Si bien el tiempo cura, hay algo de las guerras que no puede dejarse atrás. Una marca, una cicatriz que no se olvida. Los investigadores y psicoanalistas Françoise Davoine y Jean-Max Gaudillière, en su libro Historia y trauma, trabajan precisamente cómo los hechos puntuales dados en un contexto de guerra se arrastran en una suerte de inconsciente intergeneracional como lo que no se puede decir, un secreto que va pasando de padres a hijos, o de abuelos a nietos. No hay que irse muy lejos para ver esa regla comprobada en nuestro país. Y en sus cicatrices de guerra. La mesa silenciosa en donde hay cosas que conviene no preguntar (¿Dónde estabas en tal fecha? ¿Qué hacías durante tal época? ¿De qué trabajaba tal tío? ¿Por qué decís eso?) sigue siendo, aún hoy, una postal recurrente de la vida cotidiana de más de un argentino o argentina. Todavía estamos en el mismo país en donde un cartel enorme puesto alrededor de uno de sus icónicos monumentos exhibía la más perversa de la mentiras: “el silencio es salud”. 

¿Cómo exorcizar esos demonios? O, al menos, ponerlos sobre la mesa. Con la verdad. Verdad entendida como el dato duro, la palabra que acompaña a los hechos innegables. Y la única disciplina discursiva que tiene como patrimonio fundamental un concepto por demás claro de verdad es, precisamente, el periodismo. Cualquier periodista sabe que no hay mucho espacio para la duda cuando se tiene en claro la fuente, se presenta el hecho tal como sucedió y se muestran sus más evidentes consecuencias. Por eso ninguna práctica periodística es inocente. No porque, en términos discursivos, se pueda relativizar lo que se escribe. Digamos, pensar que se puede tomar una noticia como verdadera o falsa dependiendo el punto de vista. Esa es una de las peores mentiras que encierra el concepto de “posverdad”. En el periodismo, la verdad es la palabra que señala o recupera un hecho, y el discurso mismo es lo que funciona como la mejor de las pruebas. Ninguna práctica periodística es inocente porque, básicamente, los hechos están. Sólo se elige si mostrarlos o no. Daniel Otero, en Crónicas de posguerra: La vida secreta de los que hicieron el trabajo sucio, no hace otra cosa que mostrar lo que pasó, contarlo sin pelos en la lengua. De ahí a que la sociedad elija o no ver, elija o no hacer... Bueno, eso ya es otra cosa. 

En cuatro crónicas que atraviesan los momentos más oscuros de la historia nacional, Daniel Otero presenta un conjunto de investigaciones que inició en un momento determinado y que siguió revisando y profundizando en diferentes lapsos de tiempo. La atracción de una buena historia, una historia que pique y que ponga en juego tanto la ética profesional como la ética, a secas, es evidente en cada una de ellas. Por ejemplo, en “El fantasma de Herbert” se cuenta la historia de Herbert Bittner, un alemán que se radicó en la Argentina y que trabajó como agente de una organización de ex jefes del Tercer Reich. Como bien dice el propio Bittner en la primera charla telefónica que Otero transcribe: “el nombre de la organización es otro, pero los enemigos la llamaron Odessa”. Todos los que lo conocieron o frecuentaron sabían que Bittner laburaba para los nazis, y que las cosas que pedía eran extrañas. Bittner vivió en Buenos Aires y tenía a su disposición todo el aparato de los jerarcas nazis en el exilio. Murió sin ser siquiera enjuiciado. Además de la red alemana, ¿no existió también la silenciosa complicidad de los vecinos o allegados que sabían lo que pasaba y nada dijeron, porque Bittner era un alemán simpático que siempre daba una mano? 

“Todas las historias fueron terminadas en 2017, pero se elaboraron a lo largo de años”, cuenta Otero. “Nunca tuve la intención de publicarlas individualmente, aunque tampoco tenía claro desde el principio que las cuatro crónicas podían conformar una unidad. Nunca les vi destino en algún medio por lo incierto de los tiempos, por la extensión, por las temáticas que abordan. La industria de medios funciona prisionera de una “actualidad” interesada que puede durar apenas unas horas y las crónicas tienen sentido si son leídas en perspectiva. No hablan de hoy. Hablan de ayer, de hoy y de mañana. Narran un devenir. A lo efímero de los contenidos de la industria quise contraponer líneas de tiempo que, surgidas en lo remoto, atraviesen el presente y ofrezcan una posible conjetura de futuro”. 

Concentrado en desarmar esos silencios que protegieron a las figuras grises de los hechos más terribles, las crónicas de Otero terminan operando como un gran interrogante disparado hacia el futuro. ¿Qué hacemos con esto? 

Asuntos profesionales

La crónica periodística como género es algo más que una moda que impera ahora en los medios gráficos o, sobre todo, en las redes. Muchas veces, leemos historias de periodistas o incluso sociólogos que se relacionan con espacios marginales para mostrar cómo se vive en una villa miseria o qué es tener un trabajo precario. Hay una trampa en ese uso: de una u otra manera, es la mirada exótica de la clase media que se pregunta y le interesa saber cómo viven los pobres. Se va a “vivir” en La Salada o en la Villa 31 casi como si se fuese de safari, a contar las cosas que allí se ven. Y después, todo vuelve a la normalidad. Contra ese uso antropológico de la crónica, Otero rescata el núcleo duro de tener una historia e ir trabajándola de a poco, asegurando datos, chequeando, y siempre con el objetivo de usar la prosa periodística con fines , digamos, cívicos.

Otero es consciente de la elección que llevó adelante a la hora de darle una forma final a esas indagaciones. “La elección del género crónica y, dentro de ella, el tono narrativo, fue lo más difícil”, asegura. “Creo que decantó como crónica porque es un género versátil que permite muchas libertades narrativas. De enfoque, de estructura, de trama, de ritmo. Y posibilita, además, el uso de diálogos. Con esos elementos puede obtenerse una riqueza narrativa y una visualización o carnadura en los personajes que el género periodístico monográfico excluye. La decisión compleja fue el uso de la primera persona. El periodista no es la noticia, nunca, pero en este caso la reconstrucción de los hechos forma parte de las historias. Sentí que aquello que vi y el modo en que lo vi había que contarlo para entender a los personajes en el contexto de sus historias.”

Dos de las crónicas del libro muestran esos cambios de estilo, muchas veces, sometidos a la propia fuerza de lo que se quiere contar. “La muerte rota” vuelve sobre la emboscada en la toma del batallón Domingo Viejobueno, en Monte Chingolo, ocurrida a finales de 1975. Con una estructura fragmentaria, el fondo del asunto lo encarna “el Oso”, un agente del Servicio de Inteligencia del Ejército que estaba infiltrado en las filas del ERP. Y que tuvo su oscura participación en desarmar los planes del Ejército Revolucionario. De los hechos del  ‘75 se va hacia delante, donde Otero tiene un encuentro en un café con alguien cercano al “Oso” (alias de Rafael de Jesús Ranier). Un tal Kunisz, su hijastro. Quien también fue vendido por Ranier cuando confesó, en un juicio llevado adelante por los miembros del ERP, su naturaleza de traidor. Fue fusilado. 

En “El gatillero”, algo dentro del orden de la confesión también se da. Si en “La muerte rota” había traidores que se delataban a cambio de dinero o de conservar la vida, aquí encontramos a alguien que defiende su postura de inocente confesando otros crímenes. Carlos Sthoge fue uno de los primeros sospechosos en el asesinato de José Luis Cabezas, en enero de 1997. La crónica recupera la charla que Otero tiene con él en un bar, donde Sthoge confiesa todos y cada uno de los trabajos en los que participó como un gatillero enviado por los cuadros superiores de las fuerzas de seguridad. Todo con el objetivo de decir, a fin de cuentas, que él no tuvo nada que ver con el caso Cabezas. “Toda mi vida laburé volteando chorros. ¿Querés que te diga una cosa?”, asegura Sthoge en un diálogo con el periodista, “a mí me felicitó el general Ramón Camps, ¿entendés?”. Otero cierra ese momento de la charla con una frase contundente, algo que tiene que ver con el tono que sólo un cronista puede recuperar: “Sthoge dijo Camps como quien dice Dios”.  

Un mapa de heridas

La última de las crónicas, “Quién es ese hombre”, es, sin lugar a dudas, la más terrible. Armando Víctor Luchina es un suboficial retirado de la Policía Federal con grado de sargento primero. Trabajó en el centro clandestino de tortura ubicado en la sede de la Supertintendencia de Seguridad Federal, ex Coordinación Federal. Declaró en numerosas oportunidades, contando lo que hacía en ese espacio y la manera en la cual trataba a los detenidos. Él no participaba directamente en la tortura: lo que hacía era darle de comer a los que estaban encerrados, encapucharlos para que los lleven al lugar puntual en donde se aplicaba la picana, y luego llevarlos de vuelta a su celda. Siempre hablaba con cada uno de ellos con la cercanía de un amigo. Y los controlaba, como quien está atento al stock de un negocio. La historia se arma de la actualidad hacia atrás. Tefy, hija de Luchina, cuenta las prácticas del padre, de quien reniega y está distanciado. “Cuando abusaba de mí pensaba que lo vivido en la dictadura le había quemado la bocha”, acota la ahora adulta Tefy al recordar lo que fue vivir con Luchina. 

La zona gris. Eso es lo que impera en cada una de estas historias. No la clásica y fácil dicotomía de los malos y los buenos. Sino el límite difuso que requiere un verdadero esfuerzo ético atravesar. “Uno de los valores del género crónica es que permite desarrollar esa ambigüedad y creo que así se enriquece la historia”, remarca Otero. “Conocer el otro lado es difícil, pero es necesario. La aparición de testimonios favorables a los malos no me resultó problemático sino, por el contrario, parte del bagaje informativo de la historia. Y eso, creo, sirve para entender el mundo de esa gente. ¿Cómo era la vuelta a casa del represor que ponía la capucha en la sala de tortura? Con esos testimonios aparece la respuesta. Mi conclusión es que el represor no está solo. Hay una familia o amigos que lo contienen e implícitamente lo animan a volver al día siguiente a poner capuchas otro turno. No en todos los caso suceden situaciones así, desde ya, y obviamente se trata de situaciones límite y opinar desde afuera es fácil. No por nada recién después de cuatro décadas aparecieron voces de hijos o familiares de represores denunciando a sus padres. Mi conclusión, de algún modo, es que no se trata del represor, sino de un sistema represivo inserto en una cultura también represiva que, cuanto menos, naturaliza el horror como forma de vida. En estos días escuchamos o leímos en las redes sociales las burlas a Santiago Maldonado, el algo habrá hecho, el si estaba en su casa no le pasaba nada. Es terrible, pero hay que saberlo: la represión, los abusos policiales, la tortura tienen grados elásticos de consenso social y eso, políticamente,  juega en primera”.

Crónicas de posguerra es un libro duro, pero porque toca un tema por demás preocupante: cómo, luego de momentos históricos que se vivieron como una guerra, sin por ahí llevar ese título, quedaron situaciones o comportamientos operando en la sociedad que aún no han podido ser desmantelados. Personas que estuvieron en esos momentos, que hicieron el “trabajo sucio”, y que después volvieron a la vida de todos los días, llevando consigo la terrible responsabilidad de haber sido el brazo ejecutor de un sistema cruel. “Sentía una necesidad muy fuerte que se puede sintetizar en una frase: yo te avisé”, concluye Otero. “Todas las historias están protagonizadas por personajes que integraron fuerzas de seguridad o unidades de inteligencia. ¿Qué avisé? Que como sociedad armamos, capacitamos y financiamos a aquellos que, en nombre de nuestra seguridad, nos pasan a degüello. Estamos en problemas: armamos para que nos cuiden a aquellos que nos matan.”