El agua no tiene forma alguna y necesita de un elemento extra que la contenga o apuntale para que adquiera ciertas dimensiones, una configuración espacial abierta a la interpretación. Como la ventanilla de un ómnibus en una mañana fría, superficie capaz de condensar el medio acuoso y dividirlo en múltiples partículas movedizas, curiosidad natural que la mirada puede transformar en pieza lúdica, tapiz para la melancolía o reflejo exterior de un ansia interna nunca cumplida. El agua llena la bañera donde Elisa Esposito se asea y masturba de manera cotidiana y metódica y es el elemento de cocción de los huevos duros que llevará al trabajo en su lonchera el día siguiente. El agua es asimismo referida en la máxima del día que cuelga del calendario de la pared de la cocina, una frase con aires de fatalismo poético: “El tiempo no es más que un río que corre desde nuestro pasado”. Del agua surgirá también el sujeto de deseo y amor más inesperado, el cuerpo y el espíritu de una criatura aborrecible según los cánones del “creado a imagen y semejanza” que suele dictar nuestro comportamiento cotidiano, no tanto como descendencia ideológica de la religiosidad judeocristiana como de aquellos cánones que definen el concepto de normalidad humana. Los héroes de La forma del agua, el último, notable largometraje del mexicano Guillermo del Toro, son, en mayor o en menor medida, seres anormales. Bellos y maravillosos seres anormales que, por diversas razones, no logran encajar completamente en el mundo que los rodea. Como Elisa, una empleada de limpieza de un complejo científico-militar estadounidense que, en plena Guerra Fría, parece concentrar sus esfuerzos en el estudio de todo aquello que pueda ser útil para vencer a los malditos soviéticos. De la manera que sea, en el terreno que fuere. Elisa es tímida, retraída, solitaria. Y silenciosa: un evento del pasado nunca explicitado, pero que se adivina traumático, la dejó sin palabras. Literalmente. La fábula de la mudita y el monstruo de la laguna –una de las mejores películas en la filmografía del director de Cronos y El laberinto del fauno– se ha transformado en la favorita de la inminente entrega de los premios Oscar, con trece nominaciones en total. Toda una sorpresa en los términos en los que suele moverse la Academia de Hollywood, aplicada por regla general a galardonar películas con temáticas ostentosamente “serias” y/o comprometidas.

“Los monstruos tienen una dimensión espiritual, mágica, que los hace profundamente significativos, casi mitológicos o religiosos. A un nivel muy humano”, describe Guillermo del Toro en comunicación telefónica desde Los Ángeles, donde está establecido desde hace muchos años. “Son el santoral más temprano de mi infancia. En Latinoamérica, cuando fuimos conquistados por los españoles, hicimos un fenómeno que se llama sincretismo, en el que fusionamos la religión católica que venía de España con la religión ancestral que teníamos en México. Y eso es lo que yo hice con los monstruos y mi cosmología católica: se volvieron criaturas religiosas, que me encantan y me inspiran, emocional y espiritualmente”. Afirmación nada extraña viniendo del creador de El laberinto del fauno y la adaptación al cine de Hellboy, dos largometrajes marcados por la presencia de monstruosidades mucho más que humanas. A un nivel estrictamente fisonómico, el monstruo de La forma del agua es primo lejano de aquel que acechaba las aguas de la Amazonia en El monstruo de la laguna negra, el film de ciencia ficción y horror de 1954 dirigido por el especialista Jack Arnold: suerte de hombres-peces con torsos, extremidades y cabezas antropomórficas cubiertos por pieles escamosas y dotados de branquias, criaturas anfibias de gran poderío físico y, en el caso de la película de del Toro, capacidades inexploradas que van más allá de las fuerzas naturales. Pero si a alguien se parece este monstruo, por fuera de la descripción meramente exterior y superficial, es a aquel otro creado por el doctor Frankenstein, en particular en la versión clásica con Boris Karloff dirigida por James Whale: incapaz de desenvolverse fuera de su hábitat natural, fatalmente incomprendido, explotado y violentado y, desde luego, discriminado por su aspecto fuera de norma. Excepto por Elisa, que encuentra en los extraños sonidos emitidos por su ¿garganta?, en sus ojos que parecen pozos ciegos y en sus garras y dientes afilados un compañero de penas, primero, un amigo en el silencio después y, finalmente, un amante que puede ofrecerle todo aquello que ningún humano pudo darle. La historia es, nuevamente, la de una bella y la de una bestia, aunque aquí no existe ninguna posibilidad real de que el maleficio se termine cortando y ciertas formas preexistentes devuelvan algo parecido a un equilibrio.

Érase una vez en 1962

“Mi versión favorita de La bella y la bestia es la de Jean Cocteau”. De esa manera confirma del Toro las sospechas cinéfilas: su película difícilmente pueda emparentarse con las más almibaradas versiones made in Disney. Algunas comparaciones que se han venido haciendo, relacionando ciertas tonalidades de La forma del agua con aquellas que imperaban en Amélie –el grasoso relato cinematográfico de Jean-Pierre Jeunet– son ociosas y también algo odiosas. En la Elisa interpretada por Sally Hawkins no hay ni un pelo del candor del personaje de Audrey Tautou, ni una pizca de esa naïveté que marcaba el derrotero de la chica parisina. Elisa podrá pasar desapercibida merced a su retraimiento, pero su visión del mundo y convicciones son tan claras y potentes como su coraje a la hora de tomar las armas. Los referentes del realizador a la hora de poner manos a la obra en el guion –coescrito junto a Vanessa Taylor, una de las productoras de la serie Game of Thrones– e imaginar el relato en términos visuales son, sin embargo, mucho más extensos. Dejando de lado, desde luego, El monstruo de la laguna negra, “las influencias fueron de toda clase, excepto de películas de terror. Douglas Sirk fue una de las inspiraciones más grandes. También Vincent Minelli y la dupla Michael Powell-Emerich Pressburger, en particular Las zapatillas rojas y Los cuentos de Hoffmann. William Wyler, Stanley Donen con sus musicales, el melodrama mexicano. Un montón de referentes que no tienen que ver con la historia fantástica y que son los más fuertes en la película”. En la ficción, ubicada en 1962 –el año de la crisis de los misiles cubanos, punto máximo de tensión internacional durante los tiempos de la Guerra Fría–, ese mundo de musicales y melodramas clásicos forma parte de un pasado reciente que se estaba extinguiendo a velocidad crucero. Es el mundo que Elisa y su vecino Giles (Richard Jenkins) miran a través de la pequeña pantalla de un televisor blanco y negro: un mundo ideal que nunca existió en la realidad pero que la magia del cine había hecho posible; un mundo de música y bailes en el cual el sirviente negro encarnado por el legendario Bill “Bojangles” Robinson le enseña a la niña de rulos rubios más famosa del mundo, Shirley Temple, el baile de las escaleras.

El mundo creativo de Giles también se está acabando: dibujante y diseñador gráfico, sus afiches publicitarios ya no parecen tener cabida en un universo que está reemplazando a las familias sonrientes de trazos estilizados por otras algo diferentes, registradas de manera hiperrealista por la cámara fotográfica, aunque de dientes tan blancos y relucientes como sus parientes surgidos de la carbonilla. Gay enclosetado al punto de la asfixia, el Giles de Jenkins es el vecino comprensivo, el confesor y el mejor amigo de Elisa, relación de amistad que se ve potenciada por la devoción mutua hacia esos universos de fantasía creados para la gran pantalla. No es casual que ambos vivan justo encima de una sala cinematográfica en franca decadencia, uno de esos cines de cruce que, en el momento de la acción, se encuentra exhibiendo un olvidado espectáculo bíblico, La historia de Ruth. “La forma del agua siempre estuvo situada en 1962”, continúa el realizador, “porque me parecía un año crucial para entender nuestro presente. La película puede estar ubicada en esa época, pero trata de problemáticas actuales. En cuanto a la forma de la narración, siempre me pareció que la comunicación con el espectador es más exitosa cuando se utiliza la fábula o la parábola, más que cuando hablas de algo de manera tópica y frontal. En otras palabras: es mucho más rico discutir estos tiempos que corren, el aislarse del otro, la falta de empatía que estamos viviendo... es mucho más hermoso y fuerte si dices érase una vez en 1962 que si lo haces como lo haría cualquier noticioso de actualidad”. En cuanto al personaje de Giles, del Toro afirma que “parte de la inspiración viene del cineasta James Whale, el director de la Frankenstein de 1931 y su secuela, La novia de Frankenstein. Además de director de cine era pintor e ilustrador y creo que siempre, de una u otra manera, mantuvo una lucha muy fuerte entre lo que quería ser y lo debía ser en el medio en el que se movía. Whale era un homosexual que vivió su vida de manera un poco más abierta y fue rechazado por el medio cinematográfico. Finalmente abandonó el cine, aunque no se sabe muy bien si por puro ostracismo o porque simplemente decidió dejar de hacerlo. En mi película, es importantísimo el momento en el que Giles, alejado de su propio arte, vuelve a dibujar a partir de su encuentro con la criatura, cuando se vuelve a sentir inspirado y creativo. Vivo”.

Detrás de un largo muro

En toda fábula hay un héroe. Y también un villano. En este caso puntual, Michael Shannon fue el responsable de darle forma a Richard Strickland, un monstruo con rostro humano, el militar y veterano de la Guerra de Corea encargado de trasladar a la extraña criatura desde tierras brasileñas a uno de los inmensos salones del complejo, transformado gracias a sus métodos de “investigación” en sala de tortura. Temperamental, violento y sádico, la amputación de dos de sus falanges en una de las sesiones de tormentos se transforma en metáfora de la pérdida de control de su vida profesional y personal, en una película que atraviesa constantemente sus cualidades de cuento de hadas con las más virulentas laceraciones psicológicas y físicas. La antítesis de Strickland –y, en más de un sentido, un héroe entre las sombras– es el científico interpretado por Michael Stuhlbarg, a su vez espía ruso perfectamente insertado en la sociedad norteamericana. La colega de trabajo de Elisa encarnada por Octavia Spencer (comic relief a la vieja y sabia usanza) completa el pelotón de personajes centrales del drama, que comienza a tornarse más complejo, interesante y dramáticamente potente cuando las relaciones –tanto las de poder como las humanas– quedan definidas luego del primer acto de la narración. Porque, al fin y al cabo, más allá del relato de amistad y amor nuclear, la de La forma del agua es una historia de resistencias y de enfrentamientos con el Poder, un cuento de unión entre desclasados y diferentes que termina haciendo la fuerza necesaria para vencer su cerco. O, al menos, intentarlo. “Mucha gente dice que la película es muy oportuna para el momento actual y estoy de acuerdo. Pero el momento actual lo estamos viviendo sistemáticamente desde hace un buen rato”, es la respuesta de del Toro a los comentarios que refieren a su última creación como un relato para los tiempos de Trump. “Si eres latino lo llevas sintiendo desde hace décadas. Para mí era un mensaje oportuno cuando comencé a escribir el guion en 2011, 2012. De manera muy enfática quería que hubiera un personaje sin nombre (el científico de origen ruso), un personaje invisible, el de Jenkins, un personaje sin voz, etcétera. Y que todas estas minorías se unieran para salvar al máximo exponente de la otredad, que es la criatura, desde luego”.

“He sido mexicano toda mi vida y, por lo tanto, he sido la otredad toda mi vida”, continúa el realizador. “Vivimos una relación profundamente cercana con Estados Unidos y, al mismo tiempo, las diferencias se sienten o se hacen sentir de manera más o menos sutil constantemente, a lo largo de los años. Creo que es importante reconocernos unos a otros y entender que no hay tal cosa como los otros, sino que sólo hay un nosotros. La ideología muchas veces nos separa y espero que la fábula nos vuelva a unir. Creo que el camino para poder mirarnos es reencontrarnos. Y lo que nos vuelve a acercar es la mirada, no la ideología. La fábula permite el diálogo de una manera más vitalista. Lo que me gusta de la película es que va en ese sentido: traté de que la historia fuera humana y conmovedora”. 

El cineasta, que ha venido alternando películas rodadas en su país de origen y en idioma español con producciones multimillonarias producidas en el seno de Hollywood, cree que, más allá del trasfondo geográfico e histórico de La forma del agua, el relato transpira un elemento muy latinoamericano, ligado incluso a cierta literatura: “Gabriel García Márquez ha escrito cuentos en los cuales lo ordinario y lo extraordinario se encuentran constantemente. Recuerdo ahorita el cuento del señor muy viejo con alas enormes y cómo lo cotidiano reacciona ante lo extraordinario haciendo combustión. Pero hay otros autores de mucha importancia como Borges, Cortázar o Quiroga que han abordado lo fantástico en lo cotidiano. Creo que La forma del agua tiene un punto de vista muy latinoamericano acerca de todos los asuntos que aborda: la coexistencia de lo ordinario y lo extraordinario es una vocación muy nuestra”.

Sexo con monstruos

Creada específicamente para Doug Jones, la criatura anfibia vuelve a reencontrar al actor norteamericano –especializado en la interpretación mimética de criaturas fantásticas– con el cine de del Toro. Jones fue el encargado de darle forma a los fantasmas de La cumbre escarlata y a la criatura de El laberinto del fauno e incluso participó en el segundo largometraje del director (el primero producido en los Estados Unidos), Mimic. Creación mitad analógica y mitad digital, su monstruo en La forma del agua es esencial al éxito del film, tanto como la caracterización de la versátil actriz británica Sally Hawkins, que durante muchos años fue, simplemente, “la actriz de Happy-Go-Lucky”, la película de Mike Leigh que la supo tener como protagonista. “El papel fue escrito específicamente para ella”, confirma del Toro. “No es que comencé el proceso de casting y me encontré con ella sino todo lo contrario. También escribí el personaje del monstruo para Doug Jones y lo mismo con Michael Shannon y con Octavia Spencer. No había otra alternativa en mi cabeza más que esos actores y actrices. Para mí Sally Hawkins es un milagro. Es más que una actriz: es un ángel. El de Elisa es un personaje maravilloso, demasiado bueno para ser cierto, y sólo podía ser interpretado por Hawkins, una mujer que delante de la cámara vive, alguien que respira cine. Realmente, le doy gracias a la vida por habernos puesto juntos en un proyecto”. Más allá de la creciente participación de los actores secundarios del drama, Elisa/Hawkins y El monstruo/Jones toman el poder de la pantalla durante el último tercio de la narración. Y, en una vuelta de tuerca un tanto sorprendente para un género que suele sublimar los elementos sexuales y eróticos, ubicándolos en el estante de la simbología, esta bella y esta bestia dejan de lado cualquier caracterización del amor platónico, se encierran en el baño, se desnudan física y emocionalmente y tienen sexo. Coito incluido: un breve diálogo en lenguaje de señas deja en claro que la criatura posee un secreto oculto entre las membranas de su entrepierna. Para del Toro, “era importante que la dimensión sexual existiera, me parecía profundamente perverso o manipulador omitir ese aspecto en una fábula. En particular cuando hablamos del amor. Si fueran otras ideas o valores quizás se podrían evitar o no incluir, pero en este caso lo más importante era la manera humana y natural en la que intentamos retratar a los personajes principales. Y cómo eso es parte de una comunicación, de un encuentro entre ellos. No es un elemento perverso ni de escándalo, sino naturalista, cotidiano, hermoso, y que es de una pieza con la idea de que la comunicación más importante es la no verbal. En la película, los personajes que hablan viven en la confusión: el ruso no puede comunicarse con los otros espías, el personaje de Jenkins tiene malentendidos con un chico que atiende un local de tartas, el militar Strickland le tapa la boca a su mujer y no la deja hablar, la amiga de Elisa no conversa con su marido. Los únicos dos personajes que no usan las palabras se comunican perfectamente y una parte importante de esa dimensión es la sexual”.



El monstruo de la laguna negra

Jack Arnold (1954)

Los monstruos clásicos de los estudios Universal no completaron su plantel hasta mediados de los años 50, cuando hizo su aparición esta particular criatura anfibia, habitante de los caudalosos ríos de la selva amazónica. Luego de ser atrapada por un grupo de científicos, la bestia se enamora de una bella joven, prometida de uno de los miembros de la partida de investigadores. Clásico de clásicos del horror de mediados del siglo pasado, la película de Jack Arnold fue realizada en el entonces en boga sistema visual estereoscópico y se transformó en un éxito de público inmediato, generando dos secuelas, en la mejor tradición de los films de Frankenstein, Drácula, La momia et al. Creado por el artista gráfico Milicent Patrick, el diseño del bicho –realizado en caucho y goma espuma– es el modelo básico de la criatura de La forma del agua, a tal punto que podrían perfectamente pasar por hermanos gemelos. O, al menos, por primos no muy lejanos.


Dioses y monstruos 

Bill Condon (1998)

Una de las grandes interpretaciones en la carrera de Ian McKellen, esta biopic basada en la figura de James Whale (el director de Frankenstein, El hombre invisible y El caserón de las sombras, entre muchos otros films ubicados fuera del universo de lo fantástico) es un sentido homenaje a un cineasta talentoso y sensible cuya vida privada estuvo marcada por una homosexualidad parcialmente abierta en tiempos no demasiado receptivos a las diferencias sexuales. La película de Bill Condon se concentra en los últimos meses de vida del homenajeado, a partir de la relación de amistad que comienza a entablar con su jardinero (Brendan Fraser), aunque se reserva algunos flashbacks a los años dorados de Hollywood y al apogeo de su carrera. La autoexclusión de Whale de la industria del cine a fines de los años 40 no es tanto un misterio como un elemento dramático importante de la trama: el británico que había llegado a Los Ángeles para triunfar en el inicio de la era de las talkies ya no se sentía a gusto en un ambiente que no consideraba propio.


La bella y la bestia 

Jean Cocteau (1946)

Adaptaciones cinematográficas del célebre cuento de hadas escrito por Jeanne-Marie Leprince de Beaumont en el siglo XVIII hay muchas, pero ninguna se compara en potencia poética a la imaginada por el escritor, cineasta, pintor, crítico (y tantas cosas más) francés Jean Cocteau. Rodada pocos meses después del fin de la Segunda Guerra Mundial, la película funciona no tanto como una fantasía completamente alejada de la dura realidad como un espejo deformante de la misma, quizás la característica más recurrente de las fábulas. Y la más difícil de lograr en la pantalla cinematográfica, en particular en adaptaciones pensadas “para todo público”. Protagonizada por Josette Day y Jean Marais (este último bajo varias capas de molesto maquillaje), la versión Cocteau de las perennes cuestiones amorosas entre mujeres y bestias sigue siendo la más bella y bestial de todas.


Sigamos la flota 

Mark Sandrich (1936) 

El único y fugaz momento musical de La forma del agua –una secuencia conscientemente abortada, que nunca llega a serlo del todo– remite directamente a una de las escenas de este clásico de Fred Astaire y Ginger Rogers, la dupla de bailarines más famosa de la historia del cine (y el mayor capital de los entonces poderosos estudios RKO). La primera era de oro del musical cinematográfico es constantemente utilizada por Guillermo del Toro como comentario irónico sobre la realidad que rodea a sus personajes, en unos Estados Unidos que se preparaban para abandonar por completo su inocencia esperanzada de posguerra. El set creado para el breve interludio musical –registrado, lógicamente, en blanco y negro– recrea el diseño escenográfico esencial del clímax de Sigamos la flota, con Ginger y Fred bailando al son de “Let’s Face the Music and Dance”, la canción del gran Irving Berlin compuesta especialmente para el film.