Un par de acontecimientos políticos de estos días invitan a confundir datos principales con accesorios, y en consecuencia convocan a eludir esa trampa.  

La marcha del miércoles fue un primer paso –o segundo, si se computa al reciente encuentro público del peronismo k y no k– hacia cierto abroquelamiento de la acción opositora más decidida. Se le suman varios pasos reservados y crecientes, entre figuras que hasta ayer nomás parecían irreconciliables como producto de tácticas y personalismos excitados por la carrera electoral. Macri lo hizo, podría decirse. Lo que se dividía comenzó a juntarse, y es aleccionador respecto del altísimo precio pagado por no advertirlo cuando correspondía. Justamente por eso, no es tiempo de que anden contándose las costillas mientras la vocación sea de poder para frenar al macrismo. Puede elegirse ser testimonial y apostar a un purismo intachable que no existe en la política de ningún lugar de este mundo ni ahora ni nunca, sin por eso perder el vigor moral de los argumentos. Las apuestas de ese tipo corren hasta límites innegociables todo anhelo de unidad. Sin embargo y excepto en circunstancias dramáticas, de resolución indubitable por sí o por no, al universo progresista le es conveniente disponer de quienes tensen sus contradicciones. Lo cual también debiera valer en sentido inverso: partidos y grupos que sólo se centran en izquierdizar al extremo debates e iniciativas, y más que más cuando la correlación de fuerzas es desfavorable, quizá harían bien en preguntarse hasta dónde esa actitud no termina jugando a la derecha. La polémica es conocida, amplia y agotadora, pero no tanto como la certeza de que el poder, con el mero testimonialismo, queda lejos. Mientras eso suceda, la convicción sobre cambiar las cosas no pasa del enunciado romántico, sectario, egocéntrico. Si la fórmula genéricamente descripta es ni un sapo más en lugar de, pongámosle, paso atrás-dos adelante, para el caso argentino Macri podría quedarse entre bastante y muy tranquilo. 

Nada demasiado diferente, en su sustancia y aunque resuene traído de los pelos, ocurre con el impacto producido en los sectores politizados, desde el viernes a la mañana, cuando el Gobierno dejó correr que habilitará el debate parlamentario sobre despenalización del aborto. Puede discutirse, largo, si es consecuencia de la presión del movimiento de mujeres, aunque estaría fuera de toda duda que la respuesta es afirmativa. Si acaso no es –además– una ingeniosa movida gubernamental para colocar la agenda mediática en otra parte. En cualquier parte que, hasta donde dé, quite del medio el escenario económico. Y más aún, puede repararse en que lo anunciado no es un anuncio sino una formulación que de ninguna manera implica el compromiso oficial de votar a favor. Todo lo contrario. De hecho, la plana íntegra de los funcionarios macristas de primer nivel se opone a la legalización y en las últimas horas se encargaron de remarcarlo. De ahí en adelante, las especulaciones siguen creciendo hasta conformar, por ejemplo, la ruta de: (a) Macri no toma bandera alguna pero produce un gesto que obliga a sumársele, desde toda interpretación progre; (b) no hay forma de oponérsele, so pena de acusación de oportunismo político al que nada le cabe; (c) El Gobierno se anima contra el Papa que apoya al populismo; (d) Cristina, en particular, se durmió con este tema. Se aceptan agregados o sustitutos.

¿Qué de todo lo último modifica, por las causas o motivaciones que fueren, lo comprobable de un avance del debate sobre las libertades civiles y de criterios inclusivos acerca de salud pública (porque ya se sabe, aunque no se termine de admitir en el dietario mediático: quienes se pueden pagar el aborto en buenas condiciones, en clínicas y consultorios privados, son “gente” distinta de quienes no tienen recursos)? Nada. Lo que vale es el progreso per se, militado, asumido por franjas significativas de la sociedad, salvo que también en esto se confunda lo primordial con lo secundario o lo que debe prevalecer.

Así, para tejer el entramado, puede preferirse ubicar al núcleo en “la marcha de Moyano”; en la presencia del sindicato camionero como determinante para asegurar vitalidad, concurrencia y organización; en la autoreferencialidad del discurso de su líder; en que el Gobierno volvió a demostrar grandes habilidades de comunicación, tirando la carta de despenalizar el aborto a pocas horas de una manifestación imponente. 

O, incluso sin perjuicio de lo anterior, ver el vaso medio lleno de que logran convivir sin problemas, en un mismo acto, sindicalismo tradicional, movimientos sociales y franjas troskistas; de que se habla, ya, de un frente orgánico donde pueda articularse con ambas CTA; de que afrontar la cuestión del aborto en sus alcances penales comienza a tener aceptación extendida y que eso está bien al margen de especulaciones políticas, aunque no figure entre las prioridades de la discusión masiva. Hasta la comisión ejecutiva del Episcopado pidió que el debate parlamentario se lleve a cabo en un clima de “diálogo sincero y profundo, sin descalificaciones, violencia o agresión”. Y créase o no, el mismo órgano cita necesidades de “educación sexual integral de la ciudadanía”. Ya supieron decirlo varias veces, pero en ésta es en un marco de retroceso para el autoritarismo religioso. No les queda otra que aceptar el convite, a excepción de cavernícolas como el monseñor platense Héctor Aguer. Deben aceptar. Un dato impactante. 

¿El serrucho es ascendente o descendente, en términos globales de cómo se coteja contra una gestión de derechas?

El Gobierno atraviesa una de sus fases más complicadas, si no la peor. Bien que las salpicaduras por hechos de corrupción podrán no ser un aspecto menor, el foco está en una economía que ni despega ni ofrece visos de hacerlo. Hay muestras de malhumor colectivo, como los insultos contra Macri en las canchas, que al afinar la vista pueden o deben ser adjudicadas a sentimientos futbolísticos aunque ya no ocurre solamente en los estadios. Pero también es cierto que hace bien poco eran escenas impensadas, como lo es que se daba por descontado empezar a hablar directamente de 2023 porque 2019 era derrota electoral segura para toda variante opositora. Hoy, ya nadie firmaría una sentencia de ese tamaño.

El paso de Nicolás Dujovne por Madrid, en encuentro con hombres de negocios y después con la prensa, registró un momento muy duro al enrostrársele que es difícil creer en sus dichos optimistas cuando él mismo tiene la plata depositada afuera. Pero sobre todo exhibió a un ministro que comienza a carecer de respuestas convincentes, como símbolo de un gobierno que demuestra otro tanto. Por primera vez, quizá, se lo escuchó con una narrativa floja, abundante en muletillas y signos de “tocado” ante cuestionamientos precisos. Dijo que el problema no es la confianza en Macri sino la Argentina, por sus doce años de mentiras (esto es, que el problema es una sociedad recurrentemente masoquista y que contra eso no hay mucho que pueda hacerse). Que cuesta mucho bajar la inflación porque no quieren apelar a atajos (entonces, que la resistencia social es dispersa pero grande y que un ajuste con forma de shock, según se les exige, podría ser una catástrofe). Y que la única garantía de éxito que puede brindar es convencimiento y trabajo del equipo gubernamental (es decir, que no puede garantizar la paciencia ciudadana).

Frente a síntomas de esa naturaleza, lejos de un agotamiento del oficialismo pero cerca de un panorama decreciente, es cuando las preguntas se asientan mucho más en la capacidad de construcción opositora que en los artificios de Durán Barba.