Hubo un tiempo en que a los músicos de jazz se los llamaban cats. La acepción oculta del término provenía del slang de la música afroamericana, y seguramente produjo alguna sorpresa la primera vez que salió a la superficie en letra de molde. Es decir, la primera vez que un músico entrevistado se refirió a sí mismo y a sus pares como ese animal noctámbulo, sigiloso y algo misterioso. Quizá eso sucedió en junio de 1935, cuando la entonces flamante revista Down Beat entrevistó a Louis Armstrong por primera vez. Armstrong acababa de llegar de una extensa gira por Europa y no se presentaba en su país desde hacía dos años. Era un Dios de la trompeta, pero también el emergente de una comunidad segregada que aún despertaba entre los blancos una mezcla de temor, desprecio y curiosidad. “Todos los músicos son cats para Armstrong”, se sorprendió el periodista. Y, para completar, con afán de etnógrafo de una cultura diferente escribió: “Él también suele llamar a sus conocidos como popso gate”. Un glosario para entender el jazz.

Para una cultura nacida en los suburbios de New Orleans y aclimatada en los ambientes de mala vida de las grandes ciudades, la entrevista periodística significó una vía de adecentamiento y legitimación importante. Un modo complementario de afianzamiento a través de la palabra. Al mismo tiempo, los entrevistadores mediaron, a menudo con eficacia y honestidad, entre los intérpretes de un arte nuevo que parecía oscilar ambiguamente entre el folclore negro y la cultura de masas. Años más tarde, ya consagrado el jazz como la gran contribución norteamericana a la cultura del mundo, los periodistas les dieron la palabra a los músicos para ahondar en el conocimiento de un pasado insuficientemente escrito. Les dieron la palabra para que terminaran con tanta fabulación y falsedad. Eso hicieron, de modo ejemplar, Nat Shapiro y Nat Hentoff en un libro pionero: Hear Me Talking To “Ya”. El título provenía de un tema del repertorio de Armstrong y sugería que, más allá de cualquier interpretación musicológica, al jazz había que conocerlo a través de sus hacedores. “Óyeme hablar de jazz”: de eso se trataba. 

La lista de libros que antologizan entrevistas a jazzmen ocupa al menos un estante en la biblioteca del aficionado lector. Lejos de cesar, esta suerte de subgénero se incrementó en los últimos años. Por caso, no hace mucho el crítico de The New York Times Ben Ratliff publicó el agudo The Era of Jazz. Pero la verdad es que sigue costando hallar un libro de entrevistas más sabroso y riguroso que Talking Jazz: An Oral History. Su autor es el pianista, compositor, cantante, productor y periodista especializado Ben Sidran. Un tipo singular Sidran. Realizó una carrera musical digna, con cierta inclinación por un jazz grácil cercano al soul y al blues. Cantante delicado y al mismo tiempo de cierto desparpajo,Sidran supo producir –y grabar con– gente tan afamada como Steve Miller, Diana Ross, Eric Clapton y Van Morrison, entre muchos otros. (El dato simpático para argentinos y uruguayos es que recientemente, de paso por Madrid, tocó y grabó un par de temas con Jorge Drexler). 

Autor de varios libros interesantes, Talking Jazz es sin duda el más conocido. Y tal vez el mejor. Su edición original data de 1995 y ahora, casi milagrosamente, está disponible en español, gracias al sello independiente Letra Sudaca y el colectivo marplatense de jazz ICM (Improvisación Colectiva en Mar del Plata). El punto de partida fueron las notas realizadas en la segunda mitad de los 80 para el programa de la NPR Sidran on records. Allí Sidran logró llegar a algunos de los principales creadores del jazz moderno. Lo hizo en sus casas, en estudios de grabación y en otras locaciones, pero siempre de modo bastante intensivo, con preguntas que, por momentos, derivaban el cuestionario a un tipo de conversación pareja entre dos viejos amigos. El periodista/músico, el músico/periodista.  La lista provoca vértigo, por más que algunos nombres de la edición en inglés hayan quedado afuera: Sonny Rollins, Miles Davis Herbie Hancock, Art Blakey, Don Cherry, Paul Motian, Wynton Marsalis, Horace Silver, Michael Brecker, Max Roach, Johnny Griffin, Carla Bley, Mel Lewis, Rudy Van Gelder y Keith Jarrett. La proximidad de Sidran con los entrevistados es evidente sin caer en la genuflexión. Las referencias de determinados detalles históricos –aquella sesión de grabación de cuarteto que ante la ausencia del solista terminó siendo de trío, el día que un gran saxofonista catapultó la carrera de un joven e ignoto pianista o la versión de “Havanagila” en un baile judío que definió el futuro de un ilustre baterista– funcionan como tácitos ayuda memorias. Por supuesto, el buen periodista siempre recuerda más y mejor que el entrevistado –especialmente todo lo referido a los discos–, pero su propósito es convertir los recuerdos sueltos en estrellas de una constelación autobiográfica. Si todo relato de coherencia cronológica resulta una ilusión, lo que finalmente vale son aquellas preguntas que logran transferir al presente fragmentos significativos de la vida interpelada. 

El hecho de que Sidran sea también él un cat de la fauna jazzera hizo las cosas más fáciles, aunque no deberíamos minimizar su don para volverse extremadamente confiable, al punto de hacer hablar con fluidez a Miles Davis (quien no duda en reconocerle casi todo el mérito de Kind Of Blue a Bill Evans), encender la veta espiritualista de Keith Jarrett o lograr que el parco Rudy Van Gelder –el gran técnico de sonido del jazz de los años 50 y 60, creador del sonido Blue Note entre otras proezas– aceptara sentarse por una vez del otro lado del vidrio del estudio de grabación para contarnos su increíble historia. Que en gran medida es la historia de nuestra discoteca.

El saxo de Coltrane y el oboe de Griffin

Más que la de cualquier otro género, la historia del jazz es una larga e inconclusa conversación con la tradición. Sin forzar el asunto, Sidran despierta en sus entrevistados no solo ese inventario de anécdotas que, a modo de fotografías raras o encontradas, le dan sabor a un pasado en blanco y negro, sino el reconocimiento de genealogías personales, líneas fugadas al pasado que siempre concluyen –o empiezan– en algún ídolo o maestro en torno al cual giran los primeros capítulos de una vida musical. Rollins evoca a Coleman Hawkins: “Quise tocar el tenor de verdad cuando empecé a escucharlo. Sentí que esa era mi voz, que eso era lo que quería hacer.” Miles Davis cae rendido ante la brillantez de Gillespie: “Todavía podés escuchar a Dizzy haciendo un gran solo, porque es... realmente me vuela la cabeza.” Don Cherry –su testimonio es uno de los más interesantes de todo el libro– encuentra continuidad entre Charlie Parker y el free jazz: “Ornette no tocaba las mismas frases que Bird, pero entendía el concepto y lograba ese sonido: un tributo a Bird que sonaba como Ornette Coleman.” Horace Silver reconoce que la primera vez que escuchó tocar a Thelonious Monk creyó que le estaba tomando el pelo: “Y cuando descubrí que sí era en serio empecé a escucharlo con más detenimiento y me di cuenta que tenía algo único y muy hermoso.”

Si bien el corpus de entrevistas tiene límites etarios bastante extendidos –Max Roach se inició a principio de los 40 y Wynton Marsalis, en los 80–, en general los músicos elegidos alcanzaron el punto de ignición entre mediados de los 50 y la década siguiente. El recorte temporal no sólo responde a la edad y condición del propio entrevistador –Sidran nació en Chicago en 1943– sino al lugar privilegiado que la citada camada ocupa en la narrativa del jazz de las últimas décadas. Si acaso podemos hablar de un complejo de edad dorada en relación al jazz contemporáneo, no hay duda de que el mismo se focaliza en los años de Blue Trane de Coltrane, Kind of Blue de Miles Davis y los primeros discos del trío de Bill Evans. Algunas de las mejores micro historias que Sidran logra recabar de sus entrevistados transcurrieron en esos años inmediatamente previos al estallido del pop y la cultura rock. Fueron los años en los que no existía música más audaz, creativa y “seria” que el jazz. No sólo coexistían grandes músicos: los destinos de las mayores figuras aún no estaban definitivamente trazados, como cuando John Coltrane tomó de Steve Lacy la idea de incorporar el saxo soprano a su música. Lo cuenta el baterista Paul Motian: “Puse el teléfono para que escuche, era Trane tocando el saxo soprano. Entonces Steve me dijo: ‘Por eso es que me preguntó en qué tonalidad estaba el saxo soprano... porque se quería comprar uno.’ Sabía que era Trane, hasta escuchándolo a través del teléfono. Y ese fue uno de esos momentos mágicos que conectan a todos los artistas.”

Los senderos que se bifurcan

A medida que se avanza en la lectura, nos va ganando la sensación de ser una especie de colaborador imaginario del autor. Nos sentamos a su lado, escuchamos con atención las vivencias relatadas y más de una vez queremos repreguntar, por más virtuoso que sea el desempeño de Sidran. Queremos saber más, siempre más. Nos quedamos con ganas de que Miles se explaye sobre las cajas de ritmo –es el Davis del tecno/funk, ángel caído del paraíso del bebop–, que Art Blakey nos cuente algo más sobre la mecánica de sus Jazz Messangers o que Herbie Hancock, clarísimo en sus explicaciones técnicas, abunde un poco en la ruptura de estilo que protagonizó cuando grabó Head Hunters. No es que estas cosas no tengan su lugar en el libro, pero así como la improvisación jazzística es un virtual diálogo ad infinitum, también el arte de la conversación concluye en un arbitrario fade out.

Como en toda buena historia coral, las digresiones y los desvíos capturados por el atento Sidran suelen ser tan atrayentes como el texto principal. Vaya como ejemplo el relato impresionante del saxofonista Johnny Griffin. Frente a un sendero de caminos que se bifurcaban –uno hacia la música, otro hacia la muerte– Griffin salvó su vida gracias al oboe. “Vieron que yo había tocado el oboe y eso era justo lo que el director quería, un oboísta. Y me pusieron en la banda. Mientras tanto, los otros seis chicos que habían ido conmigo al reclutamiento terminaron en Corea. Nos enviábamos cartas, pero todos murieron allí. Eso pasó cuando McArthur hablaba de estar en casa para Navidad, y un millón de chinos cruzaron el río Yalu y persiguieron a los estadounidenses hasta el último rincón de Corea del sur. Asesinaron a todos esos chicos, a cada uno de ellos.”