CONTRATAPA

Imre Kertész, la experiencia de sobrevivir

Por Jack Fuchs

Hace más de un año, mi amigo Gregorio Bachrach me regaló Un instante de silencio en el paredón, de Imre Kertész. Es una colección de ensayos y artículos que Kertész publicó en diversos medios y reunió, en 1998, bajo la forma de libro. Lo leí con atención, lo releo. Me complace encontrar su modo de pensar y escribir acerca de Auschwitz. Kertész evita todo patetismo. Es sobrio, austero. Sé de qué habla. Sé que habla en él la voz de un sobreviviente. Comparto sus preguntas en torno a si hay o no una literatura posible alrededor del acontecimiento de los campos, acerca del carácter de la memoria, del testimonio, su versión crítica a propósito de la “espectacularización” de la Shoá, el modo de entender que los crímenes de Auschwitz no constituyen un asunto eminentemente judío, su relación contradictoria con la tradición y la contundencia con que sostiene que el campo de concentración no termina en el límite de las barracas y los hornos, que se extiende más allá, que está inscripto en la cultura moderna, en el lenguaje.
Comparto también algo de la experiencia de Kertész. Estuve en Auschwitz el mismo año que él, 1944. Yo tenía 19 años, él 15. En Budapest no hubo política de gueto, Kertész pasó directamente, como muchos otros judíos húngaros, de la ciudad al campo de concentración. A mis 15 años mi familia y yo quedamos detrás del alambrado del gueto de Lodz, Auschwitz vino cuatro años después. Y en cierto modo, la muerte que ahí se nos prometía, aunque parezca inexplicable, nos parecía a veces un alivio. Después de Auschwitz pasé a Dachau hasta el fin de la guerra, viví en Nueva York, en Venezuela y desde hace cuarenta años en Buenos Aires; mis lenguas natales, el polaco y el idish, quedaron muy atrás; Kertész volvió a su país, le tocó vivir ahí otra amarga dictadura, el estalinismo. Leo a Kertész y me pregunto si puedo tener con él una lengua común, un idioma que estuviera en condiciones de dar cuenta de nuestra experiencia común. Y sé que no. Que la Shoá pone en evidencia la singularidad definitiva de toda experiencia. Que no hay un lenguaje general para hablar del sufrimiento humano. Que en ese despropósito suele caer frecuentemente la “cultura” de la Shoá.
¿Qué es entonces lo que en cuanto lector puedo, podemos, recibir, compartir de su mundo? Sin duda no es una versión ideológica de las cosas, ni siquiera quizás un mismo enfoque moral. Creo que debe tratarse aquí de otra cuestión: del ojo del novelista, del modo en que un hombre choca con la materialidad histórica concreta de su tiempo. La emoción que me produce la lectura de Kertész es doble. Por un lado, comprendo la fragilidad de la construcción literaria, lo que se abre paso en las historias de Kertész, la debilidad del destino, la tragedia de una época, la incertidumbre, el vacío, la nada a la que están expuestos sus personajes; György Köves, el muchacho de Sin destino, después de conocer por primera vez los besos de una mujer, la boca de una mujer, después de la deportación de su padre, sube también al tren, va a Auschwitz, no sabe adónde va, no sabe lo que va a ver, escucha a un viejo, más sabio que él, recomendándole paciencia y resignación, explicándole a él y a otros jóvenes que quizá todo aquello ocurría porque los judíos no habían sido suficientemente firmes en el cumplimiento y la observancia de los mandatos divinos, pero que Dios no los abandonaría si rezaban, escucha a un oficial alemán que le exige que confiese sus crímenes y pecados de judío, y después György abandonado a la sed, la llegada a Auschwitz, el sol de la mañana, “habíamos llegado a nuestro destino; estaba contento, por supuesto que sí”: esta fragilidad, decía, me emociona.
La otra causa de mi emoción es probablemente la opuesta. Cuando leo a Primo Levi, a Elie Wiesel, a Semprún y ahora a Kertész, pienso que la máquina de destrucción que se puso en movimiento con el nazismo no consiguió aniquilarlo todo como se proponía, se apropiaron de los cuerpos,de los bienes, de nuestro nombre, pero la vida continuó, otra vez la vida, el milagro. Y si nuestra novela es ciertamente Sin destino, la experiencia de sobrevivir nos devuelve sin embargo al hilo de la herencia, de lo que se recibe y se regala y se transmite en legado. Porque una obra literaria puede, me disculparán los críticos, venir a veces a ocupar el lugar de una lápida, una tumba para los muertos sin nombre. Releo lo que escribo y pienso que acaso todo esto no sea más que orgullo, vanidad de sobreviviente.
Kertész se ha ocupado minuciosamente de desmentir que sus novelas fueran exclusivamente testimoniales, autobiográficas. Se ve ahí su buen gusto, su pudor. Como fuera, es del todo evidente que de lo que se trata es de la experiencia, de los límites del olvido y la memoria, del juego que con esa dialéctica establece la literatura, de las posibilidades que ofrece la narración para atravesar la roca del sentido y exponer la significación, el valor, la inestabilidad, el dramatismo de una vida humana.
Hay una página de Kaddish por el hijo no nacido que me gustaría citar. Creo que expone con toda elocuencia .-con una claridad que me gustaría tener-. de qué modo podemos y seguiremos hablando de Auschwitz: “Dejad de decir por fin que Auschwitz no tiene explicación, que es el producto de fuerzas irracionales, inconciliables para la razón, porque el mal siempre tiene una explicación racional, es posible que el propio Satanás sea irracional, pero sus criaturas sí son racionales, todos sus actos se derivan de algo, igual que una fórmula matemática; se derivan de algún interés, del lucro, de la pereza, del deseo de poder, de la cobardía, de la satisfacción de este o aquel instinto, y si no de alguna locura, de la paranoia, de la manía depresiva, del sadismo, del asesinato sexual, de la megalomanía, de la necrofilia, qué sé yo de qué perversión de las muchas que hay o de todas juntas (...) porque, prestad atención, porque lo verdaderamente irracional y lo que en verdad no tiene explicación no es el mal, sino lo contrario: el bien”. Kértesz, que vivió bajo la amenaza del gulag, que ha sido crítico de las dictaduras socialistas, no deja de señalar sin embargo la irracionalidad de este tiempo de uniformización y liquidación del sujeto, de esta cultura totalizadora que bajo la apariencia del bien lleva todavía la marca del humo negro que se irradió por toda Europa durante la última guerra mundial. Esa advertencia, severa, pero definitivamente humana, la idea de que Auschwitz es una “vivencia mundial”, que sus efectos están vivos y latentes, es quizá lo único que aporta densidad y valor a las voces de los sobrevivientes. Me alegra la distinción que ha obtenido con el Nobel, no porque crea que la lectura de Kertész pueda atenuar el alcance de Auschwitz. Me alegra porque a pesar de que no haya una lengua común entre nosotros, a pesar de que yo soy su simple lector, algo de la experiencia, la experiencia de sobrevivir que leo en sus páginas me estremece y me empuja a considerar la extensión de la vida. Kertész es para mí un portavoz de los sobrevivientes, una voz que asume la de quienes no pudieron hablar. Quiero ser honesto, quiero dejar también escrito que la lectura de Kertész me abandona a los celos, al sentimiento de que la verdad que encuentro en la literatura, la encuentro siempre como lector.

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