La ilusión capitalista es la de que existe el individuo que ofrece libremente su fuerza de trabajo en el mercado. El correlato de esta ilusión en el amor es la creencia de que dos personas pueden encontrarse y no estar atravesadas por una historia, duelos pendientes, el presente transversal de lo que no ocurrió con otras personas, el encuentro que siempre supone desencuentro. Es fácil no ser capitalista en lo ideológico, no tanto en el amor.

De una época a otra. Para el obsesivo, una especie del pasado, el conflicto central de su neurosis era cómo autorizar un deseo a partir de la confrontación con la ley de un padre terrible. Para el varón de nuestro tiempo, el conflicto es cómo soportar el amor por un padre que no es ejemplo de nada, humillado y rescatado por el amor del hijo. Es una diferencia clínica, pero también generacional, basada en transformaciones socio‑históricas que precarizaron el lugar del varón en el mundo del trabajo.

"Hacer‑algo‑para" es una estructura que "sirve" para evitar un conflicto. El refugio en la utilidad, como una forma de evitar la pérdida, sacarle a todo algún provecho, es la moral contemporánea que aniquiló a las neurosis, con sus propias armas, la del obsesivo: la degradación del deseo a la demanda, no para que el deseo reprimido retorne, con la fuerza del síntoma, sino para que sea deseo de demanda. Ya van quedando pocos neuróticos, ganan los cálculos de conveniencia.

Hay una forma, claramente posmoderna, de resolver la angustia de ante la pérdida, decir cosas como "bueno, algún día se iba a terminar", "eso ya estaba perdido de antemano", etc. Son formas habituales de la obsesión, con las cuales el neurótico rechaza el síntoma y, por lo tanto, adopta (se adapta) a una posición conformista. En lugar de atravesar la pérdida y perder la pérdida, que es el movimiento del análisis, prefiere el consuelo de la resignación. ¡Qué problema cuando es el analista quien usa ese espíritu posmo para intervenir y dice cosas como que "todo no se puede", "siempre algo se pierde" u otras fórmulas de manual, todas igualmente insoportables, igualmente leves. Ante la angustia de la pérdida, el análisis revela un resultado paradójico, su carácter constitutivo, como dice la canción de Rosario Bléfari: "Lo que se pierde en una tarde, lo que se gana de una vez". El psicoanálisis que me interesa tiene menos tango y más canciones.

La desaparición de la experiencia pone en cuestión los diagnósticos tradicionales. Freud pensó sus categorías en un mundo en el que todavía pasaban cosas, en el que se vivía y, por ejemplo, un neurótico se iba tres meses a unas termas a ver qué pasaba. Hoy en día perdimos el sentido de la transición, del pasaje, la salud de pasar de una cosa a otra. Un niño deja de hacer algo porque no le sale, y eso no habla de su intolerancia a la frustración, sino de que no disfruta de explorar, de ver qué ocurre después. Es el mismo aburrimiento que agobia a la mujer casada que empieza una historia con un compañero de trabajo. "¡Conflicto!", podría pensar el desprevenido y diagnosticar duda obsesiva entre el marido y el amante. Ni siquiera. Es simple: la única manera de sostener ese trabajo es erotizando la escena, con un deseo que despierte un poco. El deseo no como causa, sino como recurso onanista. El típico "pajerismo" de las oficinas. Esta erotización de la vida cotidiana es una defensa desesperada contra el aburrimiento, cuando ya no hay mejor que vivir.

Hace poco conversaba con un amigo que me contaba de su duda entre dos mujeres. Una le gustaba mucho, la otra también; sólo un ligero aspecto de la primera no terminaba de convencerlo. Piensa, además, que la segunda también tiene un rasgo que no lo convence del todo, pero es algo propio de las mujeres. "Es que soy muy obse", dice y yo pienso que si en lugar de mujeres hubiéramos estado hablando de la oferta de Coto en lácteos (ni siquiera en vinos) ese fin de semana o de cómo votan los argentinos, hubiera sido lo mismo. La obsesión es un síntoma fuerte, no es la duda blanda de la conveniencia. Neurótico no es quien elige el mal menor, la opción en la que picás como un pececito el anzuelo que te hicieron creer era dorado. A mi amigo, se lo dije, le faltan agallas para neurotizarse; aunque el neurótico sea cobarde, al menos es digno, no se baja el precio ante el conflicto, como sí hace el narcisista, cobarde y ventajero. Y después de esta declaración pedimos nuestra segunda cerveza artesanal en el happy hour.

* Psicoanalista, Doctor en Filosofía y Doctor en Psicología por la UBA. Coordina la Licenciatura en Filosofía de UCES. Autor de Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina (Galerna, 2016), Edipo y violencia. Por qué los hombres odian a las mujeres (Letras del Sur, 2017) y El goce de la mirada (Nube Negra, 2018).