respecto al hecho nacional. Entre ellos me encuentro yo. Luego me pareció muy interesante ver por qué el venezolano está constantemente girando en torno a la pregunta: ¿quién es? El humor venezolano que se está exportando insiste un poco machaconamente en los estereotipos de las provincias y en cómo somos los venezolanos, con cierta mirada un poco ombliguista, reflejo de inseguridades de base y que tiene que ver con la sensación de no poder estar en donde se está, que es determinante en la manera de construir la ciudadanía venezolana. (José) Martí decía de su viaje a Venezuela en Nuestra América, pero lo extendía también a Sudamérica, que éramos “plantas exóticas en su propio suelo”, una idea muy interesante para abordar la manera en que nos estamos pensando.

–¿Por qué la tranquilidad termina produciendo un hastío peor que el vértigo del que se escapó? ¿Por qué se extraña el quilombo, el caos?

–Pensar el quilombo te libera de tener que pensar otras cosas. Tener que vivir en una situación en la que te sientes bajo asedio impide que te hagas otras preguntas quizá más trascendentales, que es el caso de la chica del cuento, que dice que si vive en España tiene que pensar si quiere tener hijos. Yo di clases en la Universidad Central durante unos cinco años y veía cómo los chicos vivían cada vez más al día en una especie de discurso punk. Como no hay ningún futuro, hay que vivir hoy. Todo muy inmediatista. La idea de futuro era una especie de nebulosa que muchos preferían ni siquiera ver. Luego eso se fue reemplazando en algunas clases sociales con el discurso de la emigración, por ejemplo, o con discursos más nacionalistas. Pero en todo caso había que inventarse algo, si querías pensar a futuro. Si no era vivir al día literal, con una tasa de riesgo importante.

–¿Vivió al día como muchos venezolanos?

–No. Lo que pasa es que el deterioro económico fue paulatino y se sintió mucho en los últimos cinco años. Yo pertenezco a una clase media que supo recibir de sus padres los suficientes beneficios como para tener un colchón y amortiguar el impacto. Lo que pasó fue que el techo profesional para mí era muy bajo y yo tenía la inquietud de probar. Yo vine a estudiar, hice la maestría en la Untref, y estando acá me dije: “me voy a quedar un rato más”. Voy a esperar a ver qué pasa, pero ya no estoy tan seguro de nada… De hecho vivo más al día aquí de lo que vivía allá.

     La incertidumbre sobre su destino no se disipa en la mirada del escritor venezolano. “El perfil cultural del venezolano siempre estuvo signado por el petróleo y por la idea de que las cosas se podían importar. Durante la época dorada del petróleo, Venezuela jugó el rol de gerente cultural: creó el Premio Rómulo Gallegos, la colección de la Biblioteca Ayacucho, Monte Ávila Editores, proyectos importantes de envergadura Latinoamericana –explica el escritor–. El rol venezolano era financiar y había de base cierto desprecio por lo propio, cierta autoestima baja. No había grandes proyectos de promoción internacional detrás de los autores venezolanos conocidos, que son pocos. En una librería de viejo acá podés encontrar algún libro de Rómulo Gallegos o de (Arturo) Uslar Pietri, pero afuera no es muy conocida la literatura venezolana. Esto tiene que ver con la burbuja petrolera en la que vivimos durante mucho tiempo, ignorando la realidad del resto del continente. Sabíamos que había dictaduras en el sur, que pasaban cosas, pero los venezolanos estábamos bien: íbamos a comprar a Miami… La idea era que en el fondo Venezuela era otro sitio, que se conecta con el mito de la tierra de gracia: en Venezuela no hay que trabajar, todo está dado, las plantas dan frutos todo el año, el petróleo sale. Trabajan los tontos...”

–¿Algo de todo esto aparece como trasfondo en los cuentos?

–No sé si soy el mejor para ver esas cosas. Pero algo tiene que haber… es muy interesante porque cuando yo vivía en Venezuela sentía que había algo en mí que no pertenecía mucho. Y que se sentía un poco rabioso. Creo que eso está: cierta rabia, una sensación de desubicación que se traduce en incertidumbre, en dolor, en cierto duelo por algo que no has vivido y no sabes qué es eso que añoras; no ves esperanza de futuro. La inmigración me enseño que en el fondo todo el mundo vive un poco así. La extranjería es muy buena profesora. 

–¿En qué sentido?

–Aprendí mucho más de Venezuela en estos tres años viviendo en Argentina. La extranjería me enseñó a demoler mitos nacionales. Venezuela funciona a base de tres mitos nacionales, que paradójicamente están detrás de todas las ideologías económicas, sociales y políticas: el mito del bolivarianismo, un mito nacionalista y militarista que entraña el estado como un gendarme necesario, un cesarismo democrático. Necesitamos un líder fuerte porque como nadie trabaja hay que poner a la gente a laburar. El mito de la tierra de gracia; no hay que esforzarse mucho, la vida es fácil, no como en otros sitios. Que es mentira, ¿no?, porque al final es como confundir país con paisaje. El otro mito es la idea de que somos felices: el venezolano es feliz, no importa las circunstancias en la que esté. El venezolano no tiene derecho a la tristeza, un poco impregnado de la idea del Caribe feliz, un sitio donde se está de vacaciones todo el tiempo. Y es mentira; el Caribe es un sitio muy violento y tiene tristezas muy profundas, pero es como si escogiéramos no ver esas cosas. Esos tres mitos componen la identidad patria, que probablemente no sean exclusivos de Venezuela. La extranjería te permite ponerlas en jaque; en otros sitios la gente dice cosas parecidas. Paradójicamente eso conduce a cierta idea de la unión latinoamericana, que no pasa por la épica independentista, sino por cierto derecho a la tristeza, a la rabia y al dolor que hay que reivindicar. Esas plantas exóticas en suelo propio tendrían que empezar a dolerles las raíces para cambiar. La literatura nos ofrece la oportunidad de escarbar y de ver qué hay detrás de la fiesta, qué es lo que estamos celebrando y qué es lo que no estamos conmemorando para empezar a ver. 

–Esa incomodidad, esa rabia, ¿tiene que ver con el chavismo?, ¿con no pertenecer al chavismo, pero tampoco acompañar a la oposición?

–Sí, yo me esforcé durante mucho tiempo por ser un libre pensador, una posición muy incómoda en ambientes polarizados. Yo trabajé con el Estado, trabajé con el chavismo, lo conozco desde adentro, sobre todo en lo cultural. Le hice oposición porque siempre estuvo en el poder y porque el ambiente político venezolano se convirtió en una cosa maniquea muy simple. La clase media añora la democracia petrolera y las bondades que tenía y está el chavismo más recalcitrante, enceguecido en su fantasía política de triunfo y de épica. Al final, ninguno de los dos tienen razón y se complementan muy bien: no podría existir el chavismo sin la oposición y no podría existir la oposición rabiosa sin el chavismo. Escapar a eso exige mucho esfuerzo y recibís piedras de los dos lados, lo cual ya es una posición suficientemente incómoda. En mi casa, mi madre siempre fue opositora al chavismo. Mi viejo militó en las juventudes comunistas, que todavía apoyan al chavismo. Una de las grandes tragedias de la época es tener que escoger entre modelos maniqueos que imposibilitan el pensamiento crítico.

–¿Tiene grandes discusiones con su padre?

–Claro, pero al final la política tuvo que marginarse de la vida familiar. Con mi papá hubo grandes distancias, no sólo por razones  políticas. Y luego hubo grandes reencuentros. Cuando comencé a publicar, el viejo se acercó mucho a mí y empezamos a ser amigos, lo cual es el mayor premio literario que me pueda dar la vida. El discurso que existe ahorita en Venezuela de paz, armonía social y orden es muy peligroso. La idea de democracia se erosionó durante cuarenta años de una democracia corrupta. Chávez era la promesa de refundar la democracia, barrer la mesa y volver a instaurar una república que funcionara. Al final, el discurso del callejón sin salida es un poco el cimiento de lo que está pasando hoy. El venezolano es un ciudadano que vive al borde del precipicio.