PLáSTICA › LA CHILENA ROSER BRU EN EL CENTRO BORGES

Mirar la cultura como matriz

Llegó a Chile desde España, luego de la caída republicana. Desde esa condición generó un fecundo proyecto artístico.

Por Diamela Eltit *

Roser Bru ha instalado una sensibilidad visual. Consolidó una notable incidencia en la práctica pictórica apelando a una multiplicidad de técnicas en las que no renunció ni al trazo ni a la mancha. Porque Bru, a lo largo de los años, se ha caracterizado por explorar sus materiales hasta fijarlos en la construcción de una obra que hoy se reconoce por su asentada singularidad.
La política, lo político, la poética han transitado por su trabajo formando una apretado haz cultural que la señala como una de las personalidades más relevantes e indiscutibles de la escena visual chilena.
Habría que pensar que Bru arribó a Chile desde España, cuando era aún una adolescente, exiliada junto a su familia, luego de la caída de la República española. Desde esa compleja condición se construyó como artista, luego de que se hubo consumado un trauma político y territorial.
Cuando se cursó el azaroso y obligatorio recorrido que la trasladó de Europa hasta América, Bru se empeñó en generar un proyecto artístico. Un proyecto que se abocó a la construcción de nuevas fronteras cuyos límites sólo dependían de su capacidad de estetizar un deseo de territorio.
Pero se trataba de una sede que estaba enclavada en una mirada que leyó la cultura como matriz, como cita interminable para rehacer y revelar identidades fracturadas.
Goya y Velázquez le permitieron explorar aquellos fragmentos que una memoria atenta y sensible fue capaz de pensar, guardar y reponer para articular nuevos sentidos. Su pasión por la fragmentariedad, por las astillas de una cultura que se sabe incapaz ya de organizar relatos totales y totalizantes, condujeron la obra de Bru hasta la organización de nuevas ficciones regidas por una sorprendente y exacta combinatoria de signos.
Ahora, en esta muestra, Bru explora el corazón –el órgano más simbólico y a la vez el más vital– y su contacto con la señorial y destructiva espada. El corazón y las siete espadas son uno de los motivos que articulan su exposición. El corazón (herido) y sagrado, que es recurrente en la imaginería religiosa, aparece retocado por Bru, elaborado una y otra vez. Sus cuadros juegan con un corazón que puede estar adentro o afuera del cuerpo, un corazón que se fuga para reaparecer en otra superficie señalando así su importancia y, a la vez, su autonomía dramática.
El corazón atravesado por siete espadas, errático en su desplazamiento por el cuerpo y en el más allá del cuerpo. Porque el corazón está en todas partes al igual que el ojo divino. Sólo que este corazón está amenazado, al borde de la aniquilación. Pero, junto a la destrucción, asoma el goce místico, la pasión compulsiva de un límite llevado hasta sus últimas consecuencias. El corazón inhumano, entregado a la furia de la espada, abandona la carne que debe sostener para transformarse en un órgano irónico que, liberado de toda obligación, muestra el cuerpo como mera superficie ausente de sí misma.
Este corazón que Bru rescata desde una imagen entrevista en Paraguay cita la cultura popular entregada a la expiación y al sufrimiento. Sólo que el corazón sagrado es repuesto por Bru en cuerpos impuros que muestran su máxima fragilidad, seres difusos que aglomerados caen o permanecen azulados, caóticos, geométricos, abismados persiguiendo un corazón posible y, a la vez, distante. La espada (de Damocles) está allí, multiplicada en cada cuerpo, en las tres caras, en los dos brazos.
Y en otra serie visual, habla extensamente la cultura. De manera aleatoria comparece hasta el escenario pictórico la escena de la escritura. Un conjunto de autores que son obsesivamente configurados por Bru hasta el borde del estallido. Rostros que se han responsabilizado por la letra y que, desde la letra misma, han dejado la estela del costosocial que porta la literatura. La Habitación Propia de Virginia Woolf es el trazo que la contiene, una habitación transparente, simbólica, imposible. Y allí, entre las líneas, se asoma la faz asombrada de la escritora suicida que se empecinó en pensar cómo revertir la dificultad que asola la escritura producida por mujeres.
En otra orilla, el poeta Miguel Hernández, víctima de su letra política y de su mal tuberculoso, dialoga, desde una perspectiva oblicua, con Benjamin y con Kafka entrelazando sus diversas historias.
Porque, en realidad, el trabajo de Bru historiza el rostro. Establece, desde el rostro, un documento biográfico y textual. El rostro acumula la letra y la letra adquiere un rasgo perturbador. Bru organiza un catastro de autores para evidenciar su apego a la letra. Pintura y literatura, mancha, hilo, sutura, se encuentran en un inesperado diálogo, liderado por los rostros señeros que le dieron estatuto al hacer literario. El pensamiento de Benjamin en torno a los “portales” encuentra su eco en los retratos. El flâneur que atisbó Benjamin, se hace análogo al viaje de Bru que deambula por la historia literaria después que ha se han producido las mayores aglomeraciones, para extraer, tal como se cursa el fino trabajo del arqueólogo, ciertas señas, marcas, huellas que permitan pensar algunos hitos de la palabra y su lucha por el sentido.
“Es preciso ser absolutamente moderno”, afirmó el joven Rimbaud para decir con una increíble exactitud “yo es otro”. Y, precisamente, esto es lo que pone en juego Bru cuando explora los rostros; esos rostros despojados de yo, porque su radical otredad –la palabra literaria– los convierten en otro de sí, en escritura, en mito, en presencia de una ausencia.
Los cuerpos femeninos constituyen otra constante en el trabajo de Bru. Las mujeres siempre están presentes en su obra. Pero en esta ocasión, con un colorido profundamente reflexionado, emergen desde el nicho-hueco del sarcófago que las contiene.
“Pre-muerte” escribe Bru. ¿Pero cuál es esa muerte anticipada? Se trata quizás de la exhibición de sus cuerpos apresados en la verticalidad rígida. Mujeres condenadas a la inmovilidad, unidas a sí mismas por tenues hilos que las conectan. Mujeres que (se) juegan el hilo, ¿de vida que les queda?
Sin embargo, aun en su extremo cautiverio, se “muestran”, se exhiben y en ese gesto instalan su halo posmoderno cuando, de manera ultra irónica, una de ellas, quebrando la gravedad de su estado, sostiene en su mano el control que le permite la movilidad televisiva. Como poseedora de la imagen, como dueña de una forma contemporánea de control, la mujer del sarcófago experimenta un giro quebrantando la cita egipcia.
Porque puede ser que el verdadero control esté en esa pre muerte o, dicho de otra manera, ella controla su vida, la mueve con su renovada tecnología femenina, se permite el zapping que la redime y la salva.
Mujer espectáculo pero también espectadora visual. Su poder radica en el control que maneja soterradamente en su mano.
Las mujeres sarcófago de Bru marcan un momento decisivo en su obra. El color estalla y prolifera para generar imágenes completamente inesperadas y cautivantes. Los territorios de citas –pictóricas, culturales, históricas– que concurren para organizar los cuerpos de estas mujeres son tan múltiples que producen una ampliación de los sentidos.
Esta serie asalta y sorprende y señala hasta qué extremo Bru retuerce los signos para ofrecernos no sólo una de las producciones visuales más relevantes de la actualidad sino además nos propone interrogantes y nos dispone a un pensamiento riguroso y jamás complaciente. (Viamonte y San Martín, hasta el 3 de enero.)

* Escritora chilena. Su último libro publicado es Los trabajadores de la muerte.

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“Visto en Paraguay”, acrílico sobre lino; 94 x 78 cm, 2001, de Roser Bru (izquierda).
Otra obra de Bru: “Corazón blanco”, acrílico sobre lino; 57 x 163 cm, 2002 (derecha).
 
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