Amor anfibio

La forma del agua ya está en cartel

Texto
DiegoTrerotola

No hay ningún misterio en que la atracción por lo monstruoso aparezca en la obra de Guillermo del Toro, porque de eso trata gran parte de su filmografía, del género fantástico y su imaginario como  forma de romance sensorial. Pero lo novedoso es la dimensión queer que lo monstruoso ostenta en La forma del agua, aunque (y esto tampoco sorprende demasiado) la crítica no haya identificado esa nueva desviación. Ante todo una fábula freak de cuento de hadas: Elisa Esposito, mujer sorda empleada de limpieza de una base científica militar, se enamora de una criatura anfibia que es sometida a experimentos de crueldad extrema. Su fascinación por la criatura la hace tramar un plan de liberación asistida por su compañera afroamericana y por su vecino gay, que está en un closet demarcado por el inicio de la década del 60 en el que transcurre la historia. Cuando a Guillermo del Toro le preguntan sobre el personaje gay interpretado por Richard Jenkins, dice que se basó en la figura del cineasta James Whale, director del Frankenstein los 30 y la gema camp que la continúa, La novia de Frankenstein, ambas películas que marcaron al género de terror desde la veta más queer, influencia directa en La forma del agua. Y Del Toro también aclara que desde el inicio de su carrera en México estuvo comprometido con la diversidad sexual: fue productor en 1985 de la comedia Doña Herlinda y su hijo, dirigida por Jaime Humberto Hermosillo, película pionera en retratar una relación gay con final feliz en el cine latinoamericano. Pero no es Richard Jenkins, merecidamente nominado al Oscar por su interpretación, lo que da la dimensión queer, sino la forma del romance entre la criatura y la mujer sorda, con una vuelta de tuerca para desviar aún más el relato estilo La Bella y la Bestia. Porque al contemplar desnuda a la criatura durante la película, es evidente que su figura antropomórfica no tiene una genitalidad que podría ser catalogada, en términos ortodoxos, como femenina o masculina. Y esto podría ser un detalle que incluso podría borrar la sexualización de la criatura. Pero hay un momento clave en La forma del agua: tras el primer encuentro sexual, la amiga le pregunta a Elisa por la genitalidad de la criatura. Y ella responde con un gesto, haciendo primero un capullo y luego sacando un dedo. Hay en la lengua de señas una ambigüedad, pero pareciera que se trata de una vulva eréctil. La película más nominada al Oscar en 2018 es una fábula donde en el amor romántico aparece un objeto de deseo con una genitalidad no tradicional, que es señalada y reivindicada como el sumun del placer en encuentros sexuales idílicos, coreografiados desnudos hasta el éxtasis más húmedo o metaforizados en musicales estilo década del treinta, con Fred Astaire convertido en criatura exhibicionista de género fluido. Y esa idea de una genitalidad no hegemónica permite pensarla como la primera megaproducción que plantea lo intersex desde el centro de su trama fantástica, especialmente porque su arco narrativo, la gran aventura revolucionaria de la película, es arrancarle ese cuerpo extraño a la ciencia moralista, disciplinaria y correctiva, un reclamo que la comunidad intersexual tiene como principal. Además, una cita en la película al personaje de Mister Magoo, creación de UPA, un estudio de animación creado en la década del 40 que se fundó  durante una huelga contra los estudios Disney por dibujantes que se enfrentaron al estilo de realista y a la imposición de usar como personajes a los animales antropomórficos. UPA fue una revolución gráfica que prefería muchas veces personajes con discapacidades o freaks que tuvieran socialmente un peso crítico directo: la ceguera y vejez de Mister Magoo o la incapacidad de hablar de Gerald McBoing-Boing, para citar las dos animaciones más populares y prestigiosas de ese estudio. Con esa cita a UPA, Guillermo del Toro confirma la dimensión política de su fábula y de sus personajes: adorna en exceso el romance de La forma del agua, llegando a un nivel de irrealidad de un dibujo animado, exhibiendo su amor por cuerpos y formas eróticas no hegemónicas, haciendo un lazo entre cine de terror y fantástico más sensual, en un gran cuento de hadas disidente donde bestialidad, inocencia y romance son bases de una aventura donde el único hombre blanco heterosexual es el villano opresor. Más queer echale agua.


Cambio de hábito

Lady Bird se estrena el 1º de marzo

Texto
Maia Debowicz

Lejos de las tradicionales películas de coming of age que retratan adolescentes con crisis de identidad ansiosos, desbordando desesperación, por volver a ser niñxs , Lady Bird, el segundo largometraje dirigido por Greta Gerwig, toma el riesgo de fortalecer la fragilidad que envuelve a esos personajes inquietos en una tentadora oportunidad para la exploración queer. El deseo y las emociones urgentes mutan de forma y tonalidad como los granos que brotan sobre su piel grasosa, a punto de estallar y derramar líquidos sobre la pantalla. Con un yeso pintado de rosa furioso para combinar cromáticamente con el color fantasía de su cabello, Lady Bird (Saoirse Ronan), una estudiante que quiere huir de su rústica casa en Sacramento para triunfar en la Gran Manzana, se mantiene inmune ante las enseñanzas cristianas de las monjas que adoctrinan en su colegio amparada en el vínculo íntimo que tiene con su mejor amiga, Julie. Mientras los curas pintan cruces sobre la frente de los alumnos, este dúo fusión se empacha con ostias robadas de la iglesia para intercambiar cuáles son los mejores métodos de masturbación acuática. “Somos asquerosas”, gritan orgullosas en el pasillo de la escuela. De eso trata Lady Bird: de apropiarse del asco para hacerlo materia prima de la curiosidad sexual. Los pitos entran y salen de plano, pero a la hora de bailar un lento son ellas las que se abrazan y cosen sus cuerpos, convirtiendo al baile de graduación en un acto de rebeldía ante las expectativas de los ojos ajenos. No es la primera vez que Greta Gerwig dibuja una relación pasional entre dos amigas. Frances Ha, la película que guionó y protagonizó en 2012, podría leerse como una posible secuela de Lady Bird. Donde sin importar el paso de los años, la dupla sigue intacta, incluso compartiendo la misma cama. Pero más allá de la revisita al womance, el poderoso subgénero que encuentra en la amistad femenina una potencia lésbica, Lady Bird transforma las decepciones en prometedores hallazgos que trazan la ruta de la reafirmación. Si nada es lo que uno cree mejor celebrar la sorpresa que llorar de desilusión. La distancia abismal entre la fantasía y la experiencia no implica que la realidad no pueda ser un terreno fértil para excitarse. Cuando Lady Bird suspira por haber construido un romance con su compañero de teatro, Danny, lo descubre dándose besos de lengua con un chico, tras patear la sagrada puerta del baño de hombres. Sin lugar para el resentimiento, la adolescente que se manifiesta a favor del aborto en medio de una charla pro-vida, decide ser la cómplice de aquel ex novio que aún no se anima a salir del clóset. Compartir ese secreto por tiempo indeterminado simboliza un amor mucho más profundo y revolucionario que debutar juntos enredados entre las sábanas recién lavadas. “No porque algo se vea feo implica que esté moralmente mal”, le grita Lady Bird a una mujer que reparte horrorizada entre las estudiantes fotos de fetos muertos. Lo único que está bien para Greta Gerwig es poder decidir sobre nuestros cuerpos y rutinas, sea por deseo o necesidad. 


Homoerotismo neoclásico

Llámame por tu nombre se estrenó esta semana

James Ivory lo hizo de nuevo. Como en su pionera Maurice (1987), adaptación de la novela de E. M. Foster, volvió a hacer una película mirando al pasado para situar lo gay en un contexto de tensiones entre la felicidad ídilica y la herida intimista. De hecho volvió a Maurice por partida doble: regresó a los 80, época en la que produjo aquel relato ambientado en la era Victoriana, y a una adaptación literaria, en este caso de la novela de André Aciman de 2007. Ivory escribió y produjo Llamame por tu nombre, película de iniciación en el norte de Italia en 1983, donde el adolescente Elio vacaciona con su padre y madre, hasta que la visita de Oliver, un joven estudiante, convierte sus vacaciones en un juego de seducción. El director Luca Guadagnino decidió evitar el formato digital para filmar la película en 35 mm, una sensibilidad analógica que le da el tinte entre retro y bucólico, y que subraya el homoerotismo neoclásico al que apuesta la película, en los cuerpos apolíneos de los protagonistas enamorados, Armie Hammer y Timothée Chalamet (quien también actúa en Lady Bird, doble presencia en los Oscars diversos). El personaje del padre, especialista en estatuaria de formas clásicas, mira las esculturas de cuerpos en torsiones, una suerte de redundancia sobre el neoclacisismo, pero también como un signo de bisexualidad en la mirada que se extiende a todos los personajes masculinos, una forma de escapar del deseo gay como forma quieta y lineal, un acierto la película. Lo bi matiza lo gay, hace que la fábula del amor de verano encuentre un zigzag más sensual. Por el lado de más queer, que se siente como herencia de cierta tendencia italiana que aporta el director y la locación rural, está la escena más celebrada de la película, tal vez la más adolescente: la masturbación de Elio con una fruta. Ese boom autoeroticismo, que comienza como juego inocente y se vuelve tenso en el relato, tiene algo de la erotomanía italiana del cine de los setenta, especialmente de algunas películas de Bertolucci, Ferreri y Pasolini, esas que pueden ir de lo picaresco y sensual a la oscuridad. De hecho, hasta se pueden ver en Llamame por tu nombre destellos de la fascinación pasoliniana por su actor fetiche y amante, el adolescente Ninetto Daboli. Lo cierto es que la historia de amor tiene la suficiente intensidad como para soportar un relato simple, apacible, en sintonía con un verano entre lagos y caserones dispersos entre el follaje. Pocas películas tan centradas en el homoerotismo accedieron a los Oscars en los rubros principales.


 

Trans afroamérica

Strong Island ya está disponible en Netflix

En un verano de su adolescencia, Yance Ford entró a escondidas a la habitación su hermano mayor William, que se había mudado al sótano de su casa, y encontró unas revistas Playboy. Cuando se terminó de devorar sus páginas se dio cuenta de que era “queer”, y sintió excitación y vergüenza. Fue esa misma vergüenza lo que le impidió hablar con el resto de su familia sobre sus sentimientos y deseos. Tuvo que irse a una universidad a 480 kilómetros de su casa para salir del clóset. Hasta ahí es una historia bastante común a muchas personas LGBTIQ: la soledad de la experiencia íntima de la identidad seguida del exilio del propio hogar como posibilidad de desarrollar y sociabilizar su sexualidad, su género, su deseo de ser. Lo particular de su historia es que la vuelta de Ford a su hogar fue provocada por el asesinato de su hermano William de 24 años en 1992, a quien nunca pudo contarle quien era. Y es ese dolor, entre otros, lo que hace más dramática el relato en primera persona de la investigación sobre el asesinato de su hermano que hace Yance Ford en Strong Island, el documental impactante que escribió, protagonizo y dirige. El impacto es por el compromiso y la frontalidad con que analiza el sistema judicial de Estados Unidos tanto como las relaciones familiares y afectivas en su propia familia para exponer cómo matar a quemarropa a un joven afroamericano fue concebido como legítima defensa.  Ford analiza como el cuerpo afro masculino significa una amenaza para la sociedad estadounidense, cómo socialmente se  construyó la imagen de su hermano como “monstruo” que es lícito matar sin ser juzgado como crimen, en una narración que, como en un film noir en primera persona, también expone tanto la lucidez y fuerza como las flaquezas y errores de quien investiga. Investigación siempre es autoinvestigación. Lo más excepcional de Strong Island es que, como capas superpuestas, como las fotos viejas agigantadas con lupa, Ford va revelando también los rituales que marcan socialmente los géneros, tanto el del cuerpo del hermano viril o las formas incómodas de sociabilización de la feminidad de su pasado. La película tardó diez años en poder producirse, y fue un momento fundamental para la Ford como hombre trans. “Mi transición estaba en progreso mientras estuve haciendo la película. Y tuve una cirugía compleja, hace tres años este mes. Y siempre he sido inconforme con el género. Me identifiqué como lesbiana masculina cuando tenía veintitantos años, aunque no encontré la palabra ‘transgénero’ hasta 1995, cuando conocí a Minnie Bruce Pratt”, señaló a fines de enero Ford, tras conocer su nominación al Oscar como Mejor Documental, que lo ubica como la quinta persona trans en ser nominada. Y cuando le dicen que es el primer hombre trans, él aclara “el primer hombre trans afroamericano”, porque siempre hay un compromiso, traducido en cada decisión del documental, de respetar la voz irreductible que se encarna, buscando en cada detalle la dimensión social que oprime o libera el sentido. Si bien Yance Ford terminó la transición después de la película, los videos familiares de su pasado, de fiestas con vestido largo en un defectuoso vhs, son escrutados con perplejidad tanto como cualquiera de las representaciones de la familia y la justicia que la película desarrolla. Desde los suburbios de Long Island en New York, una voz crítica tan frontal como la de Yance Ford, en medio de la era Trump, con su consiguiente xenofobia y el fortalecimiento de la ideología de la llamada supremacía blanca, Strong Island es un documental que, parafraseando a su título que remite al slang que rebautiza al suburbio negro, es una apuesta fuerte que esperemos que no quede aislada.


 

Crímenes y desastres

“Soy gay en mi arte y hétero en mi vida”, dijo no hace tanto James Franco, frente a los millones de rumores sobre su orientación sexual, motivados tal vez por la decisión de producir y dirigir películas sobre diversidad sexual y encarnar personajes gays en distintas películas, algunas incluso basadas en hechos reales. ¿Es The Disaster Artist, la última película dirigida por Franco, parte de su arte gay? También protagonizada por Franco, es la historia del misterioso Tommy Wiseau, director y protagonista de The Room, película de culto, y de consumo irónico, considerada una de las peores de la historia del cine. Perteneciente al subgénero bromance, un tipo de comedia donde una amistad viril es narrada como un romance, la película cuenta con detalles y de manera muy mimética el rodaje de The Room y sugiere varias veces una atracción gay entre Tommy y su actor fetiche, interpretado por Dave Franco, hermano menor de James.  La película está nominada al Oscar como Mejor Guión Adaptado, porque es basa en un libro que cuenta el rodaje de The Room. Por esta película, Franco ganó el Globo de Oro como Mejor Actor de Comedia, y subió a recibirlo junto a Tommy Wiseau. Pero un incidente en el escenario de los Globo de Oro, donde Franco le quitó el micrófono a Wiseau y no le permitió hablar, volvieron bastante problemática la defensa de una visión positiva del arte desastroso de Wiseau, e incluso se acusa de bullying contra el extraño mundo de ese artista del desastre.  

En Tres anuncios para un crimen, dirigida y escrita por Martin McDonagh, hay un policía racista y homofóbico interpretado por Sam Rockwell, que pone en escena toda la violencia social en algunas secuencias de furia sin filtro. Un personaje secundario, pero importante en el desarrollo dramático, es Red, el administrador gay de los tres anuncios que desencadenan el conflicto central de la película. Una larga secuencia de violencia institucional que pone en escena la homofobia de la manera más cruda posible. En una carta de un oficial superior, el personaje es aleccionado sobre su homofobia, se produce un cambio de actitud, y así la película va construyendo una ideología que, si bien nunca pierde una densidad que no parece programática, al menos no se confunde con gratuita expresión de violencia. Por este personaje, Rockwell fue nominado  como Mejor Actor del año por Gay and Lesbian Entertainment Critics Association (Galeca) y obtuvo más de siete premios, lo que lo hace uno de los favoritos para los Oscar. Por otro lado, en pocos gestos, el personaje de Red demuestra una humanidad que merece ser destacada, al igual que la actuación de quien lo encarna, Caleb Landry Jones, que aunque no el Oscar se olvidó de él fue nominado como Mejor actor revelación por la Sociedad de Críticos de Detroit y ganó varios premios como parte del cast de Tres anuncios para un crimen. Además, Jones tiene ya un historia de personajes queer en películas como Stonewall y Tom à la ferme dirigida por Xavier Dolan.


 

Placer físico

Una mujer fantástica ya está en cartelera

A los 28 años, la actriz y cantante chilena Daniela Vega será la primera mujer trans invitada a presentar un Oscar en la próxima ceremonia de los premios de la Academia de Artes y Ciencias de Hollywood. Además, Vega presenciará  la ceremonia gracias a la película Una mujer fantástica de Sebastian Lelio, donde encarna a Marina, la protagonista de un relato de suspenso con tintes clásicos que pone en escena la tensión social de las personas trans en Chile, pero que muchas de las situaciones responden a las formas universales que asume la transfobia. La película es una de las candidatas favoritas para quedarse con la estatuilla, no solo por la calidad de la película sino porque el director chileno Lelio ya produjo una película dentro de la industria estadounidense. Daniela Vega debutó en 2015 como actriz cinematográfica con La visita de Mauricio López Fernández, pero ya había tenido un éxito popular con su show teatral La mujer mariposa, que estuvo ocho años en cartel en Santiago.  Como sucedió con las protagonistas trans de Tangerine de Sean Baker, con Una mujer fantástica se acercaron a Vega primero para conocer más íntimamente su experiencia  como mujer trans como base para escribir un guion. Pero Lelio y el coguionista Gonzalo Maza quedaron tan cautivados con ella en el proceso de escritura, que, cuando el guion estuvo terminado, le ofrecieron el papel protagónico. A esta altura, por la trascendencia y la efectividad de la película, fue una decisión muy acertada: Vega aportó su propia experiencia al personaje, también fue moza y es cantante lírica, además de que todos los insultos de la película fueron alguna vez formas de la violencia que tuvo que soportar la actriz. Desde un suspenso que tiene mucho de hitchcockiano, la película construye un relato de tensión constante, con situaciones sutiles y ambiguas y otras muy extremas, que ponen a prueba la capacidad física e interpretativa de Vega en cada plano. Hay un compromiso físico muy profundo en su encarnación de Marina, que conmueve, un logro de puesta en escena: las situaciones no se construyen tanto por el montaje como por la presencia ininterrumpida de la actriz en planos sin cortes. Esa sensibilidad física de Vega la tiene incluso en su presencia desafiante. Esa fue la intimidad más genial que compartió la actriz en una entrevista de enero en The Guardian: “En realidad, me da un placer físico molestar a los conservadores. No tengo que ser violenta, no tengo que insultar a nadie, mi mera presencia molesta a esa gente”.