CONTRATAPA

La nueva obscenidad

 Por Sandra Russo

Durante la década y media que la Argentina bailó su meneadito al ritmo del primer mundo, los hogares de los incluidos en el sistema experimentaron cambios profundos que acompañaron uno de los efectos sobre la vida cotidiana más fuertes de la globalización: mientras el mundo se convertía en una falsa aldea global –falsa, según el teórico Román Gubern, porque la idea de “aldea” lleva a pensar en relaciones horizontales, mientras la globalización verticalizó las relaciones de poder en el planeta–, cada casa se aisló. Los soportes tecnológicos de difusión masiva contribuyeron a la creación de la emergente “cueva aterciopelada”: las computadoras, los correos electrónicos, los teléfonos celulares, los DVD, los CD, los videojuegos, la televisión por cable, todo estuvo disponible para generar una sensación de conexión de los sujetos con el mundo, mientras en realidad los cuerpos de esos sujetos iban exacerbando dos sentidos, el oído y la vista, pero dejaban de ejercitar otros, como el gusto, el olfato y, sobre todo, el tacto.
Uno de los resultados de estos cambios fue una alteración de la erótica contemporánea. Voyeurismo, mixoscopía, escopofilia, escoptofilia, escopolangia, gimnomanía: son algunos de los términos clínicos para hablar de la pasión desenfrenada por mirar. El antropólogo ruso Malinowski llamó la atención de los lectores occidentales al describir las viviendas de las islas Tobriand: estaban construidas de modo tal que su interior pudiera verse por completo desde afuera, en una ostentación destinada a autodestruirse en el ritual del potlach (un rito en el que los miembros de esas tribus intercambiaban bienes en forma de dotes y eliminaban lo excedente). En aquel momento las casas de los tobriand causaron escozor porque Occidente iba rumbo a sus casas herméticamente selladas, autosuficientes, vigiladas. Pero ahora: esa modelo rubia sin mayor encanto que su imagen desprovista de biombos, que se muestra en las vidrieras del Centro Cultural Borges para promover la exposición Cientoporcientodiseño ¿no les recuerda a los tobriand?
La promoción de la muestra, un remedo soft de la experiencia de la Casa de Cristal chilena, no muestra la regla sino la excepción. El rotundo aislamiento de cada uno en cada casa sigue vigente, ahora reforzado por la psicosis de la inseguridad, con el agravante de que a medida que se vayan quemando las computadoras no las podremos reemplazar, o que buena parte de los usuarios de paquetes premium los han dado de baja si es que todavía no se han borrado del cable. Pero nos queda el hábito, la inercia, la inclinación por mirar. Mirar lo que sabemos que no vamos a tocar. Hombres de todas las edades miran a esa chica, que no muestra nada, como si mostrara algo. Arrebatarle al otro una parte de su privacidad se ha convertido en un tic degenerado, si por degenerado se entiende algo que se ha desviado de su cauce.
Así las cosas, para mirar sin pagar, queda la televisión de aire. ¿Qué se puede ver en ella? Por un carril van los programas periodísticos, nunca tantos como ahora, pero a modo de feta en el medio de otros dos grandes panes. Por un lado, están los programas autorreferenciales de la televisión, en los que la televisión se pliega sobre sí misma. El mundo queda en otra parte. La gente queda en otra parte. Un eje de esos programas son los sketches de un puñado de neopayasos, “los mediáticos”, que se encargan de irles subiendo la revulsión a sus participaciones para que el público los siga mirando, porque el público ya se habituó a ver en televisión lo que ya pasó en televisión, y el público –¿el público?– pide más, más vísceras, más ridiculez, más bochorno, más desmayos, más confesiones sobre lo inconfesable. Por el otro lado, están los reality shows, en los que se puede aspirar a ser cantante pop, estrella por un día, jugador de fútbol, diputado y hasta infiel: la aparente “nada” que traen consigo quienes son “nadie” se ilumina bajo los reflectores hasta ser “algo”. Los que salgan de un reality y consigan permanecer en la pantalla (Silvina Luna, Gastón Trezeguet, Tamara no sé cuánto) arrastrarán un vago desprecio que la televisión experimenta por los recién llegados y no se molesta en disimular: el desprecio es el precio que uno no vale, el valor que uno le quitan, y hay que pagarlo para seguir teniendo no prestigio ni oportunidades, sino apenas “cámara”. Es decir, para seguir dejándose mirar.
La televisión nunca sale de un repollo, nos gusten o no sus contenidos, No quisiera ser ésta una nota escandalizada por el escándalo. No jodamos. No es peor Guido Süller que Julio Nazareno, ni Jacobo Winograd que Carlos Menem. Ninguno de los más burdos personajes televisivos emparda en bajeza a un senador coimero. No quisiera, tampoco, ser ésta una nota que sirviera para refrendar la añoranza de Mirtha Legrand por la época de las rosas rococó. Pero sí se podría recordar que hubo una época, mientras la Legrand seguía con sus rosas rococó, en la que en las revistas de actualidad los ricos mostraban sus casas y en los talk shows los pobres mostraban su miseria. Hoy los ricos ya no muestran sus casas porque tienen miedo de los secuestros y de la DGI. Nos han quedado los pobres exhibiendo cada vez más sus pobres almas. Pobres con cierta chapa –que se consigue, como en el caso de Vanessa, la novia de Walter Olmos, yendo a la tele incluso bajo efectos de medicación antipánico, o como en el caso del hijo de Javier Portales, yendo a la tele a cambio de cuatrocientos pesos para dar información sobre un padre moribundo–, o pobres anónimos dispuestos a relatar historias lo suficientemente escabrosas como para ser merecedoras de atención: una infidelidad sólo sirve si se ha sido infiel con la hijastra; una traición sólo sirve si la que se ha llevado al marido es la propia hermana. No alcanza la historia, por más que incluya incesto o violación: hay que violentarse en cámara, hay que llorar, insultar, pegar, marearse, descomponerse: en la jerga, hay que ser sexy, mantener erecta la atención del público. Si el público mañana pide que alguien se corte las venas al aire, pues bueno, habrá que darle sangre.
Mirar es el gesto que hermana a las multitudes. Pero mirar como se mira a través de una ventana mientras uno se masturba. Mirar con cámara infrarroja lo que sucede en la oscuridad. Mirar lo que no se debería mirar. Mirar lo oscuro, lo siniestro, lo sórdido. Mirar el vómito, la herida abierta, el tajo, mirar lo putrefacto. Mirar babeando. La nueva erótica es así de obscena.

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