Desde Madrid

UNO Ahí está el cuadro y ahí está Rodríguez. En una de las salas del Museo Reina Sofía. Rodríguez está frente a un cuadro pasajero de una exposición temporal. Un de esos cuadros que, hasta hace poco y desde hace tanto, siempre había visto en postales o en portadas de libros y que –como casi siempre suele suceder– cuando por fin se lo veía persona siempre era mucho más pequeño de lo imaginado. Pero por una vez, ahora, el cuadro es mucho más alto y ancho y grande de lo supuesto. Un retrato donde la figura del retratado (quien alguna vez instruyó que “yo soy del tamaño de lo que veo, no del tamaño de mi estatura”) aparece casi de tamaño natural. Ahí está: un hombre sentado y fumando en una habitación de paredes rojizas, sombrero y gafas, los brazos sobre una mesa, una hoja de papel turquesa y un lápiz y una taza de café y un almanaque donde se lee “ORPHEU 2”. El hombre y el retrato (de 1964, pintado de memoria, y firmado por José de Almada Negreiros) se llaman Fernando Pessoa. Pero también se llama como el bisexual y opiómano e ingeniero naval Álvaro de Campos (quien le escribía cartas a Ofélia de Queirós, de la que Pessoa estaba enamorado, advirtiéndole de que Pessoa tenía ciertos problemas mentales y lo mejor era ignorarlo), el infantil “amigo imaginario” Chevalier de Pas por los tiempos en los que Pessoa ya editaba periódicos falsos, el médico latinista-helénico Ricardo Reis, Abilio Quaresma, Erasmus, el soberbio Alberto Caeiro quien declaraba desear “convertirme en el más grande poeta de todos los tiempos”, la tuberculosa y jorobada María José, Barón de Teive, el librero Bernardo Soares predicando el que “no haya dioses es un dios también”, Vicente Guedes (mega-fan de Caeiro Thomas Crosse), Alexander Search y siguen los heterónimos y los preheterónimos y...

DOS ...Rodríguez repasa la desasosegante lista de auténticos nombres falsos de Pessoa (a la que Cyril Connolly se refirió como “un enjambre de abejas alrededor de una colmena”) y, claro, busca si hay algún Rodríguez por ahí, entre los más de setenta alias del escritor. Y, hasta dónde ve, no hay ningún Rodríguez o Rodrígues. Y el comprobarlo le da un poco de alivio y un poco de pena. Un sentimiento muy, sí, portugués. Las ganas de ser otro/otros es, en cambio, un deseo universal que nace con fuerza en la infancia (estimulado por tanta doble personalidad súper-heroica) y se convierte en algo un tanto más desvalido y frágil en la madurez; cuando se comprende que las posibilidades de mutar y transformarse y reconvertirse son cada vez más escasas y sólo se fantasea con golpes de suerte y loterías para cambiar de rumbo y alterar destino. Rodríguez piensa en todo eso frente al cuadro Pessoa por Almada Negreiros y se acuerda de cuando el genio y figura de este multipersonal explotó durante su adolescencia. Y que fueron varios los meses con el fragmentario y aforístico Libro del desasosiego –propuesto como  autobiografía de un tal Bernardo Soares, no heterónimo sino “semiheterónimo porque no siendo su personalidad la mía, es no diferente de la mía, sino una mutilación de ella. Soy yo, menos el raciocinio y la afectividad”– bajo el brazo y dentro de su cabeza: aprendiendo fragmentos de memoria, casi convencido de que tal vez él también fuese una partícula de Pessoa suelta por ahí. Después se le pasó un poco, bastante. Y Rodríguez pensaba que no quedaba nada de eso y de ese y de todos esos. Pero ahora, frente al cuadro, todo y todos vuelven como si nunca se hubiesen ido o, apenas, como si hubiesen avisado que se iban a discutir cuestiones oscurantistas o místicas a alguno de esos cafés (junto a los que ahora hay una estatua de Pessoa y de todos los suyos que iban allí a construir, vaso a vaso, una cirrosis que los mató a sus 47 años en 1935) con buena oferta de spirits de aquella Lisboa sombría que ahora, cada vez más turistificada, frecuenta la psicótica y esquizofrénica Madonna. 

TRES Pessoa –quien no dudaba en autodiagnosticarse “histérico neurasténico masturbatorio”– cuelga ahora en el marco de una buena exposición titulada Pessoa: Todo arte es una forma de literatura que utiliza al genio y figura del escritor como centro/astro alrededor del que orbitan buena parte de las figuras de la vanguardia-bohemia portuguesa de principios del siglo XX: paulismo, interseccionismo, sensacionismo y otros ismos de los que Rodríguez no sabía nada y de los que ahora se entera siguiendo los trazos de los pinceles hasta ahora para él desconocidos de Teixeira de Pascoaes, Sarah Affonso, António Carneiro, Júlio de Reis Pereira, Amadeo de Souza-Cardoso y Guillerme de Santa-Rita y de los importados Sonia y Robert Delaunay y... De nuevo, lo de cada vez más seguido camino de convertirse en lo de siempre: Rodríguez comprobando –en su un poco más que mediana edad, habiendo cruzado el ecuador de su vida– que se necesitarían ser dos o tres o cuarenta o más para poder saber y apreciar todo lo que el pasado, cada vez más amplio, va acumulando a espaldas del brevísimo presente y del cada vez más reducido futuro. Y en las paredes blancas, junto a los cuadros (maravillosos ese “Autorretrato con grupo” de Almada Negreiros y ese otro de “Los Galgos” de Souza-Cardoso) frases selectas de Pessoa del tipo “El futurismo no es un arte; es una teoría del arte, acompañada de ilustraciones que no explican nada” o “Los románticos intentaron juntar. Los interseccionistas quieren fundir” o “El arte es una interpretación de la vida. La vida es incomprensible y compleja” o “Sólo hay dos putos que el arte trata legítimamente: el anormal considerado como normal o el normal considerado como anormal” o “No sé quién me sueño” o... 

CUATRO ...”No soy más que un escenario vacío en el que varios actores interpretan varias obras” o “No saber de uno mismo; eso es vivir. No saber de uno mismo; eso es pensar”. Y amigos suyos lo/los consideraban muy amable/s, dotado/s de un sentido del humor muy british; pero también sospechaban que el Pessoa que habían conocido y tratado no era más que uno de sus heterónimos y –admitió uno de ellos– “cuando me despedía de él nunca me atrevía a volverme por temor a descubrirlo en el acto mismo de desparecer, de desvanecerse en el aire”. 

  En algún momento Pessoa se identificó como presidente de una “Corporación de Uno” de la que era jefe a la vez que todos los empleados y obreros” y se reconoció sintiendo “el ser otro, el sentir otro, el pensar otro... Soy un espectador de mí mismo... Me he creado a mí mismo, grieta y eco, a partir de mis pensamientos. Por pura introspección me he multiplicado... Soy otro hasta en mi forma de ser”. O –como bien poetizó Pessoa con la letra de Álvaro de Campos en “La tabaquería”, su poema más famoso– “No soy nada. / Nunca seré nada./ No puedo querer ser nada. / Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.” Y, ah, qué diferente que suena todo esto a como sonaba durante su adolescencia, piensa Rodríguez. Entonces, todo desánimo tenía algo de épica. Ahora, tanto tiempo después, los himnos de batalla siempre suenan a blues de la retirada y la heteronímia ideológica es la marca registrada de la política española y mundial: soy uno pero cambio de rumbo como si fuese tantos, digo esto pero hago eso. El vital desasosiego de entonces es ahora la inquietante languidez. Cómo y cuál era esa frase que había copiado y pegado Rodríguez en la parte interna de la funda de su Lettera 22 en la que, seguro, iba a escribir una obra maestra que pensaba firmar con pseudónimo y nom de plume y de guerre, porque quién se iba a fijar en un joven novelista apellidado Rodríguez. Pessoa –como Bernardo Soares– había escrito lo que él había copiado y recortado y adherido allí: en esa máquina en la que lo que acabó tecleando fueron sus primeros slogans publicitarios. Eso que cada vez que deslizaba el cierre relámpago para levantar tapa, leía como si fuese un mantra: “Seré lo que quiera pero tengo que querer lo que sea”. 

  Ahora –saliendo del museo, afuera cae la nieve y cuando nieva todo parece posible– Rodríguez quiere ser otro, el que sea, cualquiera que quiera ser él y que lo sueñe y que lo quiera.