Perdón, pero como la fiebre, son algunas líneas que me brotan de adentro. No tendrá un valor literario ni filosófico sofisticado. Es solo un testimonio de cosas rápidas y urgentes, que son menester decirlas ahora. Me podrán explicar los vericuetos jurídicos y los razonamientos legales argüidos por el gobierno polaco. Pero eso es faltar a la verdad y con argumentos demasiado superficiales. Resulta que ahora no se puede contar lo que pasó. Sin dudas, el mutismo alienta a los perpetradores a expandir su ideología.

Como muchos otros que rondan mi existencia, soy hijo de sobrevivientes de la Shoá. De padre y madre. Igual que Rudy y Fredy, que Diana, que Renata, que Roby y que mi querida Susi. No lo ando contando todo el tiempo por ahí, porque es algo tan íntimo como sentido. Cuando lo pienso, me atraviesa una suerte de dolor, de trauma y hasta de orgullo extraño. Aunque hablo por mí, sepan que la semblanza de ser hijo de sobrevivientes nos interpela. A tal punto que no hay jornada en la que algo no me remita a ese universo. Una frase, una plegaria, una lectura, una escena y a veces hasta una comida. ¿Quieren llamarlo obsesión? Como quieran. Esto me viene vaya a saber de dónde. Posiblemente de los gritos en las pesadillas habituales de mi viejo todas, todas las noches a las 2 am. Y mi vieja (pobre vieja), que venía a vernos a la piecita en la que dormíamos, para cerciorarse de que no nos hubiéramos asustado por el rugido. Los recuerdos nos reclaman de noche cuando los reprimimos durante el día. Ya lo dijo el terapeuta vienés perseguido por los nazis.

Pasé mi infancia sentado al costado de una mesa larga, en donde en cada Pesaj, en cada pascua judía, y en cada año nuevo, junto a los otros pibes, los hijos, escuchaba las historias. Para nosotros era natural, normal, usual, que cada año se agregara algún otro fragmento. Hoy puedo repetir con lujo de detalles todos los comentarios y revelaciones de cómo se enfrentaron, cómo se escondieron, cómo se escaparon, cómo se veían. Me doy cuenta de que el término “como” lo uso para una comparación que también me remite al presente de mitigar el hambre. Papá me contaba que cuando llegó a Buenos Aires, mi tía Regina –la mamá de Roberto y de Pablo Jacoby– lo llevó a “Las Cuartetas” y de “cómo” se asombraron cuando él se “comió” 3 grandes de muzzarella seguidas y sin parar. (Se cuenta que el rebe de Belz, uno de los mayores talmudistas, con un docto tono pronunció en un campo de concentración de Polonia la metáfora más profunda que jamás oí: “en este espacio, la costra de un pan mohoso es un lugar inmensamente mayor que todo el Mundo por Venir”).  

Desde chico Jedwabne se cruzó en mi vida. La última fue hace una década, cuando llegó a mis manos la obra de Jan Gross, al que hacen referencia tanto el artículo de Pavlovsky como el de Klein.

La curiosidad en la lectura me condujo a averiguar qué fue de esos jóvenes criminales.

Tomé los apellidos que cita Gross en su libro. Conseguí una guía telefónica de Jedwabne y encontré sus números. No fue algo lúdico. Fue un mandato de la conciencia. Resulta que –salvo que sean homónimos (y lo digo con ironía)– siguen viviendo en el mismo pueblo, como si no pasara nada.

La saga, tan cruel y silenciada durante muchos años, reafirma la denuncia de Gross: saber que la historia de una sociedad debe ser concebida como una biografía colectiva. Siempre cuando circula una gran mentira, del mismo modo se instala el miedo al descubrimiento (Gross, Vecinos, 2002, pag. 155). Quisiera creer que alguien ya le remarcó al gobierno polaco que las verdades no se borran por decreto.

* Rabino.