15:17 Tren a París

The 15:17 to Paris

EE.UU., 2018

Dirección: Clint Eastwood.

Guión: Dorothy Blyskal, basado en el libro de Anthony Sadler, Alek Skarlatos, Spencer Stone, Jeffrey E. Stern.

Música: Christian Jacob.

Fotografía: Tom Stern.

Montaje: Blu Murray.

Reparto: Spencer Stone, Alek Skarlatos, Anthony Sadler, Jenna Fischer, Judy Greer, Cole Eichenberger, Bryce Gheisar.

Distribuidora: Warner.

Duración: 94 minutos.

Salas: Monumental, Del Centro, Hoyts, Showcase, Village.

8 (ocho) puntos.

 

Se sabe que el viejo Clint no tiene nada de viejo sino todo de clásico. Si su 15:17 Tren a París provoca malestar o confusión, qué mejor rasgo para un cineasta que vitaliza al cine como ya pocos lo hacen. Deudor y cultor de una narrativa precisa, insigne, sus películas son expresión consciente de un paradigma -el de un Hollywood pretérito‑ desde el cual el cine hubo de estructurarse y ramificar. Ver todavía películas suyas parece casi una anomalía, tal vez lo sea.

Allí están los ecos western que el mismo título propone, con tren y hora predeterminados, tal como le sucediera a Gary Cooper (efigie eastwoodiana) en A la hora señalada o a Van Heflin en El tren de las 3.10 a Yuma. Así que otra vez, y siempre, los cowboys al galope, aquí en la piel de tres norteamericanos devenidos "héroes", responsables de frustrar el atentado terrorista en el tren que los llevara de Amsterdam a París, durante la tarde del 21 de agosto de 2015.

¿Un film que produce urticaria? Sí. ¿Patriota? También. Antes bien, lo que importa: ¿es cine? Del mejor. Seguramente no esté a la altura de otras obras del director, pero anuda de manera evidente con las inmediatamente anteriores El francotirador y (la admirable) Sully. En las tres, el "héroe" es el tema que importa. ¿Cuál es la naturaleza de un héroe?, ¿cuánto tiene que ver el cine en su modelado? Eastwood demuestra que el cine, en este asunto, es esencial. Y lo hace desde la complejidad que merece, mientras narra su historia, al situar la cámara en quienes vivieron algo extraordinario, y al anudarlo en la mítica misma del gran cine norteamericano, un cine capaz de haber sido piedra basal en la necesidad simbólica de su propio país.

 

Eastwood logra una película que puede ser molesta y patriotera pero de gran factura.

 

Película "morosa", "turística", tal vez, pero también sorprendente, porque se sitúa en medio de tantas otras producciones "similares", preocupadas por los "hechos reales" en los que dicen estar basadas, como si ése fuese el parangón suficiente. El film de Eastwood, sin embargo, se desmarca porque dice de otra manera. Para el caso, lo hace desde la inclusión actoral de los verídicos partícipes de la historia: Anthony Sadler, Alek Skarlatos (miembro de la Guardia Nacional de Oregon) y Spencer Stone (piloto de primera clase en la Fuerza Aérea de Estados Unidos). ¿Ecos belicistas? Sí, desde ya. Es más, no dejan de remitir a una de las peores películas del director, como El guerrero solitario (Heartbreak Ridge); pero ojo, hay matices, y son esos elementos los que agregan malestar.

Por ejemplo: la galería de armas (de juguete, pero armas al fin) con las que el niño Spencer invita a su compañero, Anthony, quien las desdeña: y lo hace desde la mención racial, Anthony es negro, no es un juego para él. Cuando los tres niños jueguen a la guerra, será Anthony, justamente, quien reciba disparos en forma simpática. Y viene bien tener presente que es su voz en off, y no otra, la que origina el relato (la de Spencer, con el rezo, lo cierra). En otro orden, Spencer, fanático de la guerra, decora su habitación de la niñez con bandera, soldaditos y carteles de cine: uno de ellos es el de Nacido para matar, de Kubrick, el otro corresponde a Cartas desde Iwo Jima, del propio Eastwood; las dos, películas que bien pueden señalarse como ejemplos dilemáticos, pasibles de ser incluidas en la rara nomenclatura de "antibélicas".

Estos "deslices", que agregan detalles que son astillas, ya sucedían en El francotirador, a partir de un niño de psicopatía precoz, devenido soldado, consecuencia de un seno familiar desquiciado. Es sobre esta fisura social que los personajes eastwoodianos se erigen, a pesar del entorno, para situarse por encima de éste, y tal vez por eso mismo, protegerlo. Si, por ejemplo, en El jinete pálido el cowboy profeta aparecía como respuesta al rezo desesperado; 15:17 Tren a París puede entenderse como esa misma historia pero desde el prisma de los "cowboys" -esos héroes surgidos del horizonte y vueltos a él‑, con una narración preocupada por la génesis del héroe, la niñez difícil, el choque familiar, la impronta religiosa -Dios es un problema institucional para el film, nada fácil‑ y la confianza en el destino.

Cuando el desenlace suceda ‑luego de un montaje paralelo que la película sostiene desde el inicio, entre el pasado y el presente, como maneras maleables de alcanzar una misma y sola conclusión‑, las imágenes verídicas, con François Hollande otorgando la Legión de Honor al trío, se vuelven material que el film alterna con planos inventados, que se inmiscuyen en lo ya registrado, desde puntos de vista que completan e integran al film con el hecho real. Es decir, lo real se vuelve mito, las imágenes son indudables, ahora simbólicas, porque superan la mera denotación. El "héroe" puede ser identificado y, por eso, la historia ser contada: Eastwood el film la sitúa ahora de otro modo, la eleva, la diviniza, la vuelve milagro.

Alcanzar algo semejante es consecuencia de un saber logrado. Para el caso cinematográfico, Clint Eastwood es uno de sus ejemplos consumados.