CONTRATAPA

La suerte

 Por Marcelo Justo

Se vive en una especie de inmortalidad, pero bastan unos segundos para trazar una nueva frontera, para rasgar la fragilidad que separa la eternidad cotidiana y el ineluctable fin. De un lado de esa frontera –tengo por delante 20, 30, 40 años de vida– estoy con mi familia a punto de embarcarme en una excursión por la costa turca, y el chofer del minibús que nos lleva al apeadero empieza a cruzar la carretera. Del otro, escucho un bocinazo repentino y veo surgir de la nada a un monstruo vertiginoso, que avanza contra nosotros a toda velocidad, dispuesto a devorarse el universo.
El instante del accidente es el más largo de mi vida. Veo el momento en que el camión embiste a nuestro minibús, veo el estallido de las ventanas, el cuerpo del chofer que vuela por el aire, las figuras desconcertadas e indefensas de otros pasajeros que saltan con el impacto. Veo todo porque mantengo los ojos bien abiertos, aferrado con un absurdo gesto defensivo a mi pequeña inmortalidad cotidiana, desdoblado por el terror, no está sucediendo nada grave, si no cierro los ojos voy a controlar lo que está pasando, voy a evitar lo que ya es completamente inevitable.
El minibús retrocede, gira, se sostiene unos segundos sobre dos ruedas laterales, en un mundo atrozmente inclinado y a punto de desaparecer, hasta que cae pesadamente de costado. Por un instante parece que va a seguir dando vueltas, que la caída es demasiado vertiginosa para contenerla en un punto fijo, pero no, se queda ahí, de pronto silencioso, el espantoso remolino del accidente aquietado. Salgo con mi mujer en un estado de mareo y nebulosa. El techo está abierto, damos pasos de sonámbulos bajo un sol inclemente, alucinados por el sonido de las cigarras y la inmovilidad asombrada de otros vehículos al borde de la banquina hasta que, empezando a entender y recordar, digo “los chicos”. Entro al autobús a los gritos: “Miranda, Sebi”.
No tengo que buscar entre la chatarra, mi voz no queda suspendida eternamente en un aire sin respuesta: por suerte nada prolonga el suspenso y la angustia. En seguida escucho a Miranda, en inglés, con un alivio que repetiré miles de veces: “Dad”. Está intacta, con apenas un corte en la rodilla. Extrañamente, la voz de Sebi me llega de fuera del autobús. No está intacto. Chorrea sangre, de pies a cabeza, nos mira en un estado de pánico y estupor. Mi mujer, Marta, tiene un fuerte golpe en la cabeza y sangra del oído. En el hospital me daré cuenta de mis cortes en el brazo, la rodilla, la espalda.
Ahorro los detalles, esos que se pueden ver en “Crónica TV”. Algunos se prestan al humor negro. La ambulancia que nos lleva a una velocidad demente al hospital, nuestros gritos aterrorizados al chofer en nuestro patético turco para turistas (“¡yavásh!”: más despacio), el torpe golpe en la cabeza (otro más) que se da Marta al bajar mareada del vehículo, la insistencia del personal médico, entre inyecciones, suero, heridas y camillas, por asegurarme en un inglés rudimentario que Argentina debía haber ganado el Mundial, que están muy contentos de que Ariel Ortega juegue en Turquía, ¿es tan bueno como dicen? Otras cosas no se prestan a ningún tipo de humor: la pasajera inglesa que pierde una pierna, el chofer turco que sobrevive con lesiones graves.
En algún momento me aseguran que mi familia está bien. En otro me cosen 28 puntos en el brazo izquierdo y me sacan radiografías. Más tarde me llevan en camilla por un pasillo, me suben a un ascensor, me bajan a otro pasillo y finalmente me dejan en un cuarto, donde están mi mujer y Miranda, y al que poco después llega Sebi. Estamos amorotonados, golpeados, cortados, vendados, cosidos y parece increíble que ese día luminoso de vacaciones termine en una habitación de hospital rural, pero no es más increíble que estar vivos, que tener ese ventanal inmenso dominado por una montaña que se convierte en una prodigiosa representación de la vida que estuvimos a punto de perder.
Pienso muchísimas cosas contra ese ventanal que recorta de día y de noche la hermosa silueta de la montaña. Desde el siempre escurridizo sentido de la vida hasta el destino de una mariposa anaranjada que aletea en el denso aire del verano turco. Recuerdo que poco antes del viaje hablé por teléfono con un amigo frustrado por la realidad argentina, que tenía la mirada puesta en Ezeiza y me decía con envidia “vivís en Londres, no te podés quejar, la ciudad es hermosa y podés viajar cuando querés a cualquier parte”. Con la bolsa de suero colgando de un soporte y anexada a mi brazo, la conversación tiene algo casi irreal, pero ese recuerdo y el accidente me hacen pensar en una historia taoísta que leí hace mucho sobre un campesino al que una noche le roban un caballo. Al enterarse del hecho los vecinos le dicen “qué mala suerte”. El campesino los mira imperturbable y les contesta: “Puede ser”. Al día siguiente, el caballo robado reaparece con seis caballos salvajes. Esta vez los vecinos le dicen “qué buena suerte”. Con el mismo semblante amable e inexpresivo, el campesino les contesta: “Puede ser”. Al otro día su hijo intenta domar uno de los caballos salvajes que lo tira y le rompe una pierna. Nuevamente lo compadecen los vecinos: “Qué mala suerte”, le dicen. Otra vez el impasible campesino les responde: “Puede ser”. Al día siguiente, aparece el ejército para reclutar a todos los jóvenes del pueblo: gracias a su accidente el hijo se salva de la guerra. Los vecinos le dicen: “Qué buena suerte”. Fiel a su tesitura, el hombre les contesta: “Puede ser”.
Así parece ser la suerte. Esquiva, engañosa: va, viene, sube, baja. Entiendo perfectamente lo que me decía mi amigo, pero la próxima vez que me hable sobre la fortuna de vivir en Londres esta biografía que me ha tocado en el reparto, me identificaré con el campesino taoísta y le responderé sin dudar: “Puede ser”.

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