“Uma Thurman está enojada” fue el título de la entrevista publicada en The New York Times hace apenas unas semanas en la que la actriz emblemática del cine de Tarantino producido por Harvey Weinstein habló de todo. De su silencio durante tanto tiempo, de la violación que sufrió cuando tenía apenas 16 años, de los ataques sexuales de Weinstein, del impresionante accidente durante el rodaje de Kill Bill que Miramax encubrió durante todo este tiempo. Sus palabras, el video que muestra el peligro demencial de aquella escena, los dolorosos recuerdos mezclados con culpas y remordimientos, salieron a la luz después de tanto tiempo. No fue casualidad. Un tiempo antes había sido entrevistada en la presentación de The Parisian Woman, una obra de teatro que protagoniza en Nueva York, a raíz de los abusos sexuales de Weinstein, y su reticencia a desenterrar aquel pasado tenía que ver con la necesidad de un tiempo propio. Ese tiempo llegó y no se calló nada. 

Uma Thurman no es cualquier actriz. Fue, de la mano de Tarantino, el emblema de una época. Un estilo de mujer que rompía los moldes de los roles femeninos, que subvertía las restricciones de género (en todos los sentidos), que se apropiaba de un territorio de violencia y desenfreno que había sido mayormente masculino. Su novia vengadora de las dos partes de Kill Bill no solo era el eje de la acción en aquel mundo sino un motor fuera de borda capaz de romper todo lo establecido. Sus ‘kick ass girls’ fueron el modelo de la siguiente Death Proof del propio Tarantino, y la plataforma de una serie de heroínas que conquistarían un protagonismo por derecho propio. Antes ella había sido Mia Wallace en Tiempos violentos, la novia de un gángster que también dinamitaba los estereotipos sumisos de las vamp de los clásicos de la Warner de los 30. Y fue curiosamente esa película, nacida de la violencia del pulp y la mirada irónica de un Tarantino en su cenit, la que convirtió a Weinstein en un hombre influyente y poderoso, en ese magnate de una independencia que controlaba con el trágico oscurantismo del látigo. 

“Soy tanto una persona que fue sometida a sus abusos como alguien que en ese entonces también era parte de la nube que lo protegía, así que es una situación increíblemente extraña y contradictoria para mí”, declara Thurman desempolvando esas tensas relaciones que se tejen entre ficción y realidad, entre aquel empoderamiento de la figura femenina en un cine que venía a desmontar convenciones narrativas y desandar prejuicios de género, pero que todavía nadaba en un trasfondo industrial opaco y aberrante. El accidente en el convertible azul durante el rodaje de una escena de riesgo en Kill Bill –que puede verse en el link que aparece en la entrevista en el NYT– se convirtió en el feroz exponente de esa vulnerabilidad de la que aún como mujer fuerte en la pantalla no podía escapar. Todavía sumergida en los brutales abusos de los que Weinstein hacía una práctica cotidiana, la relación con Tarantino se teñía de crecientes ambigüedades. “Yo le dije que iba a estar todo bien. Que el camino era en línea recta. Que iba a estar a salvo. Y no fue así. Estaba equivocado. No la obligué a entrar al auto, ella se involucró porque confió en mí. Ella me creyó”, declaró Tarantino en una entrevista con Deadline hace apenas unos días. El material que Thurman consiguió de manos de Tarantino, quince años después, visto a la luz de hoy parece el inquietante revés de aquella ética que había definido esa colaboración en la pantalla. “Lo que de verdad me enojó del choque es que fue un golpe bajo. Había pasado por muchos peligros para cuando llegamos a esa instancia. Siempre había sentido que mi trabajo con Quentin implicaba una conexión con un propósito mayor, y la mayoría de las cosas que permití que me hicieran y en las que participé fueron una suerte de pelea en el lodo con un hermano muy enojado (refiriéndose a las disputas creativas con el director), pero por lo menos siempre tenía algo de autoridad en esas decisiones”. 

Tarantino siempre afirmó que la relación con Uma Thurman tenía algo de las legendarias asociaciones de Alfred Hitchcock con sus actrices emblemáticas, desde Madeleine Carroll en su etapa inglesa, hasta Ingrid Bergman y Grace Kelly en su apogeo en los Estados Unidos. Una unidad creativa que trascendía la construcción del personaje y contribuía a delinear un mundo también concebido en relación a esa aspiración. Pero como también resultó para el director inglés, esos vínculos no estuvieron exentos de la voracidad destructiva de todo Pigmalión. Así como fueron reveladas –no hace demasiado tiempo– las controvertidas relaciones entre Hitchcock y Tippi Hedren en el rodaje de Los pájaros, carcomidas por la brutal escena final del ataque de los cuervos que dejó a Hedren herida y con un susto imborrable –y que se continuaron en el acoso intensivo de Hitchcock durante el rodaje de Marnie, la ladrona, mandando flores y mensajes de una intensidad intimidante– , el choque en la escena de Kill Bill, que también dejó a Thurman con secuelas físicas y emocionales, hizo evidente que esos límites entre la entrega artística y el abuso de quienes detentan ciertas cuotas de poder deben ser revisados. 

Durante la presentación de Apocalypse Now, luego de un rodaje de más de un año, de infinidad de contratiempos, de problemas de salud del elenco, excesos en el presupuesto y catástrofes climáticas, Francis Ford Coppola anunciaba a la prensa: “Apocalypse Now no es una película sobre Vietnam. Es Vietnam”. Esa misma declaración parece hoy actualizarse a propósito del mundo de Tarantino. Ese escenario “feroz, inmoral, vengativo y misógino”, como señala el artículo de The New York Times, era en realidad la oscura contracara de la gema de las productoras de cine independiente de los 90, aquella con la que los Weinstein apadrinaron un cine cool y bestial que cambió varias coordenadas de la industria. Lo que se filtraba en las ficciones de Tarantino era esa misma mirada sobre la guerra que ofrecía Apocalypse Now, aquella pesadilla filmada en el crepúsculo de la aventura sádica de Vietnam: un mundo en el que el poder es despiadado, que quienes lo detentan lo ejercen sin piedad, y que toda transformación de ese estado naturalizado de cosas requiere dolor y destrucción. Los mundos de Tarantino implosionan en la pantalla y su lectura de la Historia ejerce una fascinación corrosiva con lo que parecía escrito en piedra para siempre. Por ello, hoy es importante que la luz sobre ese contexto de producción que delineó sus películas pueda completar lo que permanece ausente en el encuadre.