El cuento por su autor

Si bien no hay agua en mis signos astrológicos, nadé durante varios años, diez en total, aunque mucho no se note. Participé de maratones acuáticas y llegué a los diez kilómetros en aguas abiertas. Pensé incluso en firmar un pacto fáustico, abandonar mi vida de pantallas digitales y abrazar la causa libre de los guardavidas, oficio deportivo que, vaya uno a saber por qué, idealizo. Quise dar un volantazo, ser otro; iniciativa que no prosperó, por supuesto. Hace un año, a raíz de un cuento publicado en esta misma sección, un periodista cultural me pidió una opinión escrita sobre la (aparente) relación entre la literatura y los ríos. No guardo ningún lazo afectivo con el Paraná, el Delta ni ninguno de sus vasos comunicantes, así que escribí sobre natación. Al periodista le pareció que mi texto no se ajustaba a su consigna (o no era tan bueno, puede ser), y sin avisarme ni pagarme, me dejó afuera de la publicación. A mí me pareció que ahí había un germen para un potencial relato; un clima, una sensación, un no-sé-qué que me asalta cuando meto la cabeza bajo el agua y el sonido se vuelve para adentro como un embudo. Ese texto trunco, una frase de William Blake que puse directamente en el título y el tono robado a una escritora norteameriana, pretendieron hacer el resto.


 El aire no es otra cosa que caos

 

Por Fernando Krapp

Tomás, que no había hablado con su padre en los últimos ocho meses, daba patadas contra la puerta del auto. Con un tono cansino, al borde del llanto, gritaba que no quería ir. Los árboles se pegoteaban en el encuadre diseñado por la ventanilla. Tirado en el asiento trasero, asfixiaba un muñeco de playmóbil. Paula manejaba el Ford K a gran velocidad. Llegaban tarde, para variar. ¿Por qué de pronto no quería ir más a la pileta?

Cambiate de una vez, ¡por el amor de Dios!, gritó Paula desde el pasillo, media cabeza dentro del vestuario de hombres. Sus compañeros estaban con el agua al cuello. Tomás seguía en la banqueta, el bolso intacto. Paula pidió permiso a Sebastián, el bronceado entrenador, y en cuatro movimientos, dejó expuesto a su hijo, con las antiparras colgadas del cuello como un rosario.

Siempre le gustó el agua, le dijo Paula a Sebastián con la cara roja. Se acomodó el escote y movió el cuerpo de su hijo, que se escondía detrás de sus calzas apretadas gris plomo. En la playa se la pasa en el agua, acá, no sé, dijo Paula, le da miedo. Pasa, dijo Sebastián con un voz pastosa. Dice, dijo Paula, que no le gusta esta pileta. Tomás le sacudió el brazo, escondió la cabeza. Sebastián se agachó y preguntó: ¿por qué no te gusta esta pileta, Tommy, eh? 

No quiere hablar, parece, dijo Sebastián. Es tímido, agregó su madre, aunque sabía que no lo era, sino que realmente Tomás no quería meterse ahí. Pero las órdenes eran médicas. Además, ella tenía clase de pilates programada a esa hora. No podía faltar otra vez, estaban pagas. Saludó al entrenador, y cuando Tomás vio a su madre desaparecer del globo, contuvo el aire caliente en los pulmones.    

¡La cabeza bajo agua!, gritó Sebastián, la vista en su celular. Tomás se movía como un perrito con la cabeza seca hasta la mitad de la pileta. Los gritos de Sebastián frenaron, hablaba con la chica que había llegado para dar Acua Gym a unas señoras cuyo ritual consistía en caminar y hacer círculos por dos andariveles que conformaban uno, hasta lograr un remolino de potencia considerable. Tomás odiaba eso, también. El remolino era tan fuerte que lo succionaba. 

Avanzó aferrado del borde. Con una patada blanda intentaba mantenerse a flote. Hizo unos metros. No llegó a ver que Sebastián había agarrado un palo de goma y sin avisarle lo empujó de un golpe suave en el pecho. ¡Al agua, Tomás!, gritó Sebastián. Abducido por la fuerza centrífuga del remolino, hundió la cabeza bajo agua y cerró lo ojos. El impacto fue igual de certero, como la vez pasada. 

De cada átomo de hidrógeno, llegaban las voces. No eran claras, estaban mezcladas. Un caos sonoro. Un entramado de frases, palabras sueltas, conjeturas, secretos constantes, aquí y allá, una masa dispersa, como notas en una sinfonía sin instrumentos. Alguien tenía que comprar pintura para la casa, otro pensaba en la plata que necesitaba para irse de viaje. Una carrera universitaria que no se terminaba. Una beca en Bruselas. Un cáncer que avanzaba. Pegadas, pisadas, apelotonadas, venían las voces a la cabeza de Tomás. Una ametralladora de pensamientos vacíos y repetitivos, atrapados en trampas mentales, mientras él intentaba en vano salir a la superficie y volver a la complicidad muda del aire. 

Peleaba. Las voces no habían colaborado para que recuperara la confianza y aplicara los rudimentos básicos aprendidos en la clase anterior de natación. De pronto, la fuerza centrífuga y centrípeta del remolino hacía un movimiento inverso; así como lo había arrastrado hacia la profundidad de la parte baja, ahora lo mandaba para arriba, a la superficie, justo cuando el aire acumulado en sus pulmones empezaba a escasear y la sangre se agolpaba en sus venas cerebrales. En ese momento, una voz clara, mucho más clara que el resto de las voces que seguían entramadas en una aturdida totalidad, homogénea y compacta, se abrió paso y llegó hasta sus oídos –su cerebro–. Esperá, tengo que…

La cabeza de Tomás recuperó aire. Respiró, una duda lo mantuvo atado al fondo del agua: ¿de donde venía esa otra voz? Podía corresponder las voces de los nadadores. Unir tonos con caras, entender la forma de las palabras por la forma de sus cuerpos. Qué discurso se apegaba a los nadadores invertebrados y vertebrados que se movían como algas convulsas debajo del agua. Los había escuchado en situaciones particulares; el vestuario, el pasillo, la entrada. Esa voz era otra cosa. 

Recibió el grito de Sebastián con una orden. Cinco idas y vueltas de pecho, o ranita, como les indicaba a los que no entendían de estilos. Los chicos se lanzaron en carrera, Tomás esperó. A pesar de tener miedo por volver a meterse entre esas palabras adultas y sus pensamientos absurdos, quería saber de dónde o de quién era esa otra voz; una voz que le hablaba a él solo. Avanzó caminando hasta que el agua subió hasta su pecho, mientras sus compañeros volvían de la primera serie. Lo miraron con curiosidad. Hundió los dedos en la superficie del agua; turbia, con lamparones brillantes como petróleo transparente, plagada de tantas partículas de piel humana como podía tener cualquier morgue con un crematorio interno. Sumergió la cabeza.

Las voces volvieron a estancarse en su cerebro. Cuentas de gas sin pagar, cálculos por una hipoteca, estadísticas de un campeonato de fútbol, esperanzas por un viaje de seis meses al sudeste asiático, el anhelo por un amor no correspondido. Esperanzas, frustraciones, deseos, proyecciones, eran palabras –conceptos – que Tomás no pretendía entender. El quería la voz. Y cuando estuvo a punto de salir a la superficie, frustrado por su intención fallida, la voz cortó el enjambre de voces mentales y las replegó en un mismo movimiento hasta apagarlas; no te vayas. Tomás no sabía cómo contestar, el aire se le estaba acabando. Abrió la boca y unas burbujas que parecían contener palabras de saludo subieron rápidamente y estallaron mudas en la superficie. Tenés que hacer con tu cabeza. Pensar en lo que quer… Las formas de la superficie, personas caminando al lado de la pileta, el universo aledaño a ese lugar improbable conocido como Club Acuático San Remo, un sistema  organizado de un modo complejo y asimétrico, lógico y rutinario. Tomás llenó los pulmones, bajó la cabeza.

Me quedo sin aire, pensó y escuchó su propia voz. Milagro, estaba hablando con la cabeza. Está bien, dijo la voz, aprendiste más rápido que a nadar. Tomás movió sus manos debajo de la superficie, pensó las palabras: ¿Dónde estás? Las otras voces parecieron volver con interferencia, un sonido de estática lo aturdió. Sacudió los brazos hacia abajo. Tocó el fondo de la parte media. Estaba cerca del lugar por donde la pileta se quebraba y se deslizaba abruptamente hacia una profundidad de tres metros y medio; allí, cuatro veces a la semanas, unos encapuchados con tubos de oxígeno practicaban buceo. Donde… estoy, dijo la voz algo distante. Sí, quiero decir, ¿estás nadando ahora?, dijo Tomás, sos como los otros que nadan. Te referís a si soy uno de los nadadores que ves desde tus anteojos, no, Tomás, no soy ninguno de esos, dijo la voz. 

Le quedaba poco oxígeno, decidió no cortar la conversación. Tenía miedo que al volver, volviera el ruido del agua. El agua no es ruidosa ni caótica, el aire es caos puro, si esa es la palabra que estás pensando. Ahora estás acá, y es todo lo mismo, dijo la voz y Tomás no entendió ni medio. No aguantaba más, necesitaba aire. Salió nadando a la superficie. Escuchó que Sebastián lo estaba llamando. No podía hacerle caso. Sumergió la cabeza. Esta vez, un silencio estático, eléctrico, lo sumió en una contemplación subacuática.

¿Cómo te llamás?, preguntó Tomás. Una fuerza interna lo obligó a avanzar por la parte profunda. Apoyó sus pies en el punto exacto donde el pozo daba un quiebre bastante pronunciado hacia un abismo relativo. Acá, acá, estoy, escuchó que decía, a veces me quedo sin fuerzas, no es fácil mantener… el canal abierto, dijo la voz, la vez pasada, cuando viniste, tuve que hacer mucho esfuerzo. ¿Vos hacés que pueda escuchar todas las voces?, preguntó Tomás. Tenés que tener el don para escuchar, no todo el mundo puede escuchar a los otros, nadie tiene tiempo, y acá abajo hay mucho tiempo, dijo la voz. Tomás sintió en el cuerpo un calor, como si viniera de su propia sangre. 

Vos tuviste… fuiste como yo, un chico… preguntó Tomás. Escuchó la risa de un trueno, una descarga eléctrica, pero al rato bajó su volumen, su consistencia. Quiero saber cosas de vos… ¡Tomás! ¡¿Qué hacés en lo hondo?! Vení para ac… No para de gritar ese tipo, escuchó Tomás ni bien bajó la cabeza mientras avanzadaba de a poco hacia la parte honda. Contame de vos… dijo y Tomás pensó. Las imágenes aparecieron, armaron un relato. Estaba en segundo grado. Colegio nuevo. Su mamá era querible. Le resultaba un poco, no sabía cómo decirlo, pesada. Hablaba mal de otra gente, siempre estaba diciendo cosas feas de las maestras. Se habían mudado a la casa del novio de la mamá hacia unos meses, y ella ya no trabajaba tanto como antes, ahora podía trabajar desde la casa, eso decía su novio, pero ella no trabajaba tanto sino que regañaba bastante de él, parecía estar siempre quejándose de haber sido madre joven y tener que lidiar con una criatura que nunca respondía a sus órdenes. 

Es como si tuvieras una familia de ensueño… dijo la voz, pero ¿había entendido? No sé por qué cargás con ese peso en las vértebras, por qué tenés esa escoliosis, palabra que suena en tu cabeza, pero que no sé bien para qué sirve… ¿Cómo sabía la palabra que había usado el médico, y Paula había repetido varias veces en las cenas con el novio, quien no se mostraba tan interesado en el tema? Tengo poco aire… dijo Tomás, tengo que respi… No te preocupes, dijo la voz, es caos el aire, no es otra cosa que caos. 

Hubo un momento de duda, de vacilación. Las figuras adultas se movían arriba, en la superficie, hacían gestos raros; parecían marionetas sosas, deformes, los rasgos desdibujados. Tomás estaba sumido en un ensueño. Una música con sordina se debatía en su cabeza. Un placebo natural. Dejó de mover los brazos y la consistencia del agua lo envolvió en un abrazo. Una energía distinta, calurosa, lo cubrió lentamente. Sus brazos se fundían con el agua en una misma totalidad. Como si una recámara, una especie de burbuja sólida y hermética, una plomada atada a sus pulmones, lo arrastrara despacio hacia la parte honda, lo profundo. Sintió un leve calor en sus labios. 

Intentó soltar un grito. Un estallido de burbujas negras se interpuso entre él y eso que lo observaba. Abrió la boca aterrorizado, era demasiado tarde. Algo se metió por ahí, por su garganta, viajó por su laringe y le llenó los pulmones con un sabor amargo. Agitó los brazos con desesperación; necesitaba aire, necesitaba salir. 

Abrió los ojos. Sintió la presión de unas manos blancas sobre su pecho. Un grupo de chicos a quienes apenas reconocía formaban un círculo a su alrededor. El hombre que respondía por el nombre de Sebastián estaba reanimándolo. Había una mujer, de unos treinta y pico de años. Tenía ropa deportiva y un bolso de cuero sintético; lloraba y se agarraba la frente, parecía quererlo mucho. Escuchó el enjambre de voces a su alrededor; esa mujer decía que él le había dicho que no quería ir a esa pileta, una mujer un poco más lejos aseguraba que lo vieron nadar por lo hondo y que solo, solito, se había dejado flotar. Otra mujer se preguntaba en voz alta y en un tono muy bajo ante una señora un poco mayor dónde había estado todo ese tiempo el entrenador para no ver que le faltaba un chico en su clase. 

Los chicos a su alrededor decían que Tomás, o sea él, ese cuerpo acostado al costado de la pileta con una tela ridícula a la altura de su cadera y unos pedazos de plástico y soga en su cuello, había actuado raro; primero nadaba con la cabeza arriba del agua y después se había metido bien adentro, hasta el fondo, sin saber siquiera nadar. Escuchó todo eso en algunos segundos, antes que una mujer, la que había estado gritando y llorando un poco desconsolada, al ver que sus ojos se abrían, empujó al resto de las señoras y se abrazó de su cuerpo diciendo hijo, hijo, qué estabas haciendo, hijo, por favor, no vuelvas a meterte en lo hondo, tenés que escuchar lo que te dicen. El entrenador estaba nervioso pero un poco aliviado de verlo a él, a Tomás, despierto. Él lo miró con una sonrisa maliciosa, y Sebastián, sorprendido por el gesto, miró hacia un costado, le dijo a su madre, que por favor le hicieran saber cómo estaba, y lo esperaba el miércoles siguiente para continuar con las clases.

No vas a volver a esta pileta nunca más, son unos enfermos de la cabeza, dejar a un chico solo, así, en el agua, no cuidarlo, ¿qué mierda tiene la gente de la cabeza?, decía la mujer en el auto sin ofrecerle un descanso a las palabras. Vamos a buscar otra pileta, dijo. Agregaba sonidos al ambiente porque no podía entender cómo, ese chico, su hijo, después de haber bordeado el ahogo – no quería decir muerte, le parecía una palabra demasiado grande – ahora se mostrara tan apacible, tan tranquilo. 

Tomás tocaba abstraído la textura del asiento trasero, una y otra vez. Después, con un solo dedo, tocó la superficie del vidrio. ¿Hijo, me escuchás? Vas a buscar otra pileta, dijo sin dejar de tocar el vidrio con delicadeza, con una voz pausada, eléctrica. Y me parece bien, agregó Tomás después de devolverle la mirada en el espejo retrovisor. Al verlo, Paula se puso tan nerviosa que se aferró al volante y maniobró de un volantazo contra un auto estacionado en doble fila. Hubo un par de bocinazos, insultos, más palabras. Tomás se agarró la cabeza con dolor.

Dejó el auto sobre la vereda, abrió la puerta y le dijo a Tomás que se bajara sin necesidad de repetirlo varias veces. El chico miró las casas a su alrededor. Vamos, hijo, dijo Paula. La mano de Tomás se entrelazó con la de ella. No tenía registros de que su hijo se mostrara tan afectuoso en el último tiempo. El contacto le hizo sentir la mano pesada. Mojada, oleaginosa. Una imagen le vino a la cabeza: ella, cuando tenía seis años de edad, arriba de los hombros de su padre en el mar, y en un arrebato de las olas, el agua la arrastró corriente adentro. Desesperada, pataleó con fuerza para volver a la orilla, y sintió un escalofrío al entrar en contacto con un enjambre de peces muertos que flotaban en la superficie. Tendría pesadillas constantes con esos peces.

Metió rápidamente la mano en el bolso para  buscar la llave. Abrió la puerta y entró distraída, hablaba sola. Tomás quedó afuera. Miraba la estructura infernal de la casa: las paredes con ladrillos a la vista, los árboles que tapaban la entrada, el farol en la puerta. ¿Vas a entrar?, dijo su madre quien había vuelto a la entrada al notar la ausencia de su hijo. Tomás la miró con una sonrisa cortada. Pasó a su lado y desapareció adentro de la casa. Antes de cerrar la puerta, Paula miró hacia abajo. Algo brillante llamó su atención. Quebró las rodillas y con la punta de los dedos agarró la cabeza del muñeco que aún giraba sobre las baldosas de la vereda como una moneda a la deriva.