La veo a Marta, a mi Marta, sentadita ahí en el estrado, declarando lo que sabe, lo que no sabe, lo que averiguó, sobre el secuestro y el asesinato de su mamá y me duele la panza. Ellos, los genocidas no están. Es un momento muy esperado, por ella, por mucha gente, un homenaje a tantas luchas por Juicio y Castigo de las que yo también fui parte. Pero la veo, ahí, a mi Marta, sentada, temblando, con su llanto contenido apenas, con su dolor por no tener respuestas a ciertas preguntas, con sus nervios ante la posibilidad de olvidarse de algo, con todos los signos de sus luchas –la remera de Ni una menos, el pañuelo por el Aborto Legal, el pañuelo de HIJOS y seguramente hay más pero desde donde estoy y sin anteojos es lo que distingo–, digo, la veo y quiero estrellarme contra el vidrio. Quisiera tener la lata de tomates que llevaba mi tía en la cartera a las marchas por si había que pegarle a la policía. Quisiera tener ese elemento contundente en la cartera y romper el vidrio y llevarme a mi Marta. Pero ella quiere estar ahí. Ella luchó mucho por estar ahí. Yo también, si vamos al caso. Cuántos kilómetros de marchas, de escraches, de volanteadas, de pintadas, de gritos, para llegar hasta acá. Y acá estamos. Pero, la veo a ella respondiendo, con respuestas que no tiene, lo que el Estado debería haber respondido, contando todas sus investigaciones para encontrar algún rastro de verdad sobre lo que pasó con su mamá, soportando que los jueces la cuestionen por no haber iniciado acciones legales contra el cementerio donde estuvieron escondidos los restos de su cuerpo hermoso y muerto de una bala en la nuca, y siento unos deseos locos de romper cosas. 

¿Cómo se atreven a preguntarle a ella por los nombres de los vecinos de Ciudadela que vieron los cuerpos tirados después del fusilamiento? ¿Cómo tienen la cara de  piedra de hacerla sentir impotente por no poder aportar el nombre completo de la empleada de la morgue que vio pudrirse los 25 cuerpos de los militantes asesinados durante esos cinco días de febrero de 1977? ¿Será posible que las víctimas tengamos que hacer todo el  trabajo del aparato judicial y además tener la presencia de ánimo para esperar más de cuarenta años y ver cómo se van a sus casas a cumplir una condena flaca y tardía? Pero, y esas son las preguntas que me inquietan, ¿se puede estar en contra del Capitalismo y creer sin embargo en sus instituciones? ¿Se puede ser anti-capitalista y querer formar una familia tipo, creer en el aparato judicial, pensar que el Estado es bueno o malo según quién ocupe el sillón de Rivadavia? 

Cuando todo termina, y la abrazamos a Marta, a mi Marta, a nuestra Marta y vamos a su casa y comemos y bebemos y nos aliviamos porque ya todo pasó, me imagino a mí misma en ese lugar y no puedo evitar pensar en cosas incendiarias. Pienso que un juicio es importante, debe ser importante, luchamos años y años por llegar hasta acá y además tiene efectos subjetivos en las víctimas, en la sociedad, en la Historia. Trato de medirme, de no decir cosas que puedan ofender o hacer pensar que no valoro lo que acabamos de pasar, lo que Marta acaba de pasar, pero no me sale. Digo entonces que yo iría al juicio por la desaparición de mi mamá y de mi papá y diría “estoy sentada sobre una bomba, tienen 48 horas para decirme qué pasó, yo tenía cuatro años, no tengo idea de nada”. Nos reímos. Pero lo digo en serio. Estoy cansada de esta inversión de roles. De este permanente dar respuestas, hacer investigaciones, de contar unos hechos sobre los que sabemos tan poco, mientras el Estado puede preguntar lo que quiera e incluso puede de buenas a primeras decir que no pasó lo que inclusive el mismo Estado ya dio por probado. 

Estoy cansada de jugar en la cancha que ya está dibujada. Tratamos de tener el mejor equipo, de saber las reglas al dedillo, de ser más capaces. Pero la cancha nunca es nuestra. Nunca es otra. Nunca es distinta. Ni siquiera nos imaginamos que existe algo que todavía no conocemos. Tenemos hasta los sueños colonizados. Y luchamos por lo que se puede dentro de lo que hay. 

Pero Marta, mi Marta, no es de las que no sueñan, de las que no imaginan mundos que no existen, de las que no rompen moldes. Y sin embargo quiso con todas sus fuerzas estar ahí, hay algo en esa escena que la conmueve, que la hace vibrar, que le permite soportar que le pregunten cuáles son, según ella, las consecuencias que tuvo la dictadura en su vida. Como si no fuera suficiente con haber sido testigo del secuestro, haber vivido sin madre, haber tenido que buscarla o buscar sus rastros  por su cuenta. Y yo creo en ella. Creo que en todas las personas que amo y que ya se sentaron ahí o están esperando que les llegue el turno. Entonces no tengo derecho a sentarme arriba de una bomba. No es bueno romper algo en lo que cree la gente con la que comparto mi vida desde que tengo memoria de lucha.

Pienso que incluso tal vez sea una resistencia mía, digo, una resistencia en términos psicoanalíticos evitar el juicio para no inscribir en mi vida lo que no ha sido inscripto, porque ese es el efecto de la desaparición forzada. Sin el cuerpo no hay delito, sin delito no hay juicio y al revés, si no hay juicio no hay delito, sin delito no hay cuerpo, sin cuerpo el asesinato todavía no sucedió. 

Lo que sí sé es que podríamos, los que creemos y los que no creemos en la Justicia, perder alguna vez la paciencia. Decir, señores jueces, señores y señoras fiscales, abogados y abogadas, no pregunten lo que ustedes deberían poder responder. Se tomaron más de diez años de instrucción en cada una de las causas para saber apenas lo que ya sabíamos: que a los desa- parecidos los torturaron y después los asesinaron y que los perpetradores hicieron bien su trabajo porque no hay casi sobrevivientes y muy pocos pueden reconocer caras o decir nombres. 

No puede pedirse, supongo, en este contexto en el que volvemos a luchar por los derechos mínimos, que cuestionemos las instituciones del sistema. Pero, insisto, tal vez podamos, cuando vemos a Marta, a mi Marta, a nuestra Marta, a las madres viejas y cansadas, a los sobrevivientes contando una y otra vez lo que vivieron, a los genocidas en sus casas, a la Justicia que enjuicia a tan poquitos; perder la paciencia. No digo sentarse arriba de una bomba ni romper el vidrio con objetos contundentes. Pero al menos decir que si soñamos con un mundo distinto ese mundo no puede tener las mismas instituciones pero mejores. Animémonos a pensar todo de vuelta. Seamos de verdad hijos e hijas de la desobediencia.