Un hombre camina bajo la lluvia por una ciudad cualquiera de Occidente. Tiene puesta toda la ropa que posee, un par de medias encima de otro, dos camisetas, buzos, un camperón con capucha, una mochila sucia al hombro. Tiene veintiocho años. Es más alto y más corpulento que la mayoría. Es libre; al menos es libre de caminar por la calle, de recibir la lluvia sobre su espalda, de evitar los televisores encendidos en los negocios de electrodomésticos, donde los canales de noticias muestran imágenes de la guerra en su país. Su país ya no existe. Su ciudad es un enorme campo de práctica para francotiradores enemigos. Esos francotiradores eran hasta ayer vecinos suyos, compañeros de escuela, novios de sus hermanas. 

El país en cuestión se llamaba Yugoslavia; la ciudad, Sarajevo. El hombre que camina bajo la lluvia está harto de beber agua estancada, de comer arroz sin sal, de llevar casco a todas horas, de limpiar cada noche su fusil y contar las balas que le quedan, de resisitir el frío sin fin y los amaneceres que empiezan con los primeros disparos de los francotiradores. El hombre que camina bajo la lluvia se pregunta si es soldado porque sabe distinguir el olor de un cadáver humano por encima de otros olores y porque sabe que la vida vale menos que lo que vale una bala de fusil comprada en el mercado negro. Llegó hasta donde está cruzando Europa dormida, que lo vio pasar sin inmutarse demasiado. Es un hombre sin papeles, es decir sin pasado, es decir sin futuro. Adonde entra siente que ocupa demasiado espacio. Conoce bien la sensación, ¿cómo no conocerla, si sus propios compatriotas pretendieron construir tres países diferentes en el interior de uno solo? También siente que hay espejos por todas partes, cristales que le devuelven su reflejo irreconocible.

Un día era uno más de la pandilla que hacía un programa muy popular en la radio nocturna de Sarajevo, y al día siguiente había guerra y lo hicieron soldado, y después cayó prisionero, y después logró escapar. Así llegó a Occidente, prófugo, desertor, chapaleando en el barro bajo la lluvia, de frontera en frontera. Ahora está en el mundo libre, pero un centro de refugiados, en un país cuyo idioma apenas conoce. En el centro dan un curso para aprender el idioma, pero es para adultos analfabetos, y él necesita ir más rápido: él es escritor, es poeta, ha leído a Poe y a Kafka, sabe de cine, escucha jazz, él necesita aprender más rápido. 

Un médico en el centro de refugiados le dice que lo que tiene es respuesta diferida. “El Síndrome PostTraumático se manifiesta entre tres y seis meses después del suceso traumático”. Pero le consigue una máquina de escribir con alfabeto serbocroata y una resma de papel. Él saca de su mochila una montaña de cuadernitos y libretas y papeles sueltos, lo que no se quemó ni se perdió de su obra en el camino, y empieza a pasarlo todo a máquina. Las palabras toman otra forma al pasar de garabato en una libreta a letra dactilografiada sobre la limpia página en blanco. Pasa cuatro días enteros copiando, en trance, por primera vez ajeno al frío que lo aqueja desde que escapó de su país. Al quinto día termina y se pone a leer. Es una patética, interminable letanía, que se niega a convertirse en literatura. “Todos mis escritores preferidos saben cómo convertir en universal una tristeza corriente. ¿Por qué yo no?”.

Decide entonces empezar de nuevo, pero en el otro idioma, el que apenas conoce. Cuando pueda contarla en ese idioma, piensa, su tristeza se volverá universal. Tiene un ejemplar en su mano de El extranjero de Camus. Cuando pueda leerlo en francés, podrá escribir en francés. Esta es la historia de Velibor Colic y de cómo escribió su libro Los bosnios y después su Manual de exilio en 35 lecciones. Lo asombroso es que exactamente al mismo tiempo, del otro lado del Atlántico, en Chicago, otro bosnio de Sarajevo, de veintiocho años, que pertenecía a otra pandilla de radio y que había desembocado en América de manera similar, tomó la misma decisión con un ejemplar de Catedral de Carver en la mano. Hacer su tristeza universal, contándola en un idioma que debía aprender casi enteramente. Su nombre era Aleksandar Hemon. Poco después escribió en inglés su libro La cuestión de Bruno y unos años más tarde El libro de mis vidas.

Los dos libros de Colic y los dos de Hemon son formidables, y además son gemelos. Es asombroso el parecido, la sincronía, la hermandad, uno escribiendo en francés y el otro en inglés, sin la menor conciencia uno del otro. Colic y Hemon idolatran por igual a un escritor yugoslavo que murió en 1989, prematuramente en opinión de todos los que lo querían, a los cincuentipocos. Murió tan rápido que sus libros se leyeron póstumamente, pero aun así, al terminar de leer su último libro, uno pensaba: ¿cómo, no hay más? ¿Dónde voy a encontrar más de esto, ahora que Danilo Kis está muerto y yo ya me leí todos sus libros y Yugoslavia ya no existe?

Yugoslavia ya no existe, es cierto, pero los dos libros de Colic y los dos de Hemon son la perfecta continuación de los de Danilo Kis. “Así bailamos, como condenados o locos, en el límite que separa al este del oeste, con nuestra mochila de miseria y nuestros nombres impronunciables”, escribe Colic. “Desde que nací estoy esperando el Día del Juicio, y no llega nunca, y de a poco voy entendiendo que nací después del Día del Juicio”, escribe Hemon. Y describen la vida en Sarajevo antes y durante la guerra como si se la estuvieran murmurando a través de la lápida a Danilo Kis, su maestro muerto.

Todo ha cambiado, nada ha cambiado, le dicen. Colic le cuenta que en una casa musulmana en un pueblo de Bosnia arrasado por los serbios descubrieron, en una mezcladora de cemento, el cadáver machacado de una nena desnuda. Desde el principio de la guerra no había electricidad en el pueblo, por lo tanto debieron haber hecho girar la mezcladora a mano. Hemon le cuenta que, desde el comienzo del sitio en Sarajevo, ciudad famosa por su amor a los perros, empezaron a verse por las calles ejemplares sueltos de todas las razas. Al tiempo se volvieron cimarrones, y con los meses empezaron a aparecer cruzas que aterrorizaban a los amantes de los perros. Danilo Kis escucha en su tumba. Danilo Kis tenía pegada en su pared una hoja con estas líneas: “Hay civilizaciones que se van a la ruina porque no consiguen eliminar el problema de sus residuos. Los del espíritu se van almacenando en las costumbres, el carácter y el inconsciente de su descendencia. Los del intelecto van invadiendo la Historia tal como los residuos materiales invaden la tierra en la que fueron enterrados. Estas civilizaciones terminan muriendo ahogadas en su propio estiércol en vez de nutrirse con él como hace la naturaleza”.

Había una vez un país llamado Yugoslavia, que nunca aceptó del todo que era un país, porque creía que era más que un país. Y en los libros de Danilo Kis, Velibor Colic y Aleksandar Hemon es realmente más que un país para aquellos que no tienen país.