CONTRATAPA

Bombas clandestinas

 Por José Pablo Feinmann

Hay una faceta muy alentadora de la crisis argentina: pese al deterioro de la clase política, no se ha deteriorado la opción de la sociedad civil por el sistema democrático. El fracaso de la clase política no contaminó a la democracia. Fracasaron los hombres, no el sistema. Esto determina que en medio de este vacío de representatividad nadie vislumbre la posibilidad de una ruptura de ningún tipo. Incluso quienes ejercen la protesta y hasta la rebelión lo hacen valorando un sistema en el que es posible expresarse, e insisten en no reducir esa protesta sólo al ámbito electoral. Hay un axioma de la Constitución Argentina que ha sido negado en los hechos y -si tal cosa ocurrió– es porque ese axioma fue superado por los tiempos. Es el que dice que el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes. Esa democracia por delegación fue cuestionada por los nuevos movimientos sociales de la Argentina. Pero dentro de la democracia. Es decir, cuando, desde la base de la protesta, se dice que ese artículo decimonónico está perimido, no se dice que lo está la democracia sino solamente el artículo que postula la democracia por representacióndelegación como única vía de expresión para la sociedad. Justamente las experiencias asambleístas (que son experiencias fácticas de democracia directa) niegan la representación delegativa para asumir, en sí, la autorrepresentación y, al hacerlo, dicen ejercer un rostro más verdadero y fresco y profundo de la democracia. En suma, las asambleas han surgido para reforzar la democracia, para darle nuevos contenidos, vitalidades de las que carecía, jamás para negarla, suprimirla, para decir que está perimida o inservible. Poar el contrario, el asambleísmo se alimenta de la democracia, es inconcebible sin una profunda fe en ella. La horiaontalidad de la asambleas es una afirmación del axioma fundante de la democracia: todos valen lo mismo, tienen los mismos derechos, toda voz es tan digna de ser escuchada como cualquier otra, ya que no hay voces privilegiadas. Así, la democracia es la negación de la violencia aparatista. De aquí que los recientes atentados a las sedes de la UCR y el PJ nada tengan que ver con la concepción horizontalista, popular, mayoritaria, masiva que alienta a asambleístas y piqueteros. Jamás, entonces, podría atribuirse esa violencia al campo popular hegemónico en estos momentos en la Argentina: un campo popular que concibe la fuerza como producto del número, de la mayoría, de la movilización, de la protesta masiva organizada.
Estos atentados apestan a provocación. Son clandestinos. Tan clandestinos como lo fue la masacre desatada por el poder procesista durante los años 76-83. La figura del desaparecido expresa impecablemente el tipo de violencia que se ejerció en esos años. Al ser clandestino el aparato represivo, lo que producía, continuamente, eran desapariciones. Estos atentados también son clandestinos. Nadie se los atribuye. O lo hace algún errático “Ejército de Liberación” creado entre gallos y medianoche. No es casual que estos provocadores hayan elegido el nombre que eligieron: Ejército Santuchista. De hecho, Santucho expresó –en el exacto y específico momento histórico en que actuó– una violencia de aparato, sin anclaje masivo. Esa violencia se creía una voz privilegiada. He aquí el punto: la violencia de aparato se asume como una voz diferenciada y privilegiada ante las otras posibles expresiones del pueblo. Hay una violencia que acompaña un proceso histórico, es parte de él, de su masividad, de su enorme y sobredeterminada complejidad (económica, social, política, cultural) y juega un papel de “partera” (por acudir a la frase de Marx). Por ejemplo: la toma de La Bastilla. La Revolución Francesa. Pero hay otra violencia (jamás aceptada por Marx e incorporada por los teóricos del “foco insurreccional” como creador de las condiciones de la revolución) que es insalvablemente solitaria, aislada de las masas, que instaura una voz privilegiada, que se asume como vanguardiay que actúa al margen de todo contexto popular. A esta violencia hay que oponerse. Fue, siempre, un extravío histórico, ya que siempre actuó al margen de las masas. (Como lo hacen los Montoneros a partir del asesinato de Rucci.) Que nadie intente adosarle “esa” violencia aparatista, sustantivista e inevitablemente soberbia (en la medida en que siempre cree que sabe más de las leyes de la historia y la política que el pueblo, al que “guiará”) a los movimientos sociales de la Argentina actual. Sólo un servicio –en suma– puede haber agredido las sedes del PJ y la UCR. Eligieron un paradigma del pasado: el santuchismo que, acaso, hoy también se mostraría “impaciente” ante la lentitud de los procedimientos populares y democráticos de asambleístas y piqueteros. Sin embargo, ni siquiera, porque el mismo Santucho, pocos meses antes de ser asesinado, hizo su autocrítica: no haber acompañado el reflujo de las masas. Perfecta autocrítica. Tardía, pero perfecta y muy provechosa para ser analizada siempre que haga falta. Si las masas se retiran, toda violencia es ilegal y favorece al poder totalitario, favorece la represión y el avance del golpismo. De aquí que hoy se intente recrear ese tipo de violencia, del cual hasta el mismo Santucho abjuró.
El movimiento social de la protesta argentina no necesita superhéroes. No requiere de voces privilegiadas. De bombas solitarias y anónimas. Sabe que sólo dentro de la democracia podrá seguir creando el contrapoder que define su rostro más veraz. El “foco insurreccional”, el “aparatismo urbano” no crean las condiciones de la revolución, sino que favorecen siempre a los halcones del otro lado, que esperan que los héroes pudran la masividad de la lucha y abran el espacio de la represión. De aquí que sólo aparatos de los servicios sean los que reciban las sospechas de estas bombas furtivas, clandestinas. Asambleístas y piqueteros son la antítesis de la violencia guerrillera: no son clandestinos, militan en superficie, confían en la masividad, no buscan el asalto al poder sino la creación de “otro” poder desde el cual condicionar y presionar a la política mafiosa que debe irse para siempre. Por eso, unir la consigna de hoy (“Que se vayan todos”) con el nombre de Santucho es un torpe intento para enrostrarles a los militantes de superficie el aparatismo miliciano de los ‘70. Hoy, en la Argentina, la rebelión no transita los caminos que ya transitó en los setenta. La historia, para los que saben leer en ella, no transcurre inútilmente.
Cortar una ruta no es violencia, es un acto de fuerza. Como lo era una huelga. Ocurre que los piqueteros no pueden hacer huelgas porque no tienen trabajo, porque son desocupados, porque la huelga es la herramienta de lucha de un proletariado con inserción en un aparato productivo al que, con esa huelga, puede detener, de aquí su fuerza. Pero, ¿qué aparato productivo podrían detener los piqueteros si en este país el aparato productivo fue arrasado? ¿Qué huelga podrían desatar si ya no son obreros, y no lo son porque ya no hay industrias? Entonces cortan las rutas. Los cortes de ruta son a los obreros desocupados de hoy (los piqueteros) lo que la huelga era a los obreros ocupados de ayer, que podían frenar un aparato productivo porque había uno y ellos pertenecían a él. Lo único que pueden bloquear los piqueteros es una ruta. De aquí la profunda legitimidad de ese acto. Que nadie diga que va contra la Constitución y el libre derecho de los ciudadanos a transitar. Y si les molesta que corten rutas entonces denles trabajo, reactiven el aparato productivo y hagan de ellos dignos obreros que harán, si lo necesitan, huelgas, tal como es su derecho. Pero no cortarán rutas. Porque los piqueteros no quieren cortar rutas. Quieren trabajar, quieren producir, quieren un país con industrias, mercado interno, redistribución del ingreso, justicia social. Los que cortan las rutas son los que arrojaron a los obreros a la calle, los que liquidaron el país, el trabajo, la esperanza. Los que tienen que irse. Losdesesperados mafiosos, tan desesperados que hasta empezaron a poner bombas. Bombas clandestinas.

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