“Tengo 27 y sigo viva”, escribe Janis a sus padres poco antes de que eso deje de ocurrir, y uno comprende que la chica era perfectamente consciente del borde en el que caminaba, por propia voluntad o falta de ella, que le permitiera resistir la compulsión generada por la adicción a la heroína. “Sé cómo te sentís/y sé que no encontrás razón para seguir/y sé que sentís que lo tuyo ya fue”, dice la letra de “Little Girl Blue”, un tema cuya letra asombrosamente no escribió la propia Janis (lo hizo el célebre Lorenz Hart, socio creativo de Richard Rogers para decenas de comedias musicales de Broadway). Con ese tema finaliza acertadamente Janis: Little Girl Blue, documental reciente dedicado a la vida de la trágica de Texas, que la plataforma online Netflix incorporó días atrás a su catálogo. A propósito: conviene no confiar en que las anunciadas como novedades de esa plataforma son las únicas incorporaciones. Nunca es así, y Janis: Little Girl Blue, que tiende a disimularse entre el grueso de la programación, es prueba de ello.

Sobre la blusera blanca había hasta ahora un documental temprano (Janis, the Way She Was, 1974) y una ficcionalización vicaria (La rosa, 1979). Un proyecto de hace unos años, tan desencaminado que pretendía travestir a la inadecuadísima Amy Adams en el protagónico, naufragó, y subsiste, pero envuelto en una sospechosa falta de información, otro que tiene al frente a Michelle Williams. Producido y  dirigido por la nativa de Los Angeles Amy Berg, responsable de varios documentales resonantes en los últimos años, Janis no se aparta de un esquema convencional, que confía su construcción en partes iguales a las entrevistas a quienes conocieron a la protagonista (parientes, amigos, eventuales parejas, músicos) y a los fragmentos de archivo (entrevistas televisivas y conciertos en vivo, sobre todo). 

Desde la afirmación de la hermana de Janis, en el sentido de que “no respondía a lo que se entendía por femenino”, hasta la crueldad de su elección, por parte de una barrita del secundario, como “el hombre más feo” del colegio (elección que la hizo llorar), se dibuja una posible razón de la personalidad reclusiva de la niña Janis Lyn Joplin, nacida en el pueblito texano de Port Arthur el 19 de enero de 1943. En la adolescencia, la introversión da paso a lo contrario. “Cuando íbamos a Louisiana le gustaba provocar peleas en los bares”, cuenta un amigo. “Nosotros hacíamos como que no la conocíamos, se sabía que los cajoun de la zona eran buenos peleadores.” Janis pasa por un período en el que le gustan las chicas y de ahí en más es Little Girl Blue, por los Príncipes Azules que inevitablemente terminan plantándola. 

Dentro de este panorama de corazones destrozados representa un intervalo gracioso el comentario de Bob Weir, miembro de Grateful Dead, cuando comenta que alguna vez le tocó escuchar a Janis en la cama y que “no era precisamente callada”. Claro, es de imaginarse. Parece que el hombre pasó la noche en vela. Otra gracia aporta, desde una visión seguramente escandalizada, la crónica periodística de un concierto, que habla de los “desesperados gritos de apareamiento” que presuntamente Janis lanzaba desde el escenario. La sorpresa: el anchorman Dick Cavett, de saco y corbata, da a entender que fue amante de la reina del rock. Un fragmento de la presentación de la cantante en su show, apoyando su mano sobre la de él, parece querer darle la razón. La narración en paralelo de Janis: Little Girl Blue, que va de la intimidad al vivo de los escenarios, permite reforzar la sensación de que Janis canta su vida. Hasta llegar a ese remate con la letra de “Little Girl Blue”, que parece escrita para ella por una pareja de compositores que profetizó su vida sin conocerla.