Poco tiempo atrás, una ONG retó a Netflix por mostrar personas fumando en algunas de sus producciones. La plataforma aceptó el reto y comunicó que no iba a mostrar nada de tabaco en productos para menores de 14 años, y prometió limitarse en las producciones para adultos. Es bastante sabido que en el cine de los años 40 y 50, las mujeres fatales y los detectives duros no daban un paso sin antes encenderse un pitillo. En esas décadas y luego en el cine vanguardista de los 60, el humo de los cigarrillos connotaba ambigüedad, misterio, lejanía, morosidad, intelectualismo, entre otros valores de ojos entrecerrados.

Hoy se ha naturalizado que ese viejo recurso usado y abusado para la representación estética de ciertas sensibilidades, se erradique en nombre de la salud, la infancia y la corrección política. La gente que se horroriza por un pucho en pantalla, probablemente no se horrorice por las escenas dantescas que la intemperie actual de las ciudades --no sólo Buenos Aires, no sólo de la Argentina, no sólo de América Latina-- ofrece a diario. Quizás miren para otro lado, se apresurarán a entrar a sus casas y pondrán una serie donde ¡gracias a dios! nadie fuma en pantalla.

Hace unos días, también, empezó por canal Trece la campaña electoral, perdón, quise decir, la ficción del Tigre Verón (faltaba que lo llamaran el Tigre Perón), un sindicalista malo, malísimo, sobre el que no vale la pena extenderse demasiado, sobre todo si de dicha ficción uno ha visto, en una captura de video, a un energúmeno gritando desaforado “ehhh, ehhh, lo vamo a bloquear y no va a salir nadie de acá” (un frigorífico), escena que parecía linkeada al discurso del presidente Macri del 9 de julio, cuando mentó a los Moyano en la cara de los párvulos tucumanos. ¿Para qué más?

Algo más importante también pasó por estos días: hace un par de semanas volvió a emitirse por la Televisión Pública El Marginal, la astuta producción de Underground que ya lleva dos temporadas --ahora arrancó la tercera--, que llegó a Netflix con o sin tabaco y donde se fuman pipas de la más variada onda sin ningún cartelito que avise que fumar eso que fuman y aspiran es perjudicial para el cerebro, la moral y las buenas costumbres. Pero no es del tabaquismo y otros vicios que se pretende hablar en estas reflexiones marginales. Apenas es una intro de otro asunto: la estetización de la violencia. Se entiende que estetización no designa necesariamente un “embellecimiento” sino el hecho de que la catarsis de violencia puede tener --provocar-- un efecto estético, bello o no, pero sí buscado.

Ejemplos diversos, complejos, diferentes: cuando volaron las Torres Gemelas, no faltaron aquellos que señalaban la belleza del acto más allá de su intrínseca y condenable maldad. Sostenían que las imágenes de los aviones entrando en las torres, derrumbándolas como en cámara lenta, esas implosiones sinfónicas y asordinadas en las imágenes, eran hechos no ajenos al arte. Se trataba en cierta medida, de los ecos de aquellos debates tan posmodernos que equiparaban la belleza de un gol de Maradona (o Messi, para actualizarlo) con, por dar un ejemplo, la Obertura 1812 de Tchaikovsky.

Los dos expresaban algo de la “genialidad” que a veces, anida en el gran arte.

Más adelante, se dio otro debate algo desplazado a los horrores de la Historia y la banalidad del mal, alrededor de la humanización de los grandes villanos como el caso paradigmático de Hitler en La caída. Siempre habrá observadores que busquen cuestionar que el arte tiene el monopolio de lo estético, Y siempre habrá personas que se sientan afectadas por los aparentes derroches gratuitos de violencia en el arte, los medios, los textos.

En Netflix abundan los ejemplos de estetización de la violencia, que no hay que confundir así sin más con la profusión de sangre o cabezas cortadas de las películas o series de terror, de zombies y otros artificios del “meter miedo”. En rigor, para que haya alguna polémica que divida a las personas entre aquellas que se inclinarían por el regodeo (cuanta más violencia mejor) frente a las que van del rechazo total a los reparos parciales (¿hace falta mostrar tanta violencia?), es necesario que algo del orden de lo estético entre en conflicto con la representación de lo real.

El caso de El marginal en esta tercera temporada es un muy buen ejemplo, porque según declaraciones previas de sus hacedores, han decidido despegar un poco a la serie de su denso núcleo real --la cárcel como locus privilegiado de una temática eminentemente social, como el habitat de la marginalidad-- para incursionar más pochocleramente en una “violencia desatada”, en esa crueldad sin límites de los auténticos villanos, aquellos de la estirpe del Guasón, el Acertijo, el Pingüino.

Hay una experiencia interesante si vía Netflix se accede a la versión mexicana de El marginal: la sola distancia que imponen los modismos, los órale, los pinches cabrones y --sobre todo-- el imaginario ya estereotipado que el espectador global tiene respecto de México como tierra de violencia, se puede postular una hipótesis tentativa: a más distancia cultural, más asimilación estética de la violencia, porque está más lejos de mi/ la realidad social.

Lo que parece estar siempre en juego frente a estas cuestiones quizás marginales en tiempos en que se agitan como nunca los fantasmas del Orden, pero que dos por tres nos asaltan como los pequeños recuerdos, es nuestro conflicto como espectadores entre cierta moral de lo audiovisual (los límites de lo tolerable) y la algo morbosa necesidad de “ver” violencia, de asomarse a la marginalidad extrema. La vieja cuestión de El Otro Lado.

Quizás porque lo que sucede en las pantallas, inexorablemente sean los espejos deformantes de lo que verdaderamente resulta intolerable de la violencia de lo real. Y en ese sentido, personalmente no creo que la decisión de estetizar aún más la violencia en la nueva temporada de El marginal, sea solo desacertada o solo pasatista. A veces, el mal desatado sin sentido, la crueldad excesiva, la violencia inexplicable, hablen más aceitadamente de la irresponsabilidad retórica de quienes apelan a la violencia de “vecinos” o ciudadanos” creyendo que las palabras, como las imágenes, como la sangre de pantallas, son sólo eso, imágenes sin consecuencias, mera retórica que busca agitar fantasmas pero sin desatar --todavía-- las fuerzas materiales de lo violento. Y si después, las fuerzas se desatan, bueno, será hora de ponerle límites a la violencia en las pantallas, como ya estamos erradicando los cigarrillos.

¡Ah!: y si los muchachos de la banda sub 21 del penal de El marginal se pasan de mambo, ya hay una colimba preparada para recibirlos y enseñarles los buenos valores de la vida en sociedad. Sin violencia, claro está.