¿Qué es lo que hace que una comedia sea buena? Que no se note del todo que es una comedia, es una respuesta posible. Que también sea una tragedia, es otra. Que haga preguntarse si lo que uno está viendo es cómico o triste. O cómico y triste. Todo esto se cumple en Le sens de la fête, cuya traducción literal es “el sentido de la fiesta” y que se estrena en Argentina con el pretencioso título de La fiesta de la vida, preferible de todos modos al C’est la vie que le enchufaron en Estados Unidos, el cliché de lo francés por antonomasia. Le sens de la fête es la sexta película escrita y dirigida por Olivier Nakache y Éric Toledano, autores de ese éxito fenomenal en el mundo entero que fue Amigos intocables (2011), comedia de diseño pensada hasta el último detalle para la clase de emociones rápidas que pueden tenerse en un shopping, entra una porción de pizza antes de entrar y un helado al salir. Por suerte y cuando podrían haber insistido en ese rendidor procedimiento de “toque las teclas adecuadas y cobre”, Nakache & Toledano decidieron jugarse por una comedia menos fácil, menos Rasti, de mayor observación de sus personajes.

Por sencillo y ajustado, el título ideal hubiera sido La boda, ya que todo transcurre aquí de acuerdo a la más estricta unidad de tiempo y lugar. Un castillo del siglo XVII en medio de la campiña, en el que va a celebrarse un casamiento, vivido desde la mañana hasta el amanecer del día siguiente, siguiendo los preparativos, la celebración de la fiesta, un accidente que derivará en una segunda fiesta improvisada (y esa sí, bastante falsa en su neohippismo bacán), hasta que “el sol nos dice que llegó el final”, como decía Serrat. La boda –éste es un detalle esencial– no está vista desde el lugar de los burgueses que la celebran, sino del dueño de una empresa de servicios para fiestas, Max Angély (el semicalvo Jean-Pierre Bacry, conocido por sus papeles junto a su ex Agnes Jaoui, tanto en Conozco la canción como en El gusto de los otros o Como una imagen) y sus numerosos empleados. 

La película es lo suficientemente larga (casi dos horas) como para particularizar en particularidades y manías de buena cantidad de personajes. Desde el novio cuya egolatría lo lleva a leer un discurso que lleva en una carpeta hasta el fotógrafo “garronero”, que no le afloja a los canapés, pasando por el cantante melódico que sanatea en italiano o portugués, el camarero enamorado de la novia (el actor es el barbudo genial que hacía del ex marido desquiciado en La batalla de Solferino), o el otro camarero, novato, que no sólo no tiene idea de cómo se trabaja en la cocina sino que no sabe disimularlo. Si todos estos personajes funcionan para dar comicidad, los realizadores tienen la suficiente elegancia para no forzarla, ni tampoco reducirlos a la risa cada vez que aparecen. Hay un personaje sobre el que se posa una mirada distinta y es Angély, protagonista de La fiesta de la vida. Tapando agujeros a diestra y siniestra, sacándose muy ocasionalmente, el calmo y paciente Max tiene, como lo indica su apellido, algo angélico, mientras carga un par de situaciones personales complicadas, una amorosa y la otra laboral, que su profesionalismo lo lleva a disimular.

La actuación de Bacri es simplemente extraordinaria. De una sobriedad y economía absolutas, este cincuentón de aspecto tan común no parece actuar su personaje, sino estar metido en él. Hasta el punto de que si uno se distrae puede perfectamente olvidarse de que es un actor, y suponer que lo que está viendo es un documental de un verdadero manager de fiestas, ajetreado como nunca. Pero la película no es un documental, y esto queda claro cuando finalmente las costuras del guion quedan a la vista, en un final que decide repartir happy endings para todo el mundo, como si los realizadores se hubieran asustado de haber hecho hasta allí una comedia que no se notaba del todo que fuera una comedia.