El sacrificio del ciervo sagrado

The Killing of a Sacred Deer

Reino Unido/ Irlanda/ Estados Unidos, 2017

Dirección: Yorgos Lanthimos.

Guión: Yorgos Lanthimos, Efthymis Filippou.

Fotografía: Thimios Bakatakis.

Montaje: Yorgos Mavropsaridis.

Reparto: Colin Farrell, Barry Keoghan, Nicole Kidman, Raffey Cassidy, Sunny Suljic, Alicia Silverstone, Bill Camp, Denise Barone, Ming Wang, Jerry Pope.

Duración: 121 minutos.

Salas: Monumental, Hoyts, Village.

8 (ocho) puntos.

 

El estreno de El sacrificio del ciervo sagrado, film del griego Yorgos Lanthimos, es una de esas oportunidades que no abundan, que permiten respirar, oxigenar, y devolver algo de diversidad a la pantalla grande. A partir de una puesta en escena confiada, un registro actoral alterado, elipsis elegantes y vacío informativo, la película discurre y obliga desde su inicio a aceptar lo que allí sucede. O parece suceder.

Una de sus situaciones de malestar ‑y son muchas‑ podría ser suficiente como captura del estado general/mental de la película: el cuerpo conscientemente inerte, de simulación anestésica, dispuesto a la seducción sexual, que lleva adelante Nicole Kidman.

Recostada en la cama, a partir de una posición premeditada, boca arriba, en ropa interior, quieta, lista para ser manipulada por Colin Farrell, quien se masturba, la toca y maneja como un maniquí, y vaya uno a saber qué más.

Él, Steven, es un médico cirujano, alguien que demuestra gozar de una reputación elevada. Steven tiene encuentros periódicos con Martin (Barry Keoghan, de un rostro que transita una indefinición que podría ser perversa, ingenua, malévola, o todo junto), un adolescente con quien algún misterio no del todo dicho está al acecho. Los encuentros tienen lugar de manera escondida, pero justo cuando el chico se le aparece a Steven en el sanatorio, a ojos vista, será momento para que el castillo de naipes conozca un primer tembladeral.

 

Nicole Kidman, mujer de hielo como pocas.

 

Desde lo formal, la composición del encuadre que sostiene el film del director griego es tan precisa, puntual, organizada, casi inmaculada, que recuerda por momentos, y de algún modo, al estilo de Stanley Kubrick. Pero con cierta lejanía adrede, que sabe hacia dónde orientar el relato para así obtener una fisonomía propia. Es decir, si en El resplandor Kubrick sugiere al espectador un laberinto en el que finalmente lo inserta ‑figura que el film hace explícita‑, con un devenir argumental que se vale de un registro progresivamente extraño; en el caso de Lanthimos hay una asunción inmediata de la extrañeza, a partir de la cual el filmse asume de modo inmediato.

De esta manera, las interpretaciones responden a un código actoral que podría, por qué no, pensarse de modo cercano‑diferencias aparte‑ al propuesto por el finlandés Aki Kaurismäki o el sueco Ruben Östlund (en su reciente The Square); en todos ellos hay una consciencia fílmica de cómo contar lo que se quiere, desde un verosímil que escapa a las convenciones habituales aun cuando, invariablemente, requiera de ellas. En otras palabras, El sacrificio del ciervo sagrado no deja de contar una historia perfectamente estructurada, en donde el conflicto a descubrir la enrarece todavía más, y alcanza un desenlace que devuelve orden al caos.

También puede pensarse la estructura formal de la película a partir del cruce que Lanthimos propone entre el doctor y el niño, cuando uno y otro visiten las respectivas casas y familias del otro.

Quiero que vengas a mi casa, le dice Steven, que conozcas a mi familia. También a la inversa. La alusión inevitablemente homoerótica y casi paidófila se cruza también con el decir institucionalizado, de construcción social establecida, aceptada. Como si este vínculo afectivo ‑desde ya, también paterno‑filial‑ buscara encauzarse con lo que cada uno ya tiene, en función del lugar social y material que se ocupa.

Pues bien, cuando esta intersección se intente, habrá que prestar atención a cómo los pequeños gestos ramifican para que la situación lentamente desborde. Como se trata de actuaciones ligadas al detalle gestual mínimo (la Kidman, qué duda, mujer de hielo como pocas), los deslices comenzarán a discurrir y todo lo demás a percudirse, y de una manera bien podrida.

Inevitablemente, el tejido social comenzará a peligrar, para arribar a momentos de escalofrío ‑uno de ellos muy semejante en intensidad al sufrido por Paul Dano en La sospecha, de Denis Villeneuve‑; las decisiones finales, entonces, habrán de ser llevadas a cabo. Si para ello es necesario purgar(se), a pesar de la pérdida consecuente, pero con la confianza puesta en saber que todo seguirá de algún modo funcionando, habrá por eso que hacer lo que se teme pero, en el fondo y quizás, se desea. Podrá parecer terrible, es más, seguro que lo sea. Pero todo también por mantener aquello de lo que se es parte, sin importar si el equilibrio que lo hace ser esté bien endeble, sea hipócrita, o se guarezca en un rótulo de clase social.

Cuando se llegue a ese momento, el film de Lanthimos cobra una dimensión mítica, simbólica, que se tiñe de religiosidad y paganismo, en donde el sacrificio será parte nodal del ritual que permite, asegura, entre otras cosas, la comida, la unión familiar y la aceptación del seno social. Una vez ocurrido el padecimiento, podrán entonces las familias sentarse a las mesas del bar de siempre; en todo caso, habrá que disimular miradas, torcerlas un poco más de lo debido, y hacer de cuenta que el pulso del cirujano puede ser todavía efectivo, más allá de todo alcoholismo.