Desde Berlín

Estaba planeado como todo un acontecimiento. El catalán Albert Serra, enfant terrible del cine internacional, autor de films que removieron las aguas estancadas del cine español –como su primer largometraje, Honor de Cavalleria (2006), libérrima aproximación al Quijote, o El cant dels ocells (2008), su particular versión de la travesía de los Reyes Magos– y consagrado en ese panteón del arte contemporáneo que es la Dokumenta de Kassel, estrenaba una pieza de su autoría en Berlín, la gran capital teatral europea, y nada menos que en legendario Volksbühne (Teatro del Pueblo), cuyo primer director, allá por 1914, fue Max Reinhardt. 

Para mayor expectativa aún, su obra Liberté, proponía en sus propias palabras “la exportación del libertinaje a Alemania” y contaba entre sus principales intérpretes con dos figuras mitológicas, como Helmut Berger e Ingrid Caven, asociados de manera indeleble al cine de Luchino Visconti y Rainer Werner Fassbinder, respectivamente. La función de estreno, la semana pasada, a la que asistió PáginaI12, terminó sin embargo con tantos aplausos como abucheos. Y al día siguiente la crítica en Alemania fue demoledora. “Hace mucho que no leía comentarios tan negativos”, se sorprendió una conocedora de la escena local. 

Ni tanto ni tan poco, se diría. Habituado a las controversias, de las que parece alimentarse y cobrar nuevas fuerzas, es difícil que Serra no haya considerado que con su Liberté iba a irritar al público del Volksbühne, que atraviesa de por sí una etapa turbulenta. El año pasado, después de un cuarto de siglo a cargo de la dirección artística de la emblemática sala, el alemán oriental Frank Castorf fue reemplazado por el belga Chris Dercon (para colmo, curador de arte antes que hombre de teatro), en una polémica decisión que sigue dividiendo a los berlineses, que ven cómo su ciudad –que por otra parte siempre fue cosmopolita– va perdiendo sin embargo algo de su identidad. “Gentrification”, le dicen los anglosajones a lo que en español se podría denominar “elitización”, por lo que no extraña que grupos de izquierda el año pasado hayan tomado por asalto la sede del Volksbühne en defensa de Castorf y como repudio al nuevo director. 

Volviendo a Liberté, si hay algo que los alemanes no parecen haberle perdonado a Serra es su humor, presente ya desde la premisa que mueve toda la obra. Corre el año 1774. En un brumoso paisaje entre Potsdam y Berlín, en el que la noche no parece querer ceder nunca a la luces del amanecer (la puesta visual es sencillamente deslumbrante), se cruzan permanentemente unas carrozas y palanquines que trasladan a un grupo de aristócratas libertinos que huyen de la conservadora corte francesa de Louis XVI y pretenden, en sus propias palabras, “diseminar las semillas del libertinaje y la corrupción” en el imperio de Federico II el Grande, donde a pesar de su rigor (o quizás justamente por él) ven posibilidades de desarrollar su filosofía. 

Por momentos es tanto y tan intenso el tráfico de carrozas que da toda la impresión de que en ese cruce de caminos faltara un semáforo. Dentro de esos aposentos móviles, que detrás de sus cortinados funcionan para el espectador a la manera de cabinas de peep-show, los jóvenes dan rienda suelta a sus prácticas sexuales mientras los veteranos, como la duquesa de Valselay (Ingrid Caven) y el duque de  Walchen (Helmut Berger), un librepensador alemán, planifican de qué manera “despertar los sentidos” del rígido espíritu prusiano. 

Se podría especular que para Liberté Serra imaginó una suerte de cruza del Marqués de Sade con Howard Hawks, de La filosofía en el tocador con Los caballeros las prefieren rubias. Sin embargo, lo que le decididamente le faltó a su puesta en escena, al menos en la accidentada noche del estreno, donde hubo varios problemas técnicos, es lo que le sobraba a Hawks: agilidad. Cualidad, hay que reconocer, que nunca fue el fuerte de Serra, quien en todo caso siempre ha tenido otra, diametralmente opuesta: hacer del cine una práctica en la cual se experimenta literalmente el paso del tiempo, como quien vive dentro de una película. 

En cualquier caso, la tentativa de Liberté se puede asociar a sus dos últimos trabajos como cineasta: Història de la meva mort, ganadora del Leopardo de Oro en el Festival de Locarno 2013, donde cruzaba las mitologías de Giacomo Casanova y Drácula, y La mort de Louis XIV (Cannes 2016), con un consagratorio protagónico de Jean-Pierre Léaud y donde Serra no salía de la recámara del rey Sol, que en agosto de 1715, a los 77 años y después de 72 años de reinado, agonizaba sin remedio. La decadencia era el tema de ambos films. Y vuelve a serlo ahora en Liberté, donde la carroza del fantasmal Helmut Berger (“Mírame, la belleza conduce a la muerte”, le dice a una de sus amantes, como si el actor hablara de sí mismo) tiene sus cristales rotos y la luz del paisaje que lo rodea –tomada en préstamo a la pintura romántica de Caspar David Friedrich– hace del escenario un tableau vivant de la ruina de una aristocracia que ni siquiera presiente la revolución que acecha a la vuelta de la esquina de la Historia.