Cuando murió María Elena Walsh, Liliana Bodoc escribió en este suplemento: “Será verdad de algún modo. Pero será una verdad a medias, discutible. Será, en todo caso, una interpretación, una simplificación del verbo ‘respirar’ (...) Entonces cuando respiremos, del auténtico verbo respirar, cuando tomemos aire para el canto, ella va a respirar en nosotros”. Es más que una plegaria y resulta hasta sencillo creer que es posible. “Quedan sus libros” se dice siempre para mitigar el estupor de las primeras horas y se repite ahora mientras se citan fragmentos de La saga de los Confines.

Liliana Bodoc murió en Mendoza, recién llegaba de Cuba (había participado en la Feria del Libro de La Habana) y se iba a su casa en El Trapiche, San Luis. Un infarto explicaba lo inexplicable mientras el dolor buscaba consuelo –arrojo– en sus personajes. Que una abeja encerrada golpee el paladar como lo golpea en el de Acila para que salgan puntuales las palabras, que Ursula K. Le Guin la esté esperando en la puerta para fantasear juntas y que detrás de esa puerta haya un horizonte puntano, que la lean lxs que la leyeron y lxs que no la leyeron nunca, que lxs grandes descubran el silencio de la palabra poética como lo descubrieron leyéndola lxs adolescentes fervientes, que las murgas sigan calle arriba donde el barrio es mundo, que..., un diccionario de creencias urde presuroso un aire para que sea ella la que respire ahora.

Ocho años o más fue el tiempo que necesitó para escribir su saga, esa saga apasionante fondeada en tierras latinoamericanas desde donde construyó una épica, la épica de los pueblos oprimidos que la conquista esclavizó cuando se cansó de matar. La saga de los Confines de Bodoc fundó el imaginario de una mitología recuperando la piel del continente mutilado y enalteció el género que algunxs creen completo en tierras tolkenianas. Si lo siguen creyendo, están equivocadxs. Bastan las amenazas del Odio Eterno y las batallas en las Tierras Fértiles y Antiguas que desbordan imaginaciones infinitas entre magias y astronomías para comprobarlo. No hay solo buenos y solo malos en el mundo Bodoc, no hay calma condescendiente ni rey piadoso y mucho menos personajes femeninos asexuados ni prudentes –cuando la tolerancia es sumisión– y siempre tan afines al género épico. 

Las mujeres en los confines de Bodoc se arriesgan y alteran el lugar de las mujeres en la literatura y lo transforman cada vez que se abren las páginas y también después, cuando se cierran. “Escribir relatos épicos, un espacio tan hegemonizado por los hombres, es otra de nuestra conquistas”, les decía Bodoc a las chicas que iban a escucharla y le llevaban sus historias de fantasía.

Nació en Santa Fe, vivió en Mendoza y eligió quedarse en San Luis. Sus libros (treinta nombra la memoria que cuenta rápido los títulos de una lista) fueron traducidos y premiados, una alegría que calma ansiedades biográficas cuando la felicidad se encuentra en las palabras. “Se crece con las palabras, se festejan las primeras que dice un bebe y se piensa a menudo en últimas palabras que vamos a decir”, decía Bodoc cuando decía que somos palabra como somos huesos. Ese ser nada inocente, ese ser que es decir –decir es transformar, dicen los chamanes– es el que se celebra cuando la leemos y el que ya se extraña en ausencia futura. Ese modo suyo de inventar, ese modo tan suyo de mentir para decir la verdad: “Un día les dije a mis compañeritas de escuela que había estado ciega todo el día, que ciega había buscado el guardapolvo y que ciega había tomado el colectivo (...) no estaba mintiendo del todo porque andaba un poquito en penumbras”.

Mientras el dolor suspira sabemos que no pasará semana ni vida sin que la oigamos hablar de corrido o respirando palabras, que es lo mismo pero dicho con otras.